El río


Autor: Moriarty

Fecha publicación: 15/03/2023

Certamen: II Certamen

Resumen

Un padre y su hijo arreglan una moto Vespa en el garaje de su casa cuando una hilera de coches de policía acude al río que rodea el pueblo donde viven. Han encontrado el cadáver de Bruno, un vecino del pueblo con problemas económicos. Cuando el hijo vuelve a pasar por el río años después, se sentirá tan atraído por éste, que intentará reconstruir las últimas horas de vida del fallecido, recordando detalles que al parecer, la gente del pueblo desconocía, descubriendo por fin, cuál fue el motivo de lo ocurrido.

Relato

EL RÍO

A Bruno lo sacaron muerto del río. Aunque la gente solía bañarse allí, Bruno no se ahogó. No había agua en sus pulmones y sí muchos huesos rotos.

Cada vez que volvía al pueblo y pasaba por allí, disminuía la velocidad de mi Vespa azul. Desde aquella muerte, me sentía atraído por ese lugar, como si hubiera un imán en su fondo. En mi anterior visita me paré junto a él observando el brillo del sol sobre la superficie del agua corriendo. Me vinieron muchos recuerdos: las tardes que mi padre y yo pasábamos en el garaje trabajando en la moto que había comprado para personalizarla juntos; mi hermana llorando sobre la mesa del comedor y mi madre consolándola mientras mi padre se mantenía en silencio; los largos días de verano; la policía y los rumores; la arrogancia de los hermanos Pedraza; los intentos de reconstruir el último día de la vida de Bruno.

Él y mi hermana Tania vivían en la misma calle que mis padres, aunque en el otro extremo. Yo pasaba por su casa todos los días cuando volvía en bicicleta desde el colegio, soñando cómo sería volver subido en la moto que estábamos creando.

Ese día, Bruno tenía resaca y se sentó en el sofá mientras se liaba un cigarro. Tania le preparó café. Estaba callado y ella sabía que algo le preocupaba. Le debía dinero Darío Pedraza y a su hermano Álvaro, y ambos se estaban impacientando.

Cuando le contó esto a la policía, quisieron saber de cuánto dinero se trataba. Tania les dijo que Bruno había comprado un par de escopetas de caza a Álvaro y que aún no les había pagado. Pero finalmente le contó a los agentes la verdad, puesto que ya no tenía nada que temer. A esas alturas Bruno estaba en la morgue.

Bruno bebió su café y se fumó un cigarro, se duchó y se puso un pantalón tejano y una camisa azul marino. La misma ropa con la que moriría. Le dijo a mi hermana que iba a visitar a un amigo y salió como siempre lo hacía, con los neumáticos chirriando y levantando una nube de polvo que flotaba en el aire durante unos segundos. Por lo visto, se detuvo en una tienda a comprar más tabaco y una bebida energética. Mientras estaba frente al mostrador, Álvaro entró y se le acercó por detrás.

—Voy a ir a recogerlo hoy.

Eso fue lo que la cajera escuchó, aunque en ese momento no supo qué significaba. Dijo que Bruno no respondió, o que si lo hizo, no lo escuchó. O tal vez ella sabía algo más. De hecho, todos sabíamos algo más, pero lo último que quería la gente del pueblo era estar en el bando contrario a los hermanos Pedraza. Mi padre había ido al instituto con los dos, y ya por entonces armaban escándalos por toda la comarca intentando labrarse un nombre.

Después de que Bruno saliera de la tienda, fue a pedirle dinero a mi padre. Cuando aparcó, estábamos en la puerta del garaje apretando los frenos de la moto. Habíamos pasado las últimas dos semanas trabajando en ella.

Bruno salió de su coche y mi padre lo miró de manera fría. Se quedó en silencio y esperó a que le hablara.

—¿Podemos charlar a solas? —le dijo Bruno.

Se dirigieron a la cocina, y segundos más tarde fui tras ellos. Me quedé en silencio, sin apenas respirar. Mi padre estaba de pie junto a la encimera con los brazos cruzados. Bruno frente a él con la desesperación supurando su piel.

