
Resumen
Marta descubre un universo paralelo inquietante y misterioso. Desea dejarlo atrás. ¿Lo conseguirá?
Relato
UNIVERSO PARALELO
Por Onatik Ikurah
Imposible correr más deprisa. Por más que se empeñaba, sus pequeñas piernas limitaban el impulso muy por debajo de sus deseos. Al doblar la esquina de la catedral, se detuvo de golpe. Pegó la espalda a la pared y cerró los ojos con tanta fuerza que la presión le produjo una acerada punción en las sienes. Entonces, con determinación, fue abriendo paulatinamente los párpados. La luz, en forma de diminutas agujas, penetró por sus pupilas tatuando en la retina una copia exacta del mundo que se revelaba justo frente a ella. Esperó un minuto. Tenía que atesorar el valor suficiente para examinar el suelo bajo sus pies. Sabía muy bien lo que iba a encontrar, solo intentaba retrasar el momento de corroborarlo. Una vez recuperado el aliento, llenó los pulmones de aire, lo soltó con calma y dejó caer la mirada.
Marta acudía a casa del tío Ernesto todos los fines de semana. Cada sábado, después del desayuno, se perdía en su vetusta biblioteca y hurgaba, con inquieta curiosidad, como quien rebusca con sigilo un objeto prohibido. Elegido el libro, se acomodaba en el primer peldaño de la escalera de madera, bajo el ventanal; su rincón favorito. Se filtraba una claridad seductora que incitaba a la lectura. Además, en las pocas ocasiones en las que levantaba la vista, le entusiasmaba dejar su atención suspendida en las motas de polvo que, brillando a contraluz, flotaban en el ambiente ejecutando una improvisada y aérea coreografía. Imaginaba diminutos planetas viajando a la deriva, describiendo trayectorias fortuitas en el vasto universo de aquella estancia. Hacía unos días que había descubierto un tratado sobre cosmología filosófica. No se podía decir que fuera de fácil entendimiento para una cría de su edad. Aun así, Marta detentaba una mente despierta y los dibujos a plumilla eran detallistas en extremo y de una atildada ejecución. En una ocasión, se atrevió con un párrafo indescifrable. Una frase llamó su atención: Si se alcanza la velocidad adecuada, es posible dejar atrás tu propia sombra. Las letras destacaban en el texto, como cuando se escribe en negrita, y se exhibían con una certeza aplastante entre la amalgama de caracteres. Aquello le suscitó interrogantes tan insólitos como atractivos.
A partir de ese instante, no hubo marcha atrás. En su pueril y testaruda mollera se había instalado la idea de llevar a cabo tal magna empresa; y excéntrica, no cabe duda. Desafiar a la oscura silueta adherida a sus pies, se presentaba como un reto divertido. Había que intentarlo.
En vacaciones, y desde muy pequeña, gastaba las horas tumbada sobre la cama observando las sombras que se atrevían a colarse por la ventana. Como en una película muda, representaban su farsa sobre la pared blanca del dormitorio. Algunas tenían prisa; se cruzaban con otras que, a la misma velocidad, se deformaban al llegar a la cenefa del techo. Sin embargo, a veces, permanecían durante largos ratos mientras charlaban, discutían o reían enloquecidas. Y, todo, en el más absoluto y estremecedor silencio.
Había algo en ellas que le inquietaba. Parecían mirarla de reojo, como esperando el momento idóneo para ejecutar un plan maquiavélico. Por eso, en ocasiones, Marta se ocultaba bajo las sabanas huyendo de las miradas inexpresivas de los enigmáticos actores que visitaban su cuarto. Reflexionó y, al cabo de unos días, descubrió sus verdaderas intenciones. Estaba convencida de que cuando el sueño la venciera y sus pensamientos volaran por los bucólicos paisajes de su psique, las figuras oscuras se arrastrarían por la pared hasta llegar a su cama y arrebatarle, así, el alma. Las sombras coleccionan almas; tienen millones atrapadas en su universo paralelo. Cualquier niño de su edad sabe que, esta, es una afirmación irrefutable. Por tanto, al menor indicio de cansancio, se levantaba de un salto y, sin mirar atrás, se abalanzaba sobre las cortinas para cerrarlas con un gesto enérgico y conciso. Entonces, las voces, las risas y los lamentos, todos en silencio, se desvanecían a la par que sus ojos cerraban el telón dando la función por concluida.
Tras la esquina, apoyada en la fría piedra, Marta seguía inclinando la cabeza en dirección a los pies. Lo hacía con un minucioso control de sus movimientos, como a cámara lenta. Sus ojos habían terminado de abrirse unos segundos antes. Las manos le sudaban y el corazón golpeaba su pecho con fuerza. Volvió a respirar profundamente. Cuando, por fin, alcanzó a ver el suelo, se quedó perpleja. Miró en todas las direcciones, levantó los pies e inspeccionó las suelas de los zapatos para asegurarse… Ya no estaba allí. Sorprendida, tardó un rato en asimilarlo. Pero los indicios eran suficientes para evidenciar el perturbador suceso: su sombra había desaparecido. Después de muchos intentos, de innumerables y vertiginosas carreras, había conseguido dejarla atrás. Eufórica, volvió a cerrar los ojos y se recreó en las tardes de verano junto a las sombras de la pared. Esbozó una sonrisa victoriosa y alzó la mano como el púgil que acaba de abatir a su adversario con un certero nocaut.
Luego, inspiro el aire húmedo y el olor a tierra mojada inundó sus anhelos. Abrió el paraguas y prosiguió el camino a casa del tío Ernesto. Disfrutaba jugando a perder su sombra en los días de lluvia. Esos días en los que la luz difusa oculta las siluetas atonales que nos acompañan impertérritas. Días en los que las sombras se toman un breve pero merecido descanso; el suficiente para hacer recuento de las almas de los niños que se quedaron dormidos en su universo paralelo.