Resumen
Cansado de la burla de sus compañeros del trabajo por ser coreano decide tomarse la justicia por su mano
Relato
Y TÚ, ¿DE DÓNDE ERES?
Pseudónimo: Yvette Moma
Huan Chen o Alberto, como se hacía llamar desde que llegó a España con sus padres hace más de veinte años, salió del trabajo cabizbajo, arrastrando la mirada por el suelo. Sus pies susurraban sobre el asfalto con un tono melancólico, mientras el sol se escondía dejando una franja anaranjada y rojiza en el horizonte. Las nubes teñidas de un violáceo parecían una postal.
Hoy era uno de esos días en que le apetecía tomarse una cerveza antes de llegar a casa. Hoy era uno de esos días en que necesitaba evadirse. No era de esas personas que salen del trabajo y con desesperación se dirigen al bar de la esquina, que curiosamente es el mismo en el que entran antes de trabajar, donde dueño y cliente se conocen a la perfección. Él después del trabajo se dirigía a casa. Pese a sus veintiocho años aún vivía con sus padres y estos le echaban en cara su soltería. Para ellos era una deshonra. A su edad llevaban años casados y eran padres. Pero Chen, por ahora, prefería estar solo, aunque seguía con la ilusión de conocer a la mujer de su vida. A decir verdad, tenía un objetivo: Maite; vecina de la misma edad, que en ocasiones esporádicas coincidían en el ascensor. Él la miraba con timidez, dejando salir un susurro en forma de saludo y ella sonreía con amabilidad. Cuando llevaba falda, esta parecía volar como si dos hilos invisibles jugaran con ella, gracias a ese grácil movimiento de cintura. Él se quedaba embelesado y petrificado como si estuviese viendo en una galería de arte el mejor cuadro de la historia. Pero de ahí no pasaba.
Aunque ese no era el mayor de sus problemas. No había conseguido entablar amistad con nadie del trabajo después de tres años; sino que era el blanco de todas las bromas por parte de sus compañeros. Nadie le dijo que vivir en un país que no era el suyo iba a ser tan complicado. Si lo hubiese sabido, hacía tiempo que habría regresado a su Corea natal. Tal vez allí no hubiese tenido las mismas oportunidades para trabajar que aquí, pero por lo menos iba a ser uno más, la misma gota de agua en una corriente. No desentonaría. Y hoy precisamente no lo había conseguido. Había sido un constante de risas y bromas de sus compañeros hacia él. Y no le apetecía llegar a casa y encerrarse en su habitación hasta que anocheciera por completo, hoy no. Hoy le apetecía beber cerveza. Aunque estuviese solo. No necesitaba a nadie para emborracharse. Llevaba la tarjeta de crédito para volver en taxi. El coche aparcado en la acera de enfrente, lo dejaría allí.
«Ya lo recogeré mañana cuando salga del trabajo».
Empujó la puerta de cristales tintados con fuerza y entró. El bar no era tan grande como creía, pero no se equivocó en lo sucio que podía estar. Cáscaras de pipas alfombraban el suelo como si de un manto de flores se tratase; el ambiente tenía un olor a sudor y humedad parecido al que uno siente cuando entra en una habitación cerrada durante muchos días. La iluminación deficiente, casi anémica dejaba espacios sin alumbrar creando una penumbra inquietante. Se dirigió a la barra oyendo crujir las cáscaras bajo sus pies. Se sentó en un inestable taburete de asiento duro y esperó a que el barman se acercara.
No tardó en servirle la cerveza fría por la que suspiraba. Miró por la pequeña ventana de cristales sucios y comprobó que la noche comenzaba a aparecer. Cogió la botella y le dio un gran trago notando el sabor agrio colonizar su paladar y el frío refrescar su cuerpo. Hacía mucho que no tomaba alcohol. Solo en días señalados; Navidad, su cumpleaños y el de sus padres. Volvió a coger la botella y bebió. Los grados del alcohol aparecieron en su escuálido cuerpo. Su cabeza pesaba un poco más y notaba la mente más libre.
La puerta se abrió y entró aire frío acompañando a dos hombres sonrientes de rostros conocidos. Chen maldijo por lo bajo cuando los vio. Se hacían llamar compañeros, los mismos que esa mañana se rieron de él. Se encogió para pasar desapercibido, pero fracasó. Pese a la deficiente luz no había mucha gente en el local y era fácil reconocerlo, al ser el único de ojos rasgados.
El pelo de la nuca se le erizó cuando oyó la voz de uno de ellos y escuchó el ruido de las cascaras de pipas crujir detrás de él.
—¡Pero si tenemos al chino aquí dentro!
Se sentaron a su lado, flanqueándolo, con una sonrisa de superioridad.
—¿Qué bebes, chino?
—No soy chino. Soy coreano —contradijo Chen.
—¿Y acaso no es lo mismo? —preguntó el otro.
—No, no lo es. Los chinos tienen los ojos más...
—Pues para nosotros sí que lo es —le cortó.
El Barman se acercó para servirles.
—Lo mismo que el chino. Ponnos dos cervezas... bien frías.
Chen cogió la botella y dio otro sorbo. Su corazón latía con violencia por culpa de esos dos. Deseó que se fueran, que lo dejaran en paz y se olvidaran de él, como hacía él con ellos.
—Vuelve a repetirnos tu nombre, chino.
—Soy coreano, no chino —contestó apretando la mandíbula.
—Ya te lo digo yo. Se llama Guan.
Rompieron a reír a carcajadas
—Yo tengo un tío que se llama Juan.
—¡Oye, Juan!, ¿por qué os gustan tanto los rollitos de primavera?
—Esos son a los chinos.
El barman dejó las dos botellas encima de la pegajosa barra.
—Brinda con nosotros, chino —le dijo uno alzando la botella de cerveza.
Chen no contestó.
—¡Qué pasa no entiendes nuestro idioma! Entonces te lo diré en el tuyo. Blinda con nosotlos. Y los dos hombres comenzaron a reírse.
Chen le dio el último sorbo y dejó dos euros encima de la barra. Se levantó del taburete y se fue sin despedirse.
—¡Oye tú! Chino, no te vayas.... ¡Eh, Juan!... ¡Chen!... ¡Alberto, hombre, no te vayas que era broma!
Pero no contestó. Salió a la calle donde el cielo ya estaba oscuro y el efecto de postal se había desvanecido. El frío se había apoderado de la noche, hasta entonces templada y agradable. Abrió la puerta del coche y tomó asiento. Resopló indignado, lamentándose de ese día y de los anteriores y pensó que no aguantaría si todos los días iban a ser como este.
El coche rugió con fuerza. Salió del aparcamiento y en lugar de dirigirse hacia su casa travesó el coche en medio de los dos carriles. Puso las luces largas que traspasaron la puerta del bar iluminando el interior.
Desde su asiento, Chen apretó a fondo el acelerador, provocando un ruido ensordecedor. Vio la cara de sus dos compañeros, ya no reían; sino que se miraban entre ellos con un brillo especial. Era miedo.
—Ya no sois tan valientes —susurró Chen. Puso primera y aceleró. El coche rugió. Metió segunda y cuando iba a poner tercera el coche se empotró en el bar, llevándose mesas y sillas; luego los taburetes donde estaban sus compañeros acabaron chafados contra la barra.
Alberto dejó de acelerar cuando todo se volvió negro.