Blancanieves


Autor: C.H. Strauss

Fecha publicación: 15/03/2023

Certamen: II Certamen

Resumen

Luego del misterioso asesinato de su nieto en el pueblo de Longvill, una anciana no dejará impune al principal sospechoso: un abogado ricachón con un turbio pasado y mucho por esconder.

Relato

BLANCANIEVES

—Inocente—dijo el juez.

Pero el pueblo sabía que no era verdad. El viejo Revern llevaba apenas un año en el pueblo de Longvill, al norte de New Phoenix, cuando sucedieron las tres desapariciones. Los tres nietos de una vieja gitana, huérfanos de padre y madre. El último había sido un niño de tan solo cinco años. Su madre había muerto en el parto, luego de días de agonía constante en la que ella decidió morir a cambio del bebé; su padre, en cambio, había muerto unas semanas después, totalmente alcoholizado luego de un mal golpe en una trágica pelea de bar.
La vieja se había hecho cargo de ellos desde entonces; la única herencia que le habían dejado los padres era una cochambrosa casa a las afueras del pueblo, unos dientes de oro y un set de siete enanitos de juguete que habían pasado de generación en generación. Los niños solían jugar juntos al escondite en el bosque norte de Longvill. Primero se escondió uno, y ya no volvieron a saber de él. Luego el segundo desapareció yendo a rellenar las botellas de agua. El tercero y último, el más pequeño de los tres y el más querido por la abuelita, fue encontrado muerto y enterrado a pocos metros de la casa del viejo Revern.
El anciano vivía cómodamente retirado en un chalet a las afueras del pueblo. Lo había pagado luego de décadas enteras trabajando como abogado a favor de las grandes casas de apuestas, las inmobiliarias y algún político con trapos sucios que esconder. Tenía una barba blanca y lisa en la que enrollaba trenzas floridas que le daban a su figura un aspecto de cuento de hadas. Vivía solo y no frecuentaba el pueblo más que para hacer las compras una vez al mes. Cargaba su cesta con comida y, una vez llena, la pagaba y se volvía en su mercedes rojo del 52.
Cuando llegó el juicio el viejo Revern pudo pagarse a los mejores abogados del estado, que no dudaron en sacar los resquicios más ocultos y rebuscados de la ley para que saliera indemne. La vieja gitana, en cambio, tuvo que gastar todos sus ahorros para permitirse un abogado medio en condiciones. El juicio se alargó y la vieja se quedó sin dinero. Tuvo que empeñar sus dientes de oro para poder pagar un mes más al señor abogado. De nada sirvió.

El juez lo declaró inocente, y dos días después el viejo Revern volvía a asomar su barba blanca y trenzada por la ventana del mercedes rojo, paseándose como si nada por el pueblo.
—Se arrepentirá por lo que ha hecho—dijo la anciana, alzando su índice como una varita de color cobrizo—. Pagará por lo que ha hecho. No hay pecado sin penitencia.
El anciano pasó por delante sin dirigirle la mirada y marchó a casa.

La vieja gitana estaba sin un centavo. Anduvo calle arriba, con sus huesos crujiendo como ramas podridas, hasta que dio con la tumba del más pequeño.
—Tranquilo, hijo. Yo te vengaré—y susurró—. Ellos lo harán.

El viejo Revern fue a casa, pero antes pasó por el bar del pueblo. Bebió y bebió hasta que se quedó sin dinero en el bolsillo para beber más. Entonces se metió en su mercedes rojo y se adentró en el bosque, camino a casa. Antes de llegar, un tronco cayó sobre el techo del coche y este se vino abajo. El viejo pícaro se escabulló por el asiento del conductor y salió con vida, aunque con algunos huesos rotos. Con malicia inspeccionó el tronco, que parecía recién talado.
—Sal de ahí, seas quién seas—vociferó—. Lo pagarás caro, insolente. Hubo silencio.
El viejo tuvo que andar cojeando el resto del camino hasta llegar a casa. Ya en la puerta, rebuscó en su bolsillo y sacó la llave. Un sonido repentino como de ratones lo alertó.
—Tengo que comprar matarratas—se dijo. No le dio mayor importancia.

Abrió la puerta y fue directo al comedor. Allí se repantingó sobre su sofá de cien dólares y soñó profundamente. Esa misma noche, cuando el reloj dio la una, lo despertó el sonido de los ratones.
—Malditos condenados—dijo tomando la escopeta que guardaba en la repisa—.
Os vais a enterar.

Rebuscó por la casa, guiado por el sonido de los golpecitos. De pronto, el viejo sintió un dolor punzante en la pierna. Cuando fue a mirar se encontró algo que le hizo pensar que estaba soñando. En todo caso, eso sería una pesadilla.

Un enano de juguete le golpeaba los tobillos con un hacha diminuta. Tenía el rostro sonriente y un puntiagudo gorro rojo en forma de pico. De repente, un segundo enano saltó del suelo y le clavó una aguja en el pecho, de la que pendía un hilo. Por él fueron subiendo uno, dos, tres enanos más que le golpeaban con picos de madera en las costillas.
—A trabajar, a trabajar—repetían incesantemente.

Un segundo enano con sombrero azul le daba hachazos en el otro tobillo, y este no paró hasta que el viejo Revern cayó de rodillas al suelo con un gemido de dolor.
—Ay ho, ay ho—los enanos subieron hasta los hombros y rodearon al viejo con un hilo hasta que este quedó firme y prieto. El viejo Revern buscó zafarse, pero ya no podía más que dar patadas en la oscuridad.
—A trabajar, a trabajar.

Dos enanos le pinchaban las ingles con agujas que punzaban su piel endeble. Un tercero tomó unas tijeras y le fue cortando las falanges, una a una. Otro tiró el hacha a un lado y le rebanó las pupilas con agujas de coser.
—Ay ho, ay ho.

Su barba era blanca, sí. Blanca como la nieve. Uno de los enanos tiró de ella hasta arrancársela de cuajo, pelo por pelo. Más tarde dos enanitos de gorro amarillo tomaron la mata de pelo y le rodearon el cuello con ella.
Y tiraron, y tiraron, y tiraron.

—A trabajar, a trabajar—canturreaban con silbidos—. ¡Ay ho, ay ho!

Y los enanos sonreían. Y no pararon de apretar hasta que los ojos se le nublaron y su rostro se puso rojo. Y luego morado. Y más tarde pálido. Muy blanco, sí. Blanco como la nieve.