
Resumen
Un escritor pretende escribir un relato, pero la ortodoxia de lo políticamente correcto le hace plasmar un esperpento.
Relato
Equilibrio Pseudónimo: Pato
Tenía la tarde libre y un folio en blanco, e iba a narrar las peripecias de un héroe
que salvaría al planeta de la invasión de los alienígenas.
Me comí media tableta de chocolate, puse la calefacción, algo de música, y desplegué a
los invasores por las esquinas del folio.
Equipé al héroe con un fusil de asalto y munición suficiente para darles un susto,
saliendo a su encuentro por todas las partes de la hoja, pero temiéndome que tanto
espacio en blanco fuera peligroso para un solo hombre, coloqué a Masmarón, que no sé
lo que significa pero que suena a tipo musculado reventando camisetas. Y Masmarón y
el otro, que nunca tuvo nombre, salieron a buscar a los malos.
Y andaba escribiendo esto cuando vino una amiga a casa y me dijo que la
historia no arrancaba bien, que si no había visto las películas, que si no me fijaba, que si
era un machista. Así fue cómo metí entre el guapo y el musculado, a Tina, una morena
de rasgos andaluces y poco más que un taparrabos, pero con sus taconcitos y los ojos y
boca bien pintados. Eso es lo que yo había visto en el cine, gente guapa, atrevida,
canalla. Y los tres andaban por el folio causando grande sensación, y yo los paseaba de
un lado a otro, por arriba, por abajo. Esperaba que aparecieran los alienígenas para que
empezaran a mostrar las grandes cualidades que brotaban de su belleza, destrozando
aquí y allá sin despeinarse, poniendo en apuros al mismísimo Dios, que tendría que
reinventar el Universo. Pero quien apareció, en mi casa, que no en el folio, fue una
parejita, amiga mía también, que era muy intelectual, y se acercó a ver qué mierda
andaba escribiendo. Acercaron las gafas intelectuales al folio casi terminado, se miraron
entre sí y luego volvieron la cara hacia mí para pedirme explicaciones. Que por qué iba
la niña tan destapada, que si era una mujer objeto, que si es que estaba buscando la
excitación sexual del lector, que le quitase los tacones.
No señor, no le quité los tacones, porque yo también tenía mi personalidad, así
que lo que hice fue meter en el trío a otra mujer. El que no tenía nombre, Masmarón y
Tina, ya tenían nueva compañera. Tampoco le puse nombre, porque eso lo haría al final,
pero la diseñé según el buen criterio de mis amigos intelectuales. Llevaba deportivas,
las tetas bien tapadas tras un traje comando que también ocultaba sus piernas… Eso sí,
la hice rubia, con ojos verdes y unas facciones que hacían que Masmarón se derritiera y
perdiera las ganas de ir a cazar a los alienígenas.
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¡Bueno, cómo se pusieron! La parejita dijo que eso no reflejaba la realidad, esos
bellezones, esos cuerpos. Y una tía mía que entró en casa después de haber ido a
comprar el pan, me dijo que ya me valía, que ella pasaba lo de los alienígenas, que ni
existen ni nada, pero que si no sabía reflejar la naturaleza de lo existente. Total, que
dejó el pan en la cocina y dijo que para defender un planeta o cualquier cosa que fuera
defendible, a excepción del concurso de Miss Universo, no hacía falta ser tan guapa. Y
dicho y hecho, que se quedó mirando cómo construía un nuevo personaje, ya por el
folio segundo, una mujer ni joven ni vieja, pero malpeinada y con cuerpo chupado. Las
tetas ni siquiera se las escondí, porque no era necesario; bastaban los bolsillos de la
camisa comando que le acoplé, y era fea hasta causar remordimiento a sus padres. Así
que ya teníamos un comando que no era ni sexista ni machista ni Cristo que lo fundó. Y
así avanzaban por el segundo folio, desplegándose por las esquinas, asomando la gaita y
luego la bocacha; yo sabía cómo hacerlo porque veía muchas películas de asaltos, de
policías, de conspiraciones… Pero un vecino que había entrado en casa al ver a mi tía, a
la que tenía mucho aprecio, dijo que de qué iba, y contesté que de alienígenas invasores,
pero se refería a mí, que de qué iba yo, que tanto fusil, tanta hostilidad, tanta violencia,
que si no sabía escribir de otra cosa.
