La importancia del presente


Autor: LIBREPENSADOR

Fecha publicación: 11/03/2023

Certamen: II Certamen

Resumen

Un hombre entrado en años pasea por senderos de su pueblo que bien pudiera ser Alcarrás o Aitona, en Lleida. Admira los paisajes, los árboles frutales, las flores silvestre. Para él la naturaleza es una hechicera que acapara adeptos. En su pausado caminar entabla una íntima conversación consigo mismo, un soliloquio en el que el reflexiona sobre la tiranía del tiempo. Su inexorable transcurrir, su imparable avance, le incitan a divagar sobre la belleza de la naturaleza hasta el punto de aspirar a detener al déspota minutero y dejarlo parado, sin guion y sin libreto. Manifiesta su deseo de conquistar un ahora infinito, un presente sempiterno.
El relato resulta ser una especie de dicotomía entre naturaleza y tiempo en el que ambos traban duelo en un suspense que vierte su decisiva sentencia en los últimos párrafos.

Relato

“LA IMPORTANCIA DEL PRESENTE”
Absorto por la seductora panorámica observa el hipnotizante atardecer del plácido día de primavera, la mirada perdida en la esfera celeste en la que pronto se irá dibujando ya la puesta del sol.
Sobre el atrayente perfil que se le ofrece a lo lejos, matizados colores parecen porfiar en una distendida conversación, difuminando pinceladas de suave neón en el hechizante lienzo vespertino.
Cientos de ocasos siembran sus cotidianos paseos, siempre iguales, por los polvorientos senderos que le reciben sumidos en un embriagador sosiego, respetuosos con las huellas indelebles que ha ido dejando esculpidas en sus diarias caminatas.
Con la vista perdida en lontananza observa el atardecer de otro día más de un final de abril resplandeciente. La nostalgia le invade a dentelladas y le oprime la garganta donde anidan las cenizas de pasados fogonazos de su ya prolongada existencia.
Masajea su rostro la suave caricia de la brisa primaveral que se incrusta en sus arrugas cinceladas por el tiempo, curtidas por mil retos.
Sus ojos inquisitivos se clavan en el cielo, cúpula coronada de recuerdos, fanal artífice de pasadas andanzas titilando constantes y tenaces como el tiempo, ese parásito indolente y falsario, envanecido tañedor de sentimientos, provocando en su alma un son palpitante, como ensoñaciones ocultadas en el regazo del minutero que no descansa en su avance añadiendo misterio a la fuerza de la propia reflexión y a los sueños agazapados en el refugio de la sangre íntima.
Aunque el día ya va cediendo, centellean aún las amapolas entre el incipiente trigo y conspiran las zarzas, las ortigas y el espliego cuando sienten sus pasos que sin duda reconocen. Huele a tomillo, a cardos lanceolados, a romero, a arvejas silvestres de un purpúreo intenso, a retamas de un dorado amarillento… todas ellas vestidas con sus mejores trajes. Tintinean entre sí, como discutiendo, las hojas de los chopos que entrechocan avarientos de aire, altos, enhiestos, intentando disimular lo inevitable cual si
trataran de retar al propio viento.
Hace un tiempo ya en que los almendros retaron al cielo con sus flores de un blanco rosáceo. En ellos asoman hoy pequeños pero prometedores frutos.
Las plantaciones se erigen en reclamo de su ávida mirada. Le saludan, fulgurantes y explosivas, las flores blancas, amarillentas, verdes o rosadas, en una fascinante exhibición de cromatismo, esperando la próxima aparición de peras, melocotones y ciruelas que colgarán, como pendientes de jade, de generosos frutales cuyas hojas, como gigantes esmeraldas protectoras, cubrirán la tierra bajo la sombra de su verde intenso a la espera de la cosecha escoltando la escasa humedad del suelo.
Escucha los trinos de pájaros sin nombre que llenan de sonidos un analgésico concierto, devorados por el aire que los plasma enmarcados en un espectáculo cautivador.
El arrullo del paisaje le embelesa con acordes saturados de un silencio
que todo lo enriquece y le sumerge en fugaces instantes de pálpitos inciertos como tránsitos tamizados de fragancias que invaden el ambiente sin esfuerzo, con la cada vez menos iridiscente luz prendida en el firmamento.
Es ese su presente, su aquí y su ahora, su mágico instante que añora sempiterno, que le hace sentir la piel insurrecta, ensoberbecida, en sus brazos desnudos el vello erecto, embrujado por una vieja añoranza sin epílogo, de nuevo viva, desempolvando los recuerdos, acariciando las flores con sus ojos, álgido manantial del que manan sentimientos celebrando la estética hermosura del camino, olvidando el paso del reloj a cada trecho.
Las remembranzas le asaltan en cascadas que salpican en el aire sus ensueños, enemigos declarados de la prisa, y él convertido en un juglar añejo. Es como un querer revivir lo que un lejano día pudo haber sido y no fue.
Pausadamente se está perfilando la noche en mil reflejos como espejos de negro charol. Se impone provocante, rendija a rendija, solamente cubierta por la gasa brumosa de la incipiente oscuridad.
Se ha tornado taxativa la mirada del tiempo con su enquistada cadencia. Su avance inexorable mordisquea su piel y su vertiginoso discurrir se mantiene insobornable. Transcurre imparable, de forma acompasadamente rítmica, y no acepta ni siquiera insinuaciones. Mas cada pensamiento elaborado aparta el tiempo dejando espacio al sentimiento.
Por un momento se ve como un vencido retrocediendo para coger impulso. Le centellean los recuerdos y las lágrimas secas. Pero, al instante, un suave susurro cuelga de sus labios:
- ¡Qué privilegio poder llegar a viejo! – murmura con serena sutileza.
