La mirada de Gálata


Autor: Pato

Fecha publicación: 14/03/2023

Certamen: II Certamen

Resumen

Estambul, un paseo por el Cuerno de Oro. Un perro callejero busca la caricia de unos turistas, que no le llega porque no tiene cabida en su casa de Madrid. De regreso del paseo encuentran muerto al animal, contra una palmera, atropellado por un vehículo.

Relato

La mirada de Gálata Pseudónimo: Pato
Los traficantes de turistas se desplazan entre la maraña que envuelve los accesos al Puente Gálata: vendedores de castañas, puestos ambulantes de kebab despidiendo monótonos aromas de carne asada, turistas recién llegados a Estambul, aún despistados junto a las márgenes del Bósforo, trabajadores que embarcan y desembarcan de los ferris que cruzan sus aguas. Las cañas asomadas al balcón del puente recrean una estampa antigua codiciada por los foráneos. Nosotros ya hemos realizado la singladura turística fluvial que nos llevó a lo largo del canal besando mezquitas y palacios, cruzando bajo las dos grandes autopistas aéreas que unen la vieja Europa con Oriente, fotografiando fortificaciones y sintiéndonos en medio de una cultura que, por lejana, añade un toque de magia a nuestras vacaciones. Pero los truhanes que buscan carga de turistas para llenar los barcos siguen aquí, sin desaprovechar ninguna oportunidad de asalto al que se entretiene en el encuadre soñado para el Puente Gálata, comprando castañas o curioseando los puestos sembrados entre los embarcaderos y el torbellino de vehículos que, yendo y viniendo de todas partes, se remansa unos instantes para volver a dispararse con habilidosa anarquía. Esbozo sonrisas de cortesía para zafarme de los oteadores de turistas, pues no acabamos de llegar a la ciudad y, a fin de cuentas, ya somos viejos zorros tratando de pasar inadvertidos. Amablemente me devuelven la sonrisa y, de inmediato, como si no les bastase mi posible excusa, me hablan de su maravilloso galeón y la gran suerte que tenemos de habernos topado con ellos.
Solo queremos caminar por el Cuerno de Oro antes de abandonar la ciudad, pasear tranquilamente por sus dos orillas hasta llegar al punto en que las aguas se bifurcan conquistando sus orígenes. Mezquitas, Gran Bazar, palacios, Bósforo y mercadillos callejeros; ya lo hemos visto todo, escondiéndolo en minitarjetas fotográficas, discos de grabación, celuloide y laberintos de nuestro cerebro; todo se volcará a la llegada a Madrid para viajar de un modo más pausado y haciendo los comentarios que ahora se nos pueden pasar por alto. El cielo se ha ido cubriendo de nubes a lo largo de la mañana, entorpeciendo la luminosidad diáfana que nos ha acompañado en jornadas anteriores.
Dejamos atrás el multicolor mosaico de vendedores, turistas y rufianes, y avanzamos hacia la terminal de autobuses, destartalados ómnibus estacionados con un incomprensible orden que demuestra cómo la efectividad no está reñida con el caos. Decenas de líneas convergen en este punto, y de los buches azulados y rojos saltan raudos pies, bonitas caras semicubiertas por velos, bigotes turcos empenachados de orgullo racial. Todos corren de uno a otro vehículo para cambiar de ruta, o cruzan hacia los embarcaderos, o trepan las escaleras para llegar al otro lado de la gran arteria por la galería elevada. A pocos metros de los autobuses está la entrada a uno de los aparcamientos de la zona, en cuyo acceso y dentro de su pequeña cabina, se aposta la cara aburrida del que seguramente no concibe mayor orden que el trepidante desconcierto desarrollado frente a sus narices.
Bajo la barrera, haciéndolas sonar en el asfalto, vienen a nuestro encuentro las pezuñas de un perro grande de raza indeterminada. Estambul no es una ciudad de canes; sí de gatos, reyes de mercados y callejones, confiados a la caricia de todo el que les quiera dedicar unos minutos. Ellos se exhiben en piruetas y ronroneos, a veces reclamando comida, y otras simplemente por el encuentro con la caricia. Pero esto es un perro, animal escaso en esta ciudad y más necesitado de afectos. Algo me hace sospechar que su hogar está entre los coches aparcados por los trabajadores que cruzan el Bósforo en los atestados ferris, pero advierto en su mirada el deseo de establecer su residencia junto al primero que le preste atención. Moviendo el rabo camina detrás de nosotros demandando su caricia; la mirada denota la alegría contenida ante un asunto tan sencillo y tan próximo a darse: solo quiere que nos detengamos, que me agache y abrace su pelaje café con leche. Nos lo agradecerá dejando correr el negro hocico por manos y cara.
Me detengo ante sus ojos, ante el oscilar indeciso de su poderoso rabo, ante el impulso reprimido de sus cuartos traseros. Quiere saltar, pero en su mirada leo el miedo de los castigados, de los que viven de prestado y aplauden con cabriolas la mínima atención. Sus ojos preguntan, piden permiso para seguir robándonos unos segundos de paseo, quizá si nos sobra un pequeño afecto. ¿Quién puede negárselo al corazón que palpita en su pecho?
