La reserva


Autor: Lisoceras

Fecha publicación: 26/01/2023

Certamen: II Certamen

Resumen

Un hombre sufre un accidente y muere, pero misteriosamente, es trasladado a una ciudad a 1500 km de su casa un año atrás.

Relato

Veintitrés de febrero del año dos mil diecinueve.
Después de un día de trabajo agotador, llegué a casa a las siete de la tarde y, como un ritual, tomé una ducha caliente, me puse el pijama y las zapatillas. A continuación, preparé la cena. Alrededor de las ocho menos cuarto apareció mi mujer, cansada también, tras su extensa jornada laboral.
Media hora más tarde, cenamos. A las nueve y media conecté el ordenador portátil y me enfrasqué en la novela que estaba escribiendo. El capítulo que me ocupaba, se debía desarrollar en Antwerpen, ciudad de Bélgica. Tenía que elegir un hotel donde alojar al protagonista, así que me concentré intentando recordar el nombre del establecimiento donde estuve viviendo durante casi un mes, un año atrás; estaba situado en las afueras de la ciudad y era bastante nuevo. Podría, incluso, describir detalladamente la habitación asignada, la seiscientos dieciocho, una estancia cálida y confortable. Creo que, con esa sensación de bienestar, di unas cabezadas. O quizás no…
En un instante, que aparté los ojos de la pantalla y miré alrededor, me encontré sentado frente al ordenador, sí, pero no en casa, sino en un cuarto que me resultaba muy familiar. En la mesita había varios panfletos publicitarios y en ellos el nombre del establecimiento: Hotel Campanile –Antwerpen (Bélgica). Justamente el nombre que intentaba recordar.
¿Sueño o realidad? No sabría decirlo. El caso es que permanecí estupefacto durante unos minutos; luego fui al lavabo y me eché agua fría en la cara, tratando de despertar; estaba convencido de estar en medio de una pesadilla, porque aquello no debía ser real, porque aquello no podía estar pasando…
Finalmente, tras más de media hora de confusión, tuve que aceptar que, sin saber como, de repente, estaba a mil quinientos kilómetros de casa, en pijama y zapatillas, en la habitación de un hotel en el que, con toda seguridad, no me había ni registrado; sin equipaje, sin ropa, sin documentación y sin dinero.
Lo primero que hice fue llamar a mi mujer para decírselo.
- ¿Dónde estás? –me gritó, cuando oyó mi voz al otro lado de la línea-. Llevo más de media hora buscándote y ya iba a avisar a la policía.
- Si te lo digo, no me vas a creer. Estoy muy lejos...
- Pero ¿cómo te has marchado sin decirme nada?
- A ver, cariño. Yo no me he ido a ningún sitio. Simplemente, estoy… -dudé si continuar, porque esto sonaba a locura- estoy…en Bélgica.
- ¿Quéee? –esta vez el grito me hizo alejar el auricular del oído-. Mira, déjate de tonterías y dime dónde estás; además, si no quieres volver, pues muy bien, quédate donde estés y no hace falta que regreses.
- No me cuelgues el teléfono, por favor. Te estoy diciendo la verdad –continué ahora más calmadamente-. Sin poder explicármelo, estoy en una habitación del Hotel Campanile, en las afueras de Antwerpen y solo tengo lo puesto, o sea, el pijama y las zapatillas.
En esos momentos golpearon en la puerta del cuarto.
- Espera un momento, que alguien está llamando.
Dejé el auricular a un lado y abrí; aparecieron dos hombres que, por el uniforme, debían ser del servicio de seguridad del hotel.
Me hablaron primero en francés y luego en inglés y, como, por suerte, sé un poco de este último idioma, les dije que pasaran, les expliqué que tenía a mi mujer al teléfono y que contestaría a sus preguntas tras acabar la conversación con ella.
Los dos caballeros entraron y cerraron la puerta y yo volví a la línea telefónica.
- Son los de seguridad. Me están preguntando qué hago en esta habitación, sin haberme registrado antes.
Entonces, Nuria, mi esposa, se convenció de que era verdad todo cuanto le estaba diciendo.
- ¿Y ahora qué vas a hacer? –me preguntó-.
- En estos momentos, no lo sé. No puedo ni pensar. Esto se va a convertir en un problema gordo, porque no tengo ni identificación ni dinero; probablemente llamaran a la policía y… ya veremos. Ahora te dejo, que me están mirando estos dos con bastante mala cara. ¡Te llamaré!
Colgué el aparato e intenté explicarles lo que me había pasado, pero creyeron que estaba loco; apenas permitieron que cogiera el portátil y, casi en volandas, me llevaron a la recepción, donde el gerente esperaba con el ceño fruncido. Por suerte, hablaba un español bastante correcto.
