Resumen
Unos morlocks mortíferos acechan a nuestro buen amigo
Relato
NUESTRO BUEN AMIGO
Esperaba el momento, como todos. Ese momento fatal en que aparecen los morlocks. Su visita era inevitable, lo sabía, pero tal certeza no le procuraba consuelo. Era normal. Nuestro amigo de mediana edad se decía a sí mismo que a los morlocks, por muy bragado que uno fuera, no se les podía esperar así, sin más, igual que se aguarda el autobús después del trabajo bajo la marquesina mientras sobre la marquesina cae la lluvia. Con los morlocks, desde luego, la cosa no funcionaba de esa manera, por mucho que dijera, o quisiera decir, la psicóloga cognoscitiva conductual. Y es que los morlocks son, si se perdona la expresión, un poco cabrones. Lo que hay que disculpar, únicamente, es el inapropiado adverbio de cantidad pues los morlocks, de ser algo, son cabrones, pero muy mucho. Sin ir más lejos, no hacía demasiado, uno de los peores, de los hediondos, se comió a la pobre Antártica, allí mismo, delante del personal de secretaría. No se comió al continente helado entero, claro está, sino a la auxiliar administrativa, porque desde que se abandonó el santoral ya cualquiera se llama África o Australia o archipiélago macaronésico o mancomunidad comarcal de Barbate. Antártica —requiescat in pace— se afanaba en escanear un expediente de valoración catastral y le faltaba por meter en la máquina el último folio cuando el morlock apestoso se abalanzó por detrás y le metió tres bocados que la dejaron tiesa y con la pata estirada espasmódica. A veces los morlocks actúan de ese modo, sin avisar, a lo traicionero. El expediente era importante así que, una vez el morlock terminó su sanguinaria tarea, alguien tuvo que pasar sin demora por el escáner el papel que faltaba. Nuestro amigo, en algún momento, se planteó acercarse a ayudar —a Antártica, no al que escaneaba el último papel—, pero es sabido que los morlocks hediondos atacan a todo aquel que los interrumpe. Por eso mismo, por miedo a la reacción del morlock, fue que los del departamento se limitaron a contemplar la escena. ¿Qué otra cosa podían hacer? Al día siguiente el jefe dedicó unas palabras de recuerdo vía correo corporativo y concedió la mañana libre para asistir al sepelio, que no fue nada luctuoso, como cabía esperar dado lo inesperado de la tragedia. Más bien del tipo película americana, y quién sabe si de los propios americanos de carne y hueso también, quienes con una sonrisa lejana y templada recuerdan, casi alegres, al difunto, los más alegres los parientes cercanos, mientras de fondo se escuchan las canciones preferidas de aquél. Solo que, en nuestro caso, la finada, o sea Antártica, desmintiendo las evocaciones gélidas de su nombre, cuando estaba en vida gustaba mucho de los géneros faranduleros y latinos, cuanto más calentitos mejor. El protocolo funerario acabó cediendo así frente al homenaje musical que mejor correspondía a la memoria de Antártica y allí deudos, familiares y amigos, entre ellos nuestro buen amigo, hubieron de bailar manos hacia arriba, manos hacia abajo, huh huh, ayyyyyyy, con apoteosis de conga de Jalisco alrededor del ataúd, de los cuatro cirios encendidos y del cuerpo presente. Luego, para rematar la faena, en las exequias, al cura no se le ocurrió otra cosa que equivocarse de Polo, refiriéndose a la fallecida como Ártica en lugar de Antártica. La pobre Antártica era un poco fea, más bien bastante, como algunas de las que se apuntan a las clases de zumba y a alguien —puede que al propio oficiante en el discurso— se le ocurrió preguntar si moriría virgen como el Polo Sur antes de ser conquistado por Amundsen. El profesor cubano de zumba, para evitar posibles malentendidos, aclaró que él no tenía vocación de descubridor y que se dedicaba en exclusiva a enseñar danza. La capilla solo podía terminar como lo hizo, aguardiente, en vez de ardiente. El homenaje acabó desmadrándose, el cubano quien menos, y en la cafetería se pidieron copas y se flirteó