UNA MINÚSCULA MINORÍA


Autor: Abraracurcix

Fecha publicación: 27/01/2023

Certamen: II Certamen

Resumen

Una pareja se confabula para infiltrarse en las esferas del poder político para cambiar la forma política del Estado.

Relato

«Juro, por mi conciencia y honor, cumplir fielmente las obligaciones del cargo de ministro de Consumo con lealtad al Rey, y guardar y hacer guardar la Constitución como norma fundamental del Estado, así como mantener el secreto de las deliberaciones del Consejo de Ministros».
Eso dije.
Si, de acuerdo, estaba mintiendo. ¿Qué otra cosa podría haber hecho? Se trataba únicamente de un acto protocolario sin mayor trascendencia real y, sin duda, había cosas más importantes en juego. Aún las hay.
Quienes me reprochan ser un perjuro desde enardecidos titulares en mayúsculas deberían avergonzarse de su propia hipocresía. ¿Acaso han olvidado la interminable recua de corruptos que han transitado tantas veces por este mismo formalismo legal justo antes de sumergirse en pestilentes oleadas de podredumbre y traicionando los intereses de quienes les habían elegido? Cierto es que la voluntad de demasiados votantes es flexible, adaptándose con inusitada facilidad a las fechorías de los representantes públicos de su trinchera ideológica, pero eso no debería servir de excusa. Al contrario.
En mi caso, no creo haber decepcionado a mis electores. Al menos no a quienes se hubieran tomado la molestia de leer el programa con el que me presenté como candidato a diputado por la provincia de Zamora.
Un partido nuevo, local, aparentemente insignificante, planeando por debajo del radar en un esfuerzo artesano de recolección manual que no hiciera sonar las alarmas. En definitiva, una más de tantas aventuras ingenuas. Sin embargo, con menos votos que habitantes tiene un municipio como Tomelloso, conseguimos dos de los tres escaños en juego, una inaudita perturbación en la fuerza para esa pléyade de expertos que inundan los debates de radio y televisión esforzándose por evidenciar su ignorancia de todo aquello que rebase los límites de la capital del país o de las ciudades más pobladas.
Por las cosas de nuestro sistema electoral, esos dos eran justamente los apoyos extra que necesitaba el partido mayoritario para investir al presidente sin conceder demasiadas regalías a sus oponentes habituales. Y así, igual que en la vidriera irrespetuosa de los cambalaches, conseguí esta cartera de lustroso cuero negro en el gobierno de coalición y un asiento de lustroso cuero azul en el Congreso, entre la ministra de Economía y el de Justicia, ambos con un cutis de lustroso cuero bronceado, impropio de finales de noviembre.
No nos engañemos, la cartera de Consumo no tiene peso. De hecho, el puesto se creó para la ocasión, como un simple ardid para cumplir nuestra exigencia de coalición a la vez que nos sumían en la más silenciosa irrelevancia.
Esa era la idea de los asesores del presidente. Lo que no sabían es que mi compañera de partido y yo habíamos leído un libro. Bautizamos nuestro proyecto con un nombre propio: Charlie.
Fue Olivia la que insistió en que mantuviésemos nuestras reuniones en la planta superior de la pizzería Mamoiada, un restaurante italiano regentado por un matrimonio eritreo en el corazón de Vallecas. «Apostaría a que han puesto micrófonos en los despachos», fue su principal argumento. Yo preferí no contradecirla porque la verdad es que la comida era excelente.
Hay que admitirlo: Olivia Cordeiro sufre cierta tendencia a la paranoia, pero no por ello deja de poseer una mente brillante, gran perspicacia y una actitud siempre resolutiva.
Aún recuerdo su reacción la primera vez que le conté mi absurda teoría de que una minúscula minoría podría infiltrarse en el poder ejecutivo para mover un resorte, tan sólo un pequeño engranaje, pero de esos que suponen un cambio significativo en el funcionamiento de la maquinaria. Solía ser una abstracción que yo soltaba de vez en cuando, con la segunda copa en alguna cena o reuniones sociales y con la única intención de hacerme el interesante. Pero, para mi sorpresa, en lugar de las risitas y chascarrillos habituales, a ella pareció causarle gran interés. Esa fue la primera vez que nos encontramos, una amiga de unos amigos, pero desde aquel momento continuamos viéndonos en privado para esculpir aquella idea encerrada en un bloque de mármol.
También fue Olivia quien tuvo la inspiración de cómo podríamos financiar discretamente nuestra operación. Se trataba de un concepto clásico, de esos que se mantienen en el tiempo porque siempre funcionan: el palo y la zanahoria. ¿Imitando los procederes de la mafia? Quizá sí, pero por una noble causa; ¿Como lo haría un lobby encubierto? Cierto, pero un «lobito» bueno en este caso.
El primer paso para llevar a cabo Charlie debía ser preparar las condiciones, un sofrito inicial para darle sustancia al guiso.
Fue mi primera intervención parlamentaria y, como era previsible, apenas tuvo repercusión alguna en los medios ni en una cámara semivacía de bostezos. Pero eso no importaba en absoluto porque mi discurso, plagado de alusiones a la salud de nuestros jóvenes y a combatir los perjuicios de la adicción, no iba dirigido a la ciudadanía ni al resto de grupos políticos. Nuestro público real era otro, únicamente dos objetivos: la Confederación de Juegos de Azar y la Asociación Nacional de Azucareras. Las palabras claves fueron otras dos: restricciones e impuestos.
Eso era «el palo».
Y es que, como dijo el gran maestro Aaron Nimzowitsch, una amenaza correctamente formulada es más fuerte que su ejecución.
Las llamadas comenzaron a llegar a mi despacho a la mañana siguiente.
