Vórtice


Autor: Pato

Fecha publicación: 14/03/2023

Certamen: II Certamen

Resumen

El mismo lugar y la misma hora, pero un suceso diametralmente opuesto. Vida y muerte enfrentadas, lágrimas de alegría y de desolación frente al altar.

Relato

Vórtice Pseudónimo: Pato
El olor del incienso se arrastra entre los bancos, adormeciendo, generando paz, sentimiento de estar cerca del Dios del altar de Nuestra Señora. A través de las puertas, aún abiertas, penetra el murmullo de la ciudad que no ha suspendido el discurso de la vida. El sol aún besa los tejados y dibuja fantasías en los cristales de las ventanas. Pero dentro del templo hay silencio, algún pequeño carraspeo, solo tres bancos ocupados, los más próximos al altar. Algún saludo bajando la voz, como se bajan las cabezas para rebuscar en los rincones donde habita el recuerdo. Se esconden los gestos de dolor, se disimulan dibujando una sonrisa si alguien mira, vuelan los pañuelos arrugados de los viejos hacia las lágrimas del adiós a Manuela.
Cuando el cura ocupa el centro bajo la cúpula de Nuestra Señora, se coagula el movimiento de los asistentes y se disipan las imágenes antiguas. Alza la vista para abrigar a todos y alguien cierra las puertas, un golpe opaco, profundo, difuminado, un barco que parte del puerto de la vida e introduce a los reunidos en las aguas oscuras de la eternidad. Manuela Peris está en la mente de todos, en los labios del cura que cita su nacimiento para Dios, en el incienso que anega los pulmones.
Los niños están inquietos, patean los bancos y se giran hacia atrás buscando a sus primos, observan a los novios, el vestido blanco de cola, el frac, la esquililla de los monaguillos, el ritual divertido de los mayores. No comprenden las cosas de la liturgia, pero les gusta imitar a sus padres; se arrodillan cuando ellos, se ponen en pie, se santiguan y miran con recelo hacia las imágenes tristes que desde las paredes o las hornacinas clavan sus ojos en el vacío. Todos estrenan zapatos, o pantalones, y se han cortado el pelo que su madre ha mojado antes de salir de casa. Las flores adornan el pasillo central que han recorrido los novios escoltados por los padrinos. Azucena iba por delante lanzando pétalos de rosa que sacaba de una cestilla. Sus primos envidiaban su protagonismo, mucho mayor que el de los novios que la seguían.
Manuela Peris González sigue el movimiento de las manos del cura, ve paz en ellas, y quizá bondad innata. Hablan para ella y quiere entender todas sus palabras. El novio está nervioso dentro del frac oscuro, sube y baja la cabeza, se mira la puntera brillante de los zapatos nuevos. Teme que le hagan daño, que no aguante hasta el final. Se ha cortado el pelo a navaja en una peluquería del centro y se ha afeitado media hora antes de que el coche fuera a buscarlo. A un lado y al otro están Marta y Paquita, sus hijas, dos mujeres entradas en años que visten luto riguroso. Al ponerse en pie lo sujetan de los brazos para evitar que el viejo pierda el equilibrio y se caiga. Cuando el cura manda que se sienten, baja la cabeza, y a veces cree sentir una lágrima a punto de desbordarse y manchar los zapatos, siempre limpios y brillantes en su caja desde el día de la boda. Todo está acabado, se dice. Esas manos que lo sujetan no son suficientes para arraigarlo a la vida. Cómo será ahora la noche, el silencio, la ausencia de su voz, de las zapatillas por el pasillo. El cura habla, dice cosas, que Dios la ha reclamado, que se juntará con Él en la Gloria, y huele a incienso, a recuerdo, a vida estrangulada, a lidia solitaria del morlaco de la soledad. Paquita dice de llevarlo a vivir a su casa, que hay una habitación libre, que estará bien. Y se mira los zapatos, al cabo de tanto tiempo y le siguen haciendo daño.