—Por favor, no te lo pediría si tuviera a alguien más a quien acudir. Lo juro por dios. Te lo devolveré.

Mi padre lo interrumpió con una sonora carcajada.

—Esa pedazo de mierda que conduces no vale ni mil euros. Mucho menos cinco mil. Ya que vienes aquí rogándome dinero, al menos ten los cojones de no mentirme.

Los mentirosos eran el tipo de persona que más despreciaba mi padre. Casi tanto como a los que golpeaban a sus mujeres. El novio de mi hermana cumplía ambas.

—Está bien, pero no es lo que parece —dijo Bruno con tono sumiso—. Les compré algo de cocaína y les debo dinero. Pero fue solo una vez…

Era una versión de la historia que todos habíamos escuchado alguna vez.

Mi padre, aunque algo más bajito que Bruno, se puso delante suyo.

—¿Y tengo que arreglar yo tu desastre? ¿Qué clase de hombre eres?

Era una pregunta retórica. Un mentiroso. Un cobarde. Un tipo de la peor calaña.

—Pagaré a los Pedraza por ti con una condición. Que dejes a mi hija y te vayas del pueblo. Ese es el trato.
—Pero no puede pedirme que me vaya y ya está. No es tan fácil.

Mi padre lo agarró por el cuello y lo puso contra la pared.

—¿Crees que me importa una mierda si Darío o Álvaro te dan una paliza o te pegan un par de tiros? Te vas a ir de este pueblo, y si alguna vez vuelvo a ver un rasguño a mi hija, te corto ambos brazos.

Luego dio un paso atrás, y se volvió a apoyar en la encimera como si ese tenso momento nunca hubiera ocurrido. Bruno se quedó pegado a la pared por unos segundos mirando a mi padre. Dio media vuelta sin mediar una sola palabra y se fue. Me vio allí, en el pasillo, y sus ojos se encontraron con los míos sabiendo que yo había presenciado un momento de absoluta humillación. Chocó su hombro contra mí para apartarme. En ese momento sentí un escalofrío de miedo. No por mí, sino por mi hermana. Mi padre lo había herido y sería ella quien pagaría por ello.

Salió de nuestra casa y volvió a la suya. Allí, según contó Tania a la policía, discutieron. Le preguntó si se iría del pueblo con él, y ella contestó con una rotunda negativa. Utilizó el chantaje, y le dijo que si realmente le quería, se marcharía junto a él. Mientras discutían, mi hermana supuestamente tropezó, se golpeó la cara con la nevera y se partió el labio y la ceja.

Más tarde, Bruno condujo hasta el bar en el que los Pedraza bebían al salir de trabajar. Se emborrachó y empezó a hablar más de la cuenta, jurando que no tenía miedo de nadie, y mucho menos, de los hermanos. Sacó una navaja del pantalón, y dijo que estaría listo para matar a cualquiera que viniera a por él. Sobre las nueve de la noche el dueño del bar lo echó. Su mujer, que estaba fuera, lo vio marcharse. Fue la última en verlo con vida antes de que lo sacaran del agua hinchado y con varios huesos rotos.

A la mañana siguiente Bruno no estaba en su cama y mi hermana empezó a llamar a todos sus amigos para saber si lo habían visto. Dos días después, su cuerpo salió a la superficie del río y fue descubierto por un hombre que pescaba. Los hermanos Pedraza fueron detenidos para ser interrogados.

Después de su encuentro con Bruno en la tienda, Álvaro Pedraza se había ido a ver el partido de fútbol de su hijo. Se quedó en una esquina sin llamar la atención. Después, se lo llevó a cenar. Luego lo dejó en casa de su madre para marcharse junto su hermano Darío. Ambos se sentaron y bebieron un par de botellas de whisky. En algún momento alrededor de medianoche, Darío se fue a la cama y Álvaro se estiró en el sofá a dormir. Cada uno de ellos era la coartada del otro. Nada los unía al río.