Al final del día, mi agenda para el resto de la semana estaba repleta de citas y reuniones informativas con representantes de la industria de refrescos, directores generales de empresas de alimentación, diversos consejeros del mundillo de las apuestas deportivas y casinos online… Todos ellos amabilísimos, deseando conocerme y mostrarme costosos estudios académicos sobre la bondad de sus sectores y su importancia en la creación de empleo. Casualmente, también se pasaron a saludarme otros miembros del Consejo de Ministros que hasta aquel momento hubiera dudado que recordasen mi nombre: la de Industria, el de Agricultura, la de Sanidad… si hasta se acercó el de Ciencia e Innovación para invitarme a una montería informal en la finca de un conocido empresario. Sí, el berlanguianismo de La escopeta nacional todavía colea.
Como habíamos supuesto, esperaban encontrarse con un mindundi provinciano frenético y demagogo, así que acudí a todas aquellas invitaciones vistiendo mi único traje decente y una sonrisa ensayada, apaciguadora. Me dejé querer, como aconsejaba Olivia, y al final de cada uno de aquellos encuentros les deslizaba una propuesta sustitutoria, un motivo por el que me vería tentado a aparcar sine die todas las medidas de mi paquete legislativo.
Eso era «la zanahoria».
Resultaba casi cómico observar ese brillo de atención en las pupilas da cada uno de ellos y, cuando me cercioraba de que les tenía interesados, les informaba de que existía una única alternativa que podría importar más a mis electores que verme establecer farragosas normativas: conseguir que se celebrase un referéndum sobre la forma política del Estado, monarquía o república.
Las reacciones fueron muy diversas, ya lo esperábamos. Hubo quien se mostró aliviado, ya que el asunto no interfería con sus intereses empresariales; hubo otros que prefirieron utilizar el argumento de que aquello se escapaba de su influencia… Pero enseguida les ofrecí una solución que sí que estaba en sus manos: dinero y publicidad. Los detalles eran simples. Recientemente se había creado una fundación denominada Plena Democracia, con el único propósito de promover tal referéndum y, evidentemente, para llevarlo a cabo necesitarían recursos con los que financiar campañas de concienciación, conferencias de ilustres opinadores mediáticos y engrasar voluntades reticentes de un número significativo de diputados cuando la propuesta se votase en la Cámara.
Con cada apretón de manos de despedida, les daba un plazo concreto para su respuesta.
Un par de semanas más tarde, Olivia y yo volvimos al Mamoiada para hacer balance. Todo parecía marchar según el plan e incluso habíamos comenzado a recibir las primeras respuestas afirmativas acompañadas de abundantes ceros. Y es que cuando a la plutocracia conservadora se le da a elegir entre los beneficios contables o sus principios tradicionales, siempre gana la cartera. Nada hay más predecible que el dinero.
Al terminar la primera botella de Nieddu Madroni, Olivia me preguntó si había releído nuestro libro recientemente. Creí detectar un leve reproche en su mirada cuando le respondí que había vuelto a ver la película. Últimamente había estado demasiado ocupado, pero quise apaciguarla asegurándole que no me había olvidado del objetivo. Si El Capital, de Karl Marx, significaría el principal manual del usuario para una célula de izquierdistas utópicos, el texto que nos había unido y del que había nacido la idea primigenia de nuestra pequeña revolución era una novela que el escritor George Crile había titulado La guerra de Charlie Wilson.
Fue, zambullido entre aquellas páginas, cuando se me había encendido la luz que luego inspiró la idea, un concepto sencillo, como suele ocurrir con las recetas que acaban por funcionar. A fin de cuentas, el pasado suele ser el mejor profeta.
La novela describía al personaje principal como un pícaro congresista tejano, bebedor y mujeriego, miembro de la Cámara de Representantes de Estados Unidos por un distrito electoral intrascendente y al que nadie prestaba demasiada atención. Un tipo simpático y amigable que no suponía una amenaza para nadie ni había necesitado negociar grandes favores para sus intereses, sin más ideología que la que cabe en un vaso de bourbon ni mayores pretensiones que las de ser reelegido cada cuatro años para seguir disfrutando de su buena vida en Washington. Entonces, el congresista Wilson sufre una revelación que por vez primera altera la placidez de su burbuja hedonista. Cuando se entera de que el ejército de la Unión Soviética acababa de ocupar Afganistán, él inicia una campaña secreta particular para armar a las milicias muyahidines. Cuenta con un único aliado, un denostado agente de la CIA y, sin embargo, entre los dos, consiguen involucrar a la propia agencia, a la Comisión de Defensa, al estado de Israel, a Pakistán, a Arabia Saudí… Con su nuevo arsenal de misiles Stinger, los afganos resisten contra la aviación y los tanques soviéticos que, tras unos años de continuo desgaste, se ven obligados a retirarse, lo que pronto supondrá el último motivo para la desintegración de la URSS.
¡Por la fuerza de las pequeñas lecciones!, repite Olivia en un nuevo brindis. Ya van unos cuantos, me digo yo recordando que nuestra misión sólo acaba de comenzar. Pero no me apetece frenar su alegría y levanto mi copa para acompañarla al grito de ¡por Charlie!
Tal vez un día, cuando los libros de Historia narren la génesis de la Tercera República Española, dediquen un párrafo a lo que se puede conseguir con la determinación y la sagacidad de una minúscula minoría.
O Tal vez no.