Una puerta al fondo se abre y entra el murmullo de los que prefieren esperar fuera, el olor del humo de los cigarrillos, las voces del que reparte el arroz para arrojar a la pareja. Conchi, la hermana pequeña de la novia, lo ha preparado todo, el arroz, las flores, hasta el detalle que se entregará a los invitados durante la cena. Es la única de su generación que está soltera. La familia habla de oveja negra, de criatura frívola, englobando en este término todos los apéndices de una vida disoluta asociada a la escritura de novelas eróticas. Es bonita y elegante, mucho más que su hermana Manuela, más selectiva. Nunca ha visto con buenos ojos al novio nervioso y apocado que se mira la puntera de los zapatos. Demasiado simple, pero su hermana tampoco podía aspirar a mucho más. Daría la vida por ella si fuera necesario, pero reconoce la angostura de sus ideales; no es mujer para un soñador y ese hombre se ajusta al mundo tradicional y anodino que huye de los riscos. A sus padres les cae bien: trabaja en un banco, no es extravagante y la familia lo tilda de formal. Formal, pero ella cree que no es más que un hombre vacío de fantasías, timorato. La novia está ilusionada, lo quiere. Es dependienta de unos grandes almacenes, seis años de noviazgo, tres de ahorro para el pisito de Moratalaz, y ese hombre la colma de caprichos, de meriendas en “El Embarcadero”, de dos visitas a Toledo. Aspira a ser Director de la sucursal donde trabaja, y saca pecho frente a los bocalanes de la familia que no dejan de fanfarronear con su léxico tabernario. Pero se les ve felices, y a Conchi la felicidad le parece el gran regalo de la vida, aunque sea una felicidad construida con las migajas de los sueños.
Manuela va tocada con una corona de perlas falsas que tejen extrañas y desordenadas flores alrededor del pelo cardado. También está nerviosa pese a su aparente serenidad; incluso parece desganada, pero es el miedo a la partida del puerto seguro. ¿O acaso no está enamorada de ese hombre? Conchi sonríe ante esa ironía, y piensa que aún está a tiempo, que basta con salir corriendo de la iglesia, o con plantarse delante del cura y no tomar los anillos. Le hace gracia que fuera eso, y mira al padrino, a su buen padre ferroviario, orgulloso de llevar al altar a la nena, como la llama, y luego mira de reojo a la madre del novio, una mujer regordeta que ha heredado el temperamento soberbio de sus ancestros militares, la cabeza alta, la mirada fija y los sentidos dispersos en su protagonismo. El cura nombra a los novios y se ponen tensos. Manuela regresa a la vida con los ojos encendidos. Quizá es el momento, piensa Conchi, la huida, pero eso solo ocurre en sus novelas, la fuga con el amante oculto, las noches de lujuria en parajes idílicos. Se gira hacia atrás para ver si la iglesia se ha llenado, si su hermano Jesús ha llegado ya de Barcelona. Venía en tren y ha salido en el expreso de la mañana.
Andrés entra por la puerta, agitado, ajustándose la corbata por el pasillo central en busca de los primeros bancos. Siempre tarde, el don de la familia. Las tías le miran recriminándole por la tardanza, que ni siquiera por su padre, pero la tía Conchi le sonríe; siempre fue su favorito, algo golfo, muy listo y con mucho ingenio. Desde que lo enfrentó a la pila bautismal fue su preferido. Los primos también han vuelto la cabeza hacia Andrés, estos con disimulo, incluso Almudena, que aun siendo de su misma sangre se siente atraída hacia ese canalla de pelo alborotado. Avanza por el pasillo central hasta alcanzar el segundo banco, detrás de su tía Conchi y al lado de la tía Juanita, casi ciega desde la muerte del tío Jesús. Siente todas las miradas clavadas en su chaqueta blanca. No es lo apropiado, piensan las vecinas de su difunta madre, y su tía preferida sonríe y baja la cabeza. El incienso marea, pero todos lo respiran como aliento salubre de sus posibles pecados, y avanzan hacia el padrenuestro que limpia de mácula al arrepentido, deteniéndose otra vez el cura en el nombre de Manuela, en