- ¿Quién es usted? –me interrogó-.
Los dos hombretones se habían situado un paso detrás de mí, uno a cada lado y no me quitaban ojo.
- Mi nombre es Manuel Gómez.
- ¿Cómo ha entrado en la habitación?
- No tengo ni idea. Hace menos de una hora, estaba en el despacho, en mi casa, escribiendo en este ordenador, en pijama y en zapatillas, tal como me ve usted.
- Ya –respondió el gerente con sorna-. ¿No es un poco raro eso que cuenta?
- La verdad es que yo tampoco me lo acabo de creer –le dije-. Pero esto no es ningún cuento, sino un hecho.
No tengo ningún equipaje. No tengo nada más que lo puesto, porque iba a irme a dormir… ¡en mi casa! Entonces entraron dos policías, que vinieron directamente hacia nosotros.
- Supongo que estos caballeros vienen a detenerme –le dije al gerente-.
- Uh, uh –afirmó el individuo-. Y aún tiene que pagarnos el coste de la habitación y del gasto de teléfono.
- ¿Cómo ha dicho que se llama? -me preguntó la chica del mostrador-.
- Manuel Gómez, pero es igual, porque no puedo probarlo y ustedes no me creen.
Ella llevaba una especie de libreta en la mano y se quedó perpleja durante unos segundos.
- Tengo aquí una reserva hecha a su nombre, para hoy a las diez de la noche –dijo cuando se recobró-. Es más, el que llamó, me pidió que fuese la habitación seiscientos dieciocho, si estaba libre.
- Eso es imposible –protesté-. Yo no he hecho ninguna reserva. ¿Qué es esto, una broma de mal gusto?
- Lo más extraño –dijo ella, intrigada-, es que esta tarde volvieron a telefonear, anulándola, porque, al parecer, usted había muerto en un accidente de tráfico.
- ¿Yo? ¿Muerto? ¿Tengo aspecto de estar muerto?
- Pues, no sé, pero también es raro que apareciera, como un fantasma, precisamente dentro de la habitación seiscientos dieciocho –dijo la mujer-. ¿Es coincidencia, quizás?
El gerente cogió la libreta de las manos de la recepcionista y ojeó la página donde estaban las anotaciones.
- ¡Vaya! -comentó-. La reserva la hicieron hace tres días. Vamos a comprobar una cosa. Señorita, marque, por favor, el número de teléfono que está anotado aquí y que debe corresponder al que la reservó.
La chica hizo la llamada y tras varios tonos, recibió un mensaje grabado que le informaba que aquella línea estaba dada de baja desde hacía un año.
- Yo le aseguro que tomé bien el número –se justificó ella-.
- Pues aquí está pasando algo muy raro –afirmó el gerente-.
Entonces intervine yo:
- Apunte mi teléfono, por favor y llame a mi casa. Mi mujer le corroborará que hace apenas dos horas, hemos cenado juntos y que a las nueve y media me puse a trabajar en el despacho –les facilité los dígitos, que la joven anotó en su libretilla-.
- No me ha dicho donde se supone que vive usted –dijo el gerente, todavía bastante incrédulo-.- Cierto. Perdón por el olvido. Vivo en Barcelona, en Cataluña, en España, en definitiva.
La recepcionista, mientras tanto, había marcado el número y mi mujer contestó. La chica le pasó el auricular al director.
- Señora. Le llamo desde el hotel Campanile, de Antwerpen, porque tenemos aquí una persona que dice ser su marido. ¿Puede corroborarlo?
La respuesta parece que no fue muy satisfactoria, porque la cara del hombre iba cambiando a cada palabra.
- Muchas gracias, señora; perdone por las molestias -colgó el auricular y vino hacia mí-.
- Mire, no sé quién será usted ni qué demonios hace aquí, pero la mujer con la que he hablado, que debería ser su señora, me ha dicho que acababa de llegar a su casa, después de haber visitado el depósito de cadáveres, donde la policía le había hecho reconocer a su pobre esposo, muerto en un choque frontal con un camión, esta misma tarde.
Ante ese comentario, permanecí en silencio, absolutamente desconcertado. A punto ya de claudicar, me fijé por casualidad en un calendario situado en la pared, que tenía una foto del hotel y, sobre ella, el número del año, equivocado.
- ¿Cómo es que tienen un calendario del año que viene? –pregunté, mientras los policías casi me arrastraban hacia el exterior-.
- ¿Del año que viene? – repitió la chica-.
- Sí, hoy es veintitrés de febrero del año dos mil diecinueve, no del dos mil veinte.
Se miraron gerente y recepcionista, mostrando el enigma en sus rostros.
- Definitivamente, usted no está bien de la cabeza –sentenció el hombre-. Hoy es veintitrés de febrero, del año dos mil veinte. El calendario es correcto.