La Llamada


Autor: Jantipo

Fecha publicación: 28/01/2023

Certamen: II Certamen

Resumen

Román Sancho, el banquero más importante de toda España despierta, enterrado vivo. Solo tiene tiempo de hacer una llamada. ¿Llegarán a tiempo de salvarlo?

Relato

LA LLAMADA
Román despertó terroso, con la lengua seca y la cabeza embotada. La oscuridad, total, a su gusto. Hacía años que era incapaz de dormir sin la monocromía nítida del azabache.
Hizo ademán de levantarse. Un golpe seco en la frente le dijo que desechara la idea. Automáticamente abrió los brazos, tratando de dar con la lamparita de mesa de noche, esa que se había traído de casa de su abuela. Imposible. Intentó hacerse grande y terminó topando, con cada una de sus extremidades, contra una angustiosa barrera. Los pulmones comenzaron a arderle, el corazón le corría desbocado como un caballo salvaje. ¿Qué estaba sucediendo?
Trató de calmarse, él siempre tan analítico y prudente, siguiendo el mantra que tantas veces le había funcionado en su vida. “Cierra los ojos, respira, piensa, el mundo son matemáticas” Tenía suerte en algo, no hacía falta cerrar los ojos.
Intentó recordar cuales habían sido sus últimos pasos antes de acostarse. Una mañana normal, como cualquier otra, en la oficina, situada en el mejor barrio de Madrid. Trabajó un par de horas, recordaba incluso su jugoso bocadillo de jamón, cinco jotas, que uno tiene el paladar bien entrenado. Nada extraño, vaya. ¡Un momento! Justo antes de que todo se tornase negro fue al baño. A la misma hora que cada mañana, Román era, para eso, todo un reloj suizo. Las luces se apagaron cuando fue a lavarse las manos, luego, un fuerte olor químico le perforó los orificios nasales.
Los recuerdos comenzaron a flagelarle. La duda y el miedo se acostaron a su lado. Escuchó, de fondo, las risas de unos cuantos niños y el ladrido de un perro. Fuera, lejos, pero lo que era peor de todo…arriba.
Gritó algo inteligible con fuerza, con rabia, perforándose las cuerdas vocales y rasgándose la garganta. Empujó, con todavía más fuerza su peculiar techo, aterrorizado ante la idea que comenzaba a solidificarse. Rasgó, arañó su superficie hasta que unas astillas de madera se le clavaron en las yemas de los dedos.
Esto no podía estar sucediendo, no a él. Tenía que ser una pesadilla.
Se pellizcó y abofeteó la cara, y no solo una vez. La angustia, creciente y desesperada atrofiaba sus sentidos, sonámbulos habituales. Tenía que tranquilizarse. Era la única forma de poder salir de allí. Se tocó los bolsillos. “Dios Santo, gracias Señor”, agradeció mentalmente un agnóstico confeso al notar el tacto conocido del teléfono móvil. No quedaba más de un dos por ciento de batería. Solo tenía una llamada.
—Emergencias, ¿en qué puedo ayudarle?
—Soy Román Sancho, tienen que ayudarme ¡Acaban de enterrarme!—Expresar sus miedos en voz alta fue demoledor. El poder de las palabras, tan real, tan pragmático, le desgarró las entrañas. El minúsculo habitáculo donde estaba recluido se hizo todavía más pequeño. La ausencia de aire resultaba ahora, más patente que nunca.
Tras unas preguntas incómodas que respondió de malas maneras, con la prisa de saberse crítico y cada vez más angustiado, un comisario, un tal Pernía, se hizo cargo de su caso.
—Permítame el número de su teléfono, vamos a rastrear su ubicación.
—Seis, tres, ocho, dos, nueve, tres, siete, siete, ocho, cero—. Pronunciar cada número era un suplicio.
—Muchas gracias. Mientras intentamos localizarle, podría facilitarnos algún dato. ¿Recuerda algo, alguien que tuviese motivos para hacerle esto, tiene alguna ligera idea de su posición?
—¡Estoy en un maldito ataúd, pedazo de inútil!—Román no era el tipo de personas que perdía los nervios con facilidad, por lo que se arrepintió de responder así. De nada le serviría enzarzarse contra el hombre que estaba intentando salvarle. —Creo que estoy en un parque. Escucho…
Si no hubiese estado todo a oscuras, Román se hubiese percatado de que el teléfono se había quedado sin batería, aunque el sutil zumbido que emitió y la respuesta muda de su interlocutor le resultaron igualmente, convincentes. Lo único que pudo hacer fue lanzar, con furia, el aparato electrónico contra sus pies, rezando, implorando, que el tal Pernías viniese en su ayuda.
¿Qué si sabía quién podría tener motivos para castigarle? Terminaría antes enumerando los nombres que no. Y no porque Román fuese una mala persona, en absoluto, sino porque era un devoto amante de su trabajo. Director de la sucursal bancaria más importante de toda España. Millones de personas lo odiaban, aborrecían lo que él representaba, su cargo, su riqueza, sus contactos…y otros tantos, veían en él, a un rostro visible, un muñeco de trapo, el responsable de todas sus penurias.
¡Suficiente! No había tiempo para lamentaciones. Debía tener fe por primera vez en su vida y no en él mismo, si no en otras personas, que era todavía más complicado.

Las llamadas que llegaban hasta la comisaría central eran de lo más variopintas. El comisario Pernía podía escribir un libro con un millón de casos distintos, o mejor todavía uno de esos tomos gordos de trescientas cincuenta anécdotas, una para cada día del año, pero jamás había recibido una llamada semejante. Román Sancho, uno de los hombres más importantes del país, enterrado vivo. Si no lo rescataba de inmediato, terminaría de la misma forma.
—¡Lo tenemos! —Gritó la suboficial Tamara— está en el parque de la Quinta de los Molinos.
El dispositivo policial, grande, aunque no gigantesco, el tiempo apremiaba, llegó hasta allí en apenas unos minutos. El comisario Pernía empuñaba un rastreador, con una luz roja intermitente, que señalaba el lugar concreto donde debía de estar enterrado Román.
—¡Caven aquí, rápido!—exclamó al percatarse de que había hallado su objetivo.
Palazo tras palazo, cada vez más cerca de la gloria, del gran titular en los periódicos. Su nombre, grabado con letras de oro.
—Señor, aquí solo hay una caja—comentó uno de los policías, sosteniendo un pedazo rectangular de madera sobre la base de la mano.
El comisario Pernía lo abrió, indeciso, pero con rapidez. En su interior, un móvil, el de Román, y una nota. “La ley solo existe para los pobres; los ricos y los poderosos la desobedecen cuando quieren, y lo hacen sin recibir castigo porque no hay juez en el mundo que no pueda comprarse con dinero”. Ni en cien vidas hubiese descifrado el comisario que esa frase pertenecía al marqués de Sade, aunque no tardó ni cien segundos en darse cuenta de que acababa de convertirse en un títere moribundo.

Román paladeó aquel sonido, con ganas. Un impacto certero sobre la base del ataúd. Su salvador había llegado. Ya se encargaría más tarde del hijo de puta que lo había metido ahí.
—Gracias a Dios, ya era hora—dijo al notar que la caja comenzaba a agrietarse.
No tuvo tiempo para discernir el repentino derrumbamiento de tierra, que terminó asfixiándolo. Destino compartido por mediocres y poderosos, por santos y crueles.

JANTIPO