su fe supuesta, en su comunión con los santos, en la Vida Eterna. Ya no hay monaguillos, ni esquililla, ni palabras en latín, y el viejo se abraza a sus hijas para darles la paz, pero apenas siente el tiro de la sangre; no siente más que la tristeza inconmensurable de la soledad a la que asoma el fin de sus días. Se le viene a la cabeza el viaje de novios, la playa de Málaga y aquel paseo en el coche de caballos. El cura continúa con la letanía mecánica y el viejo se sienta frente a Manuela en aquella plaza. ¿Cómo se llamaba? Luego fueron de la mano por las calles, buscándose en el reflejo de los escaparates. Los zapatos de tacón de Manuela marcaban el ritmo de su corazón abierto a todo lo que habría de venir. Los dos estrenaron bañador, y Manuela corría por la playa como la chiquilla que era. Cruzaron hasta Melilla y compraron un reloj de péndolas giratorias. Todavía continúan girando sobre el aparador del comedor, hacia adelante, hacia atrás, hacia adelante. Las hijas dicen que es mejor vender la casa, reducir gastos y atenderlo como Dios manda. ¿Y cómo manda Dios?, se pregunta el viejo perdido en la rugosidad de la madera del reclinatorio. Se debían haber ido juntos. ¿Y qué pasará con Pirracas, el gato? Sus hijas no quieren estorbos en casa, y el animal tiene demasiados años para ser adoptado por alguien. Pero mejor abandonar todo lo que le recuerde a Manuela. Él ya está muerto, y si continúa en pié es porque sus hijas le sujetan de los brazos, y mira al cura que promete paraísos y no siente pérdida alguna. Sí, se cambiaría por él, sin lazos terrenales, si acaso una madre anciana, y escucha la voz de Manuela sonando con dulzura en sus oídos, ajena a su funeral, que se siente a la mesa para cenar, que se ponga el traje nuevo para ir al cumpleaños de Marta, la hija mayor, y le aparta el velo para darle el primer beso como su marido. Ella baja los ojos y se mira el anillo. Una lágrima recorre la mejilla y el fotógrafo capta el momento en que Manuela se recoge el vuelo del vestido y asoma su zapato blanco. Luego gira la cabeza y mira a los invitados, a su hermano Jesús que por fin ha llegado de Barcelona, y lo hace acompañado de Juanita, una joven con gafas. Al otro lado del pasillo está su hermana Conchi luciendo una atrevida minifalda y flores enredadas en el pelo. Es muy bonita, y contestataria, y dice que ella nunca se casará si tiene que hacerlo por la Iglesia. Todos los primos, sin excepción, están más pendientes de sus piernas que de la misa. Los más pequeños ya se han cansado y se muestran inquietos. Quieren salir a la calle, llegar al convite y bailar, que dicen que después de la cena habrá baile. Manuela plasma su firma en el libro, el novio, los padrinos, y los jóvenes ya esperan su salida con las manos cargadas de arroz. Previamente han anudado una hilera de botes al vehículo nupcial aparcado junto a la puerta principal. Mañana a primera hora saldrán en el expreso hacia Málaga. Su primer viaje en primera clase, el hotelito cerca de la playa, el calendario repleto de hojas.
Se abren las puertas de Nuestra Señora y los invitados se condensan en los pasillos, mueven los pies despacio y preparan las cámaras fotográficas, se exhiben. Como una mancha de aceite van saliendo a la explanada y forman un pasillo para recibir a la pareja. Manuela se recoge el vestido para no pisarlo, sus zapatos blancos, la pátina nacarada de los pómulos tocados por el rubor, los granos de arroz subiendo, deteniéndose ingrávidos en la eternidad del tiempo, cayendo sobre el pelo. ¡Vivan los novios!, grita alguien desajustándose la corbata. ¡Vivan los novios!, responden los invitados, y suenan los petardos que lanzan densas fumatas blancas, y él arrastra los pies hacia el coche de Marta. Esos zapatos le matan, al cabo de los años, tras la larga historia que empezó con aquel beso frente al altar de Nuestra Señora, le siguen haciendo daño.