como en las comidas de empresa cuando se acercan las fiestas navideñas. Encima del féretro quedaron los restos del botellón. En definitiva, una velada pintoresca sobre la que sobrevolaba, como una sombra, la imagen de los morlocks. No era raro que nuestro amigo volviera a casa verdaderamente turbado y achispado, con la corbata en la cabeza al mejor estilo Orzowei, los faldones de la camisa por fuera del pantalón y el miedo metido en el cuerpo. No era raro, insistimos. Ahora bien, lo que sí llegó a resultar extraño, o cuando menos preocupante, es que desde lo de Antártica nuestro amigo estuviera el día entero obsesionado con los morlocks. Su querida esposa le decía que lo dejara estar, que no se preocupara. Pero él andaba mirando en los armarios y debajo de la cama por si había alguno escondido. Los buscaba en los sitios más insospechados porque los morlocks eran, salvando las distancias, como los Diminutos, aquellos entrañables personajes de los dibujos animados, seres que vivían con nosotros, solo que con muy mala leche. Inspeccionaba detrás de las puertas y de las cortinas nuestro amigo sin dejar de canturrear la sintonía de la serie. Los morlocks, nadie sabe donde están .... Los morlocks, esos seres horrorosos. La cosa se ponía más fea por las noches. En la oscuridad, el silencio se oía como un rumor de pasos de morlock que se acercaban de puntillas. Y era por las noches que se le venía a la cabeza, no sólo la pobre Antártica, el pobre Strudel también. A quién se le ocurre llamarse como una tarta de manzana alemana. Querido y recordado Strudel, qué mal lo pasó. Pero con ese nombre, tan apetitoso, cómo no iba a acabar como lo hizo. Saboreado, comido y relamido. Un morlock iba todos los días, más o menos a la hora de las distintas ediciones del telediario, a comerle algo. Que si un dedo, que si la oreja. Un horror. Fue una agonía. Gritaba y gritaba Strudel sin tregua, provocando con ello un grave problema de desinformación en el vecindario que acabó ganándose fama de barrio de gañanes e incultos cuando lo único que sucedía era que los alaridos de Strudel no dejaban oír las noticias. Pobre y añorado Strudel, salvo para sus vecinos hartos de tantos quejidos. El morlock tardó casi dos años en devorarlo. Bien pensado son preferibles los hediondos, como el que atacó a Antártica, que acaban con uno en el acto. Los gourmets se regodean en lo suyo. Qué angustia. Como lo de aquel actor famoso. Nuestro amigo se acordaba mucho de él, por las noches. Lo tenía todo, mujeres, lujo y más mujeres y niños adoptados cada dos por tres en Centro África y más mujeres y cuando se quedó sin niños que adoptar, adoptó gorilas y cuando se hartó de las mujeres también recurrió a los gorilas. Al menos eso aseguraba cierta prensa rosa, siempre presta a esparcir rumores maledicentes acerca de los primates. Un morlock acabó con él en la cima de su carrera cinematográfica, nunca mejor dicho. Rodaba el actor en la cumbre del Aconcagua, filmando con el torso desnudo un drama romántico que, amparado en la excusa de condenar alguna guerra sudamericana, aprovechaba para recrearse en escenas andinas subidas de tono y un morlock lo tiró montaña abajo. En realidad, estaba en unos estudios de cine a veinticinco grados, de ahí lo de lucir pecho depilado, y la caída fue desde un decorado de apenas medio metro que simulaba en cartón piedra el pico de la montaña. El Aconcagua no llegaba a los cincuenta centímetros. Los suficientes para desnucarse. El actor no fue como Ártica, perdón, Antártica. El actor famoso sí dejó tras de sí, desamparados, a tal número de huérfanos y de gorilas adoptados que ya nadie sabía que hacer con ellos y no hubo más remedio que regresarlos, a los gorilas y a los niños juntos, a la selva congoleña. Los que peor volvieron a aclimatarse fueron los monos. Nuestro amigo se acordaba mucho de él, del actor famoso. Y del Polo Sur. Y de la tarta de manzana. Los morlocks no respetan a nadie. Todos somos iguales para ellos.