Pero como he dicho más arriba, yo también tengo mi personalidad, así que no
cambié el argumento, aunque sí decidí quitarle las armas al comando. Ahora se
desplazaban con mayor ligereza por el segundo folio, y solo asomaban la gaita por las
esquinas, miraban, observaban… Y llegada la hora del enfrentamiento, pues que lo
hicieran a puñetazos o lanzándoles piedras a las naves, pero nada de armamento pesado.
Pero yo miraba al comando y no terminaba de convencerme. Masmarón no era nadie sin
el fusil, el guapo andaba como perdido, Tina estaba indecisa entre tirarse a uno o a otro,
la rubia recelaba de Tina y la fea echaba pestes de los tres, maldiciendo al autor de sus
días, que en este caso era yo, doblando sin gran éxito el tercer folio. Los reagrupé para
verlos juntos y calibrar qué es lo que faltaba, y me llamó un primo mío por teléfono, que
ya se había enterado, que cómo era tan racista, que debía meter a un negro.
¡Joder con mi primo, qué razón tenía! Me había olvidado del negro, así que al
inicio del folio cuarto lo agregué al comando y le hice jefe, pasando por delante de
Masmarón y del guapo, y sin que le importaran las tetas de Tina. Si acaso, solo podía
mostrar interés por la fea, pero eso ya lo dejaba yo en sus manos, porque era muy fea. Y
allí que volvió a salir el comando a buscar a los malos, pero al pasar por el barrio chino,
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la dueña del “Restaulante Invita la Casa”, empezó a chillar llamándome gazmoño, que
era mejor que dejara de escribir si era tan arbitrario en la selección de los personajes,
que mucho blanco, músculo y negro de relumbrón, pero que por qué no había ningún
chino en el comando, que ellos también sabían atacar a los alienígenas con piedras y
puñetazos. Y coloqué en el comando a un primo suyo, que era el cocinero, poniéndolo
como segundo al mando, y protestó mi tía, que qué pasaba con la fea, y la puse de
comandanta, pero vino un moro que andaba vendiendo grifa en una esquina del barrio
chino, y dijo que si el chino entraba también lo haría él, que el Islám también tenía
Dios, y madres e hijos.
Joder, tuve que reagruparlos de nuevo y ver cuántos éramos, porque la historia
se me podía ir de las manos si no calculaba bien las fuerzas: no era lo mismo un
comando que un colegio de excursión. Eran siete, y si hacía caso al moro serían ocho,
pero me cayó muy bien con su chilaba de rayas y su bonete, así que le dije que qué
cargo quería tener en el comando. El guía, me dijo, y le puse al frente, seguido de la fea
y del chino. El negro protestó por dar supremacía al moro, y el chino dijo que Tina
estaba muy buena, pero salieron en defensa de la decencia de la niña, Masmarón, que se
hinchó como un sapo frente al negro, y el guapo que no tenía nombre, que con su
sonrisa sagaz y una caída de ojos dio a entender que quedaba mucha historia y mal se le
tenían que dar las cosas si no terminaba acostándose con Tina. Hubo alguna palabra más
alta que otra, me llamaron de la embajada de Siria, también de Hollywood, y todos
aplaudían mi talento por ser ecuánime en la selección de los personajes. Pero entonces
vino a casa un amigo mío que hacía muchos años que no veía y era muy bueno
haciéndonos pajas cuando éramos menores de edad. Nos saludamos efusivamente,
preguntamos por nuestros respectivos oficios, y yo le dije que esa misma tarde me había
hecho escritor, que echase un vistazo al relato que estaba escribiendo y que estaba
levantando tan buenas críticas. Me miró como si no diera crédito a lo que había leído,
separó la cara de la mía para verme mejor, y luego miró a su marido, le cuchicheó algo
en la oreja y, al unísono, me dijeron que ahí faltaba un marica.
¡Hostias, un marica, es verdad! No sé en lo que había estado pensando, pero es
cierto que un relato no debe ser homófobo, así que metí en el comando a un marica al
que siguió una lesbiana, y luego pidió pista un trans, y antes de terminar el folio terminó
alistándose un ser que decía no saber aún cuál era su género, que lo tendría que meditar.