Aún así, muchos en el pueblo creían que habían sido ellos. Otros dijeron que no tenía sentido que los hermanos mataran a alguien por tan poco dinero. Después de todo, matándolo, nunca recibirían el pago. Ambos hermanos contaron a la policía que Bruno había cabreado a mucha gente, y que tal vez, se encontró con la persona equivocada tras salir del bar.

La policía vino a vernos al día siguiente. Alguien les había contado que vieron su coche aparcado en nuestra casa. Mi padre les contó que Bruno vino a pedirle dinero mientras trabajábamos en nuestra moto. La señaló con la cabeza a través de la ventana.
Uno de los policías negó con la cabeza y se rió. Miré a mi padre con preocupación.

—No tiene que estar muy orgulloso de que su hija estuviera con alguien como él —dijo el policía.
—Pues claro que no.

Deseé por su propio bien que mintiera. Que no admitiera que había odiado al novio maltratador de su hija para evitar que pudieran sospechar de él. Pero mi padre siempre decía que la palabra es todo lo que uno tiene. Que yo debía ser alguien en quien todo el mundo pudiera confiar.

Cada vez que visitaba a mi padre, nos poníamos en la puerta del garaje después de cenar. Igual que hacíamos cuando yo era pequeño y aún vivía con él. Había algo relajante estando ahí fuera. El olor a gasolina; el brillo de las farolas…
Mi padre sacó dos cervezas de la nevera y me lanzó una. Nos quedamos bebiendo, mirando la carretera. Me preguntaba si mi padre sentiría la misma atracción que sentía yo por el río.

—¿La gente piensa todavía que fueron los Pedraza los que mataron a Bruno? —pregunté mirándole de reojo.
—Sí, supongo que sí. Aunque la gente ya no habla de aquello. Han pasado muchos años.

Recordé el día en que sacaron a Bruno del río. La hilera de coches de policía pasó por delante de nuestro garaje. La solemnidad de las sirenas y las luces. Aquel tenso momento con mi padre cambiando la moto de sitio al oírlos.

—Papá, para, te van a ver —le supliqué.

Se detuvo lo suficiente para mirarme.

—Todo el mundo sabe que hemos estado arreglando esta moto. Nadie va a pensar nada raro.

Tenía razón, como siempre. Todos estaban demasiado ocupados pensando en los Pedraza. De hecho, los policías miraron directamente a la moto el día que vinieron a preguntarnos por Bruno.

Mi padre compró un retrovisor nuevo para reemplazar el que estaba roto y llevó la moto a pintar después de quitarle la abolladura. Y nadie dijo nada, excepto para preguntar de qué color la quería y para cuándo la necesitaba.

El paso de los años no ha borrado ni un solo recuerdo de aquellos días. Mi padre en la oscuridad sacando el cuerpo de Bruno de la carretera, llenándole los bolsillos de piedras para que tardara en salir a flote y que al menos, pasara el tiempo suficiente para que las pruebas en su cuerpo desaparecieran. Aquella carretera hacia el río. Yo cogiendo velocidad para probar el funcionamiento de los frenos. Girar la curva y verlo allí. Su mirada de rabia frente a mis faros. Y por un instante lo vi de nuevo golpeándome en el pasillo de mi casa; aporreando a mi hermana hasta destrozarle la cara. Hubo un momento en el que podría haber frenado. Pero no lo hice. Podría haberme desviado. Pero no lo hice.

Mi padre estuvo allí minutos después de que lo llamara. Se detuvo junto a mí, mirando el cuerpo sin vida de Bruno en medio de la carretera. Puso sus manos sobre mis hombros.

—Escúchame bien. Esto ha sido culpa mía. Era yo el que conducía. Nunca volverás a hablar de esto. ¿Entiendes?

Me dio sus llaves, y me ordenó que condujera hasta casa, me duchara y me acostara. Entré en su coche, y cuando arranqué, vi por el retrovisor aquella moto Vespa azul en la que tanto habíamos trabajado tirada a un lado de la carretera.

Esa noche supe, como siempre lo había hecho, que mi padre haría cualquier cosa para protegerme. Porque él sabía en qué clase de hombre iba a convertirme; uno que haría cualquier cosa por los suyos. Como él siempre había hecho con nosotros.