No puedes seguir así, cariño, le decía su esposa. Ya lo sé, querida. Sucedía que nuestro amigo, no conformándose con escuchar rumores nocturnos de morlock, empezó a verlos por todas partes. A creer verlos, mejor dicho. Son imaginaciones tuyas ¿Tú crees, querida? Descubría morlocks de lejos, agazapados en el pasillo o mirándolo con expresión malvada a través de las ventanas. ¿Pero al final no sucede nada, verdad? Ahora quien preguntaba era la psicóloga de los martes. Cierto, contestaba él. Pues eso mismo. Sufre usted un trastorno obsesivo. Ya, pero me aterra saber que tarde o temprano un morlock sí vendrá de veras a por mí. Tarde o temprano a todos nos llega el turno. ¿A usted no le sucede lo mismo? Pero la pregunta quedó sin respuesta. El martes siguiente encontró el gabinete cerrado. Según parece la psicóloga se fue con un novio que tenía al puente que da al barranco a poner un candado como sello simbólico de su amor eterno. Cursilerías de tal calibre atraen de manera irresistible a los morlocks que no tardaron en aparecer. Tiraron al novio por un lado y ella por el otro. El gesto sirvió al fin de conmemoración del amor, por cuanto nuestra ciudad carecía aún del consabido puente de amantes defenestrados que tanto tipismo otorga a los lugares. No veas tú como la cognoscitiva lloraba y se agarraba a la baranda para que los morlocks no la arrojaran al vacío. No supo aceptar muy bien la fatalidad cuando le llegó el turno.
Tú no te preocupes, no pienses en los morlocks. Lo sé, querida. Pero me da un miedo terrible saber que, tarde o temprano, también llegará mi turno. No pienses en eso, cariño. Demos un paseo, antes de que se haga de noche, propuso su esposa, cogidos de la mano. Y a nuestro buen amigo le pareció una idea estupenda. Le apetecía pasear, pese a que estaba a punto de anochecer, que es cuando aparecen más morlocks. Salieron y la ciudad se notaba silenciosa y la temperatura, agradable. Enfilaron una avenida vacía. Tras las ventanas de los edificios, se adivinaban los reflejos oscilantes de los televisores encendidos. Conforme oscurecía y los morlocks iban surgiendo de las sombras, las criaturas se fueron apilando en el umbral, entre la negrura y la luz, un poco más allá de donde alumbraban las farolas, dejando entrever sus pupilas rojas. No circulaban vehículos. La brisa seguía soplando muy leve. Como una caricia. Como la brisa, nuestro amigo tocó el cabello de su querida esposa. Avanzaban cogidos de la mano, sin abandonar la franja iluminada, que a cada paso era como si se estrechara. Las farolas parpadearon y su brilló menguó. A su alrededor se acumulaban los morlocks. Menos y menos luz. Más y más morlocks. Morlocks que los observaban con sus ojillos amarillos, rodeados de pus, ávidos desde la negrura, casi rodeándolos. Acudían en tropel, bordeando la zona iluminada. Se escuchaba el ruido de sus colmillos rozando entre sí. Sus pezuñas arañando el suelo. Comenzaron a gruñir, se podía casi sentir la saliva cayendo de sus fauces. Sin embargo, por unos instantes, que quizás duraran lo que dura toda una vida, agarrado a su esposa, asido con fuerza de su mano, para nuestro buen amigo, tan merecedor de nuestro afecto, nuestro querido amigo de mediana edad, al que apreciamos tanto, que se adentraba en la oscuridad, justo durante esos instantes, para nuestro buen amigo, fue como si los morlocks hubieran dejado de aullar.