Lo admití bajo su promesa de hacérmelo saber antes de iniciar el folio siguiente, pero ni
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lo hizo ni tenía ganas, que solo quería estar allí para representar a los seres de su calaña.
Por supuesto, metí uno de cada raza, y luego, en los que tenían sexo definido, añadí el
género contrario. El comando se fue a la mierda, porque eran muchos y se había perdido
el protagonismo. Los guapos y fuertes querían recuperar el liderazgo, pero los feos les
pisaban las agallas, y los otros decían que por qué tenían que enemistarse con los
alienígenas si había Tierra para todos. Pero ahí no llevaban razón, porque los
extraterrestres estaban empeñados en conquistar el poder y esclavizar al ser humano. Yo
se lo decía, que era así, que yo era el autor y sabía de qué hablaba, así que les compré un
autobús y les dije que formaban parte de una fuerza especial del ejército español. El
guapo me miró desde el folio, y entonces decidí poner al ejército bajo la bandera de los
Estados Unidos, que eran los únicos capaces de hacer las cosas bien, pero empezaron a
entrarme llamadas de los colectivos antiimperialistas, que si su bota, que si su dominio,
que si tanta chulería. Y ahí me detuve, antes de entrar en el folio siguiente. Necesitaba
saber bajo qué bandera actuarían, y entonces subió Gregorio, el dueño de la frutería que
había en los bajos de mi edificio, y dijo que era mejor que fuera una fuerza
multinacional, que hubiera europeos, y negros, y amarillos, y panchitos. A mí me
pareció que eso era mucho lío, que solo tenía un autobús donde meter a esa fuerza, y
que tanta diversidad precisaría de más logística. ¡Coño, apátridas!, dijo Consuelo a
través del tabique, mi vecina asturiana, pero el de arriba descolgó la voz por el patinillo
y me dijo que lo mejor era que fuese una fuerza manchega insubordinada al ejército
español, que eso daba mucho juego, la insumisión, la valentía de los héroes del campo.
Y así hice, matriculando el autobús en Valdepeñas y mandándolos a enfrentarse
a los alienígenas de Castilla-La Mancha con palos y piedras. Los editores se reían de mí
viendo el rumbo que iba tomando mi historia, que quién coño iba a comprar eso, que si
La Mancha que si los “sin género”, que lo que vende es la normalidad. Les dije que lo
mío era normal, que no era machista, ni sexista, ni homófobo, ni racista, que no seguía
el canon de los escritores esclavizados por el poder y esto y lo otro. Me mandaron a la
mierda, y que no llamara a su puerta a molestar, pero yo sabía que estaba defendiendo la
justicia de la igualdad, y que mi relato sería rompedor en las filas más progresistas del
país.
Pero no está completo, dijo uno de la ONCE, que los minusválidos también
existen, y subí a un ciego al autobús para que lanzase piedras a los alienígenas por el
sistema braille, y a un cojo, y también a una chiquilla que iba en silla de ruedas y no
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quería ser menos. Cambié el autobús por uno de dos pisos para que pudieran entrar
todos, y luego lo hice accesible para la silla de ruedas, poniendo rumbo a los montes
donde se escondían los alienígenas más malos, aunque no eran los más peligrosos,
porque estos habían descendido sobre Estados Unidos, ya que en las guías de turismo
del cosmos figuraban como los únicos habitantes del planeta. Luego se dieron cuenta de
que los demás también existíamos, y nos mandaron unos alienígenas que eran unos
auténticos hijos de puta.
Volví a reagrupar a los personajes, guapos, feos, negros, maricas, mujeres,
hombres, tullidos. Los puse en fila y los fui revisando uno por uno mientras subían al
autobús, y pensé si realmente debían irse a buscar alienígenas, si podrían combatirlos y
expulsarlos. Y entonces mi padre, que estaba en pijama porque ya se iba a la cama harto
de la vida, me dijo que ahí faltaba algo. El qué, papá. Un alienígena, contestó
levantando un dedo frente a mis narices.
Entonces lo entendí. No se puede excluir a nadie, y metí un alienígena en el
autobús que iba a combatir a los alienígenas, y el relato terminó de encontrar su
equilibrio. Ahora los editores no dejan de llamar a mi puerta pidiéndome escritos puros,
limpios de hollín, donde todo quepa, incluso si es necesario, la literatura y el sentido
común.