Sin embargo, a veces la realidad muestra su lado cruel al advertirnos de las consecuencias de una acción que brota limpia. No es el primer perro que nos sale al encuentro en este mundo, y la experiencia ha activado todas mis alarmas: en cuanto establezcamos contacto con él, se considerará incluido en este largo paseo por el Cuerno de Oro. Razón y sentimientos establecen una batalla que ha de resolverse en el fragor de unos segundos. La razón acomodada grita que este perro está acostumbrado a la falta de amor, a vagar por una ciudad repleta de peligros, a sortear la hambruna y el atropello, y nosotros no podemos alojarlo en el hotel ni viajar con él a España. Ni siquiera podemos garantizarle un futuro mejor en otro punto de la ciudad; siempre querrá seguir tras los pasos de quien le ha hecho feliz por unas horas. ¿No le hemos tirado un palo y él ha ido tras él? ¿No ha saltado a nuestro alrededor para agradecernos el juego? Se preguntará qué ha cambiado, al finalizar la tarde, para apartarlo de nuestro lado. Será nuestra sombra por las márgenes del río, ladrará a todos gritando que la suerte le ha cambiado de modo definitivo, pero tendremos que enfrentarnos otra vez a su mirada en la puerta del hotel. “Tú no puedes entrar, solo has vivido el sueño de unas horas, no mereces la felicidad: vete”.
El perro ahoga el ladrido y cabecea a un metro de distancia. No sabe leer si tras sus zalamerías vendrá aparejada una patada o un reconocimiento a su intento de acercamiento. “No le hables, no le toques” Esas son las frases que se me desprenden de los labios para no hacerle concebir esperanzas.
Nos sigue durante un tiempo. Caminamos deprisa y él se entretiene hociqueando en los coches aparcados junto al río, pero sin perder de vista a los que seguramente robará una caricia. Mis sentimientos, acorralados, aún no se rinden, y siento su corazón acelerado junto al mío, sus pezuñas arañando la inocencia de los sueños irracionales.
Vuelvo la cara una vez más. El animal se ha detenido junto a una palmera y nos mira con los ojos profundos de la orfandad que no ha sido acreedora de un mínimo agasajo, allí, quieta y atenta a cualquier decisión de última hora, al vuelco del corazón que no haga caso de esa realidad que él no entiende. ¡Solo una caricia!, grita su mirada triste según nos alejamos, y luego, enlenteciendo el movimiento del rabo, agacha la cabeza y acepta nuestra indiferencia. Poco después dejamos de verle; la razón, subida al estrado de los vencedores, arenga a sus tropas para que fortalezcan sus consignas, y a los que han perdido la batalla les invita a aceptar sus condiciones.
Los primeros tramos del camino están afectados por ese pecado de omisión, pero tratamos de conformarnos afincando en nuestra conciencia la imposibilidad de actuar de otra manera. El perro habrá regresado al aparcamiento y seguirá intentando su cambio de fortuna, como seguramente está haciendo desde que se ha cobijado allí. Los empleados le atenderán, aunque solo sean unas sobras de bocadillo y una caricia al paso. Debe de tener uno o dos años, lo suficiente para haber aprendido que fuera de los coches aparcados vibra el torbellino peligroso que puede acabar con su vida; “sabrá cuidarse”
Entramos en un museo al aire libre, vemos la puesta de sol sentados en un banco del Hasköy Parki y seguimos el curso de las remansadas aguas como si no tuviéramos nada pendiente. Pero de vez en cuando los ojos del perro que nos ha mendigado una caricia, penetran en mi cerebro y lo queman. Necesito saber de su suerte, afianzar mis razones para no haberle tocado.
Cruzamos los dos puentes sobre las aguas desdobladas del Cuerno de Oro y emprendemos el regreso al corazón de Estambul. La noche ha caído sobre la ciudad hace más de una hora, y las mezquitas tildan de magia ambas laderas. Sus luces doradas definen los altos minaretes que hablan de un Dios con la respuesta a todas las zozobras del ser. Nos acercaremos nuevamente al aparcamiento, veremos ondear el rabo del perro por encima de las chapas oscuras, y luego cenaremos con los pesares descargados.
La penumbra de los últimos jardines de la calle Ragip Gümüspala empieza a desvanecerse según nos acercamos a la concurrida zona de los embarcaderos. Las manos me sudan ante el nuevo encuentro que verificará la única dicha posible para ese animal, y la angustia de no poder abrazarlo. Intrépidas formas humanas se dibujan en contraluces arriesgados sobre la gran arteria, gentes que brotan a borbotones de las oquedades abiertas de los ferris, voces de vendedores que no se rinden, turistas buscando los bajos del Puente Gálata para una cena romántica. Todo hierve ante nosotros, y la ansiedad, y el paso algo más acelerado…, y ese cartón junto a la palmera…
Un presagio me hace soltar la mano de Elvira y llevar mis pasos hacia allí. El corazón golpea en mi pecho mientras me agacho hacia el animal tapado y aún caliente. Ha sido atropellado y arrastrado hasta la base de esta palmera desde la que horas antes nos suplicaba compañía. Tengo ganas de llorar y no puedo, acaricio su pelo muerto y me enfrento a sus ojos que, libres de reproche, apuntan directamente a mi corazón. Le toco el hocico húmedo y le lleno de caricias por si aún puede aceptarlas en su viaje hacia el Cielo de los perros. Levanto la mirada y veo la oscuridad asaltada de minaretes y símbolos divinos. El pulso me tiembla cuando vuelvo a taparlo con el cartón, y un grito interno rompe las celdas y asesina a los soldados de la lógica, pero ya es tarde.
Al día siguiente un taxi nos recogió en el hotel, poco antes de la amanecida, para llevarnos al Aeropuerto de Atatürk. Llovía sobre la ciudad, sobre mi conciencia, sobre el avión que sobrevolaba Estambul camino de España. Desde el aire pude ver el Bósforo, el Puente Gálata y las palmeras de Ragip Gümüspala. En la base de una de ellas estaba ese perro sin nombre cuya mirada me perseguirá durante mucho tiempo.