Parasitando de punzante nostalgia, su repleta intrahistoria rememora pasados sucesos en su memoria reviviendo viejas vivencias como si fueran vagas ensoñaciones difusas por cuanto los avatares de su ya dilatada existencia condicionaron sobremanera su conciencia en encontrado sentimiento con la mera supervivencia. Fosilizados hitos se tornan ecos en su mente cual solitarios silencios que ensordecen.
¡Cuántas reminiscencias tatuadas en su identidad asaltan su memoria y reabren antiguas cicatrices que creía dormidas! Son como ensueños que se truecan argumentos matizando sentimientos y perspectivas en los sutiles poros de su piel brocados por las arrugas sembradas por los años. Es que, a su edad, la soledad sin nostalgia no sabe ser ella misma.
El tiempo, para él, ha dejado de ser un aviso convirtiéndose en amenaza consumada. Es como si, por dentro, la Parca la apremiara. Lo nota tan veloz que, si el tiempo tuviera cuerpo, mientras le mece engañoso, lo mataría. Y esculpiría en su espíritu un instante infinito y perenne hasta poder alcanzar la eternidad por un momento. Conformaría deseos con armas de papel charol, compondría un soneto a la constancia y haría de las nubes el perfume de los hombres. Borraría los blancos y los negros para darles a los grises su importancia.
No necesita prestigio ni oropeles. Solo quiere una quimérica eternidad con la que terminar de cumplir sus sueños y recordar caricias sin pagar el peaje del olvido, pero comprende que tratar de parar el tiempo como única salida carece de sentido. Sabe que el tiempo jamás se detiene en su ortodoxa certidumbre, es inasible en su perseverante avance. Intentar frenarlo es necedad, ilusoria costumbre del hombre. Imposible atraparlo. Es tan sólo una utopía, una especie de vana alucinación porque es etéreo, intangible.
Sin embargo, no quiere dormirse en lo logrado como un anciano nostálgico ni empeñar su hora final en el sutil vagar de sus recuerdos. La prórroga de su vida muestra una mirada que refleja reposo y armonía, sus ojos fruto de invierno.
La astifina soledad le habla a pecho descubierto, sin latidos ajenos, vomitando a quemarropa la cruda realidad de que la clepsidra para medir el paso del tiempo es inflexible. Por eso, quisiera ser capaz de detenerlo en un preciso ahora que le permitiera deleitarse eternamente con ese presente gestado en las oquedades de su interior y disfrutar, sin un fin anunciado, de la sencillez de su paseo cotidiano.
Sin poder evitarlo, un murmullo ahogado se desliza por sus labios dejando un cierto resabio a derrota. Siempre le inquietó el sueño de creer en la eternidad o, en su defecto, crearla a su conveniencia para conquistar la eterna permanencia. Nunca supo a cuánto asciende la factura de paralizar las horas a su antojo, pero no es en él un capricho pasajero vencer la monotonía, hija del tedio, que deriva en cáustica atonía. Ansía aprender a detener el tiempo, a vivir solamente el ahora, a desactivar la rutina de los días, a retener en sus manos la fórmula que fundamente la sensación de lo inmediato para hacer de la quietud el instante perfecto, momentos que se nieguen a ser pasado dejando inerme y vacío de alegatos el reloj que eterniza los segundos.
- ¡Detente, tiempo, detente aquí y ahora! – susurra casi mascullando.
Si pudiera, dejaría estático el reloj, atónito ante la sorpresa de la inacción inesperada, desconcertado y confundido, sin apuntador y sin libreto, sin posibles argumentos en que basar su avance, dejar su acontecer en un impasse, atascado, en punto muerto.
Desea conseguir un tiempo permanente con cimientos de presa perpetuidad, perenne, fijo, imperecedero, que avale la realidad de su existencia, categórico testimonio que pruebe que está vivo, aunque no sepa, siquiera, si vivió ayer o si mañana seguirá viviendo. Aspira a ser el dueño de su tiempo, que su vivir sea cuando él mismo decida fijarlo porque sabe que el tiempo recordado es tiempo ya ido y que el futuro sigue siendo incierto. Por eso precisa aprender a inmovilizar su transcurrir y así poder sentirse eterno.
En esos momentos, que él pretende eternizarlos en un ahora perpetuo, sigue siendo calmante escrutar el ritmo lento y cadencioso de la brisa primaveral jugando con su piel. Ha aprendido a maldecir el ayer y el mañana otorgando a la esencia del presente toda su importancia.
El aguijón de la astifina nostalgia, engendrado en la conciencia, le arde, le consume y escucha el persistente ronroneo de sus anhelos aún por conquistar. Acuna, así, sus aspiraciones en la memoria sin casi resistencia. Es consciente de que hay que cuidar el tiempo porque jamás retorna. Sistematiza vidas, dicta su propio axioma y se pregunta así mismo:
- “¿Es el tiempo un déspota insobornable?”.
Le responde un silencio repleto de palabras. Un silencio que alivia su reflexiva alma, paz amortiguada que le acoge y suaviza los escasos desencuentros entre el mundo y él.
Su mirada se posa en la piel de la tierra y, hurgando entre sus múltiples formas disímiles, cree ver, al fin, ilusorios matices para intentar refrenar el paso excesivamente rápido de la existencia. Adivina que su último gesto no será un adiós sino esa mirada.
Envejecer despacio ha sido su objetivo para vivir más tiempo, ese que va doblegando lentamente los juncos del alma dejando vislumbrar su último aliento, su postrer resuello.
Como rindiendo su personal homenaje a la vida, su vista se solaza de nuevo en el paisaje y siente que, a pesar de la tiranía del tiempo, aún existe la belleza.
Pseudónimo: LIBREPENSADOR