UN GIRO INESPERADO


Autor: Norgay

Fecha publicación: 20/02/2023

Certamen: II Certamen

Resumen

Un hombre lleno de prejuicios va a pasear con su perro. Al llegar al parque observa a otro tipo por el cual, aun sin conocerlo, siente una profunda indiferencia. Trata de ignorarlo y alejarse de él tanto como puede.
Sin embargo, al cabo de pocos minutos y después a ver en acción al hombre que es objeto de su rechazo, su voluntad y sus sentimientos dan un giro inesperado.

Relato

Un giro inesperado.

Esta mañana he ido al parque a pasear con mi perro. Voy a uno que tiene forma circular porque rodea una montaña bastante miserable que hay en el centro de la ciudad donde vivo. Pero no crean, por muy miserable que sea, está muy concurrida. Como es lo más parecido que tenemos a un entorno natural, con algún árbol, algún matorral y el canto de algún pájaro, acude mucha gente y, como se pueden imaginar, gente de todo tipo. Algunos vamos con nuestras mascotas, otros van a correr, que se ha puesto muy de moda, otros practican alguna suerte de meditación en lo alto de alguna peña, y otros tan solo van a pasear, sin mayor pretensión que esa.
En cuanto he llegado al parque he visto un tipo que, la verdad, y perdonen que hable con tanta franqueza, carecía de todo interés. Era una de aquellas personas que las calas con tan solo echarles un vistazo rápido y disimulado. Tan solo ha llamado mi atención porque era la primera vez que lo veía, también porque era muy alto y porque llevaba una chaqueta colorada. Iba con un perro pequeñajo y feúcho que tampoco es que tuviera mucha gracia y, además, el pobrecillo, el perro me refiero, torcía una pata delantera cada vez que daba un paso. El hombre iba un poco pasmado, caminaba con parsimonia, con las manos entrelazadas a la espalda y la cabeza alta, como buscando presagios en el pasar de alguna nube o en el vuelo de alguna paloma. En fin, ya les digo, era la viva estampa de la superficialidad, un sujeto casposo, pusilánime y, a buen seguro, un pesado contumaz.
Cuando lo he adelantado, lo he hecho por la espalda para evitar el contacto visual. Así he esquivado cualquier posibilidad de que me diera los buenos días. Cuando se trata de un pesado, el saludo inicial es francamente peligroso. Conviene no caer en semejante error. Los pelmazos aprovechan ese momento en que uno peca de cortés, para sacar a colación cualquier bobada, pegar la hebra y retener a la víctima junto a ellos como remedio a su soledad. Así creen curarla, o mitigarla, o al menos despistarla. Pero miren por dónde, justo cuando lo rebasaba, el sujeto apresó a otro hombre, un incauto que va de vez en cuando a hacer volar su cometa. Lo pilló desprevenido mientras desenredaba los hilos del artilugio antes de echarlo al aire. Yo pasé por detrás, sigilosamente, con sonrisa de granuja y allí los dejé, hablando del día claro que hacía y de cómo en la televisión anunciaban tormenta con polvo sahariano ¡Qué interesante!
Como les decía antes, el parque es circular, así que si estás una hora paseando es muy frecuente volver a encontrar a las mismas personas en varias ocasiones. Y eso es justo lo que ha pasado. Al poco rato, he vuelto a ver al mismo individuo hablando esta vez con una señora mayor sobre la nueva reglamentación de animales de compañía. Luego ha estado conversando con una chica sudamericana que, por cierto, era guapísima, sobre cómo ella organizaba su jornada laboral, sobre las horas que pasaba delante del ordenador y sobre cómo se organizaba para poder salir con su perro, un labrador majestuoso de pelo negro y brillante. No mucho más tarde, en un inglés envidiable, indicaba a un grupo de turistas cómo podían llegar a no sé dónde y los turistas, después de agradecer sus precisas indicaciones, quisieron hacerse una foto con él. Para finalizar vi cómo le tocaba la espalda a una cuarentona, le corregía la posición de una vértebra y le mostraba ejercicios para fortalecer la zona lumbar. “Eres un sol, Higinio”, le dijo la cuarentona cuando pasé cerca de su posición.
Lo que son las cosas, después de ver lo que había visto, empecé a sentir cómo me crecía un interés inusitado por conocer a aquel hombre, quería cruzar cuatro palabras con él, aunque fuera para preguntarle por la tormenta de polvo sahariano que se aproximaba a la Península de forma inexorable, o hacerle alguna pregunta sobre la nueva normativa de animales de compañía o, en el mejor de los casos, fingir una luxación de hombro para notar su tacto en mis articulaciones.
Aquel señor del que me escabullía, ahora me atraía sobremanera. ¿Es que acaso era yo el único ser humano del parque que no interaccionaba con Higinio? A todas luces era un hombre popular, amable, inteligente y polifacético. ¿Cómo se me había pasado por alto? Me gustara o no, no conocer a Higinio, no charlar con él sobre lo que fuera, me convertía en anormal, en un tipo huidizo, huraño, amargado, más raro que un perro verde, un antipático de los pies a la cabeza y, tal vez, seguro que algunos lo pensarían, en un pobre diablo afectado por algún trastorno de la personalidad, en definitiva en alguien del que más vale precaverse y mantenerse alejado.
Debía acabar con aquella coyuntura, con aquellos aires de tipo estrambótico y misántropo que me estigmatizaban. Costara lo que costase, aquella situación debía revertirse. A todo esto ya había pasado más de una hora y mi perro me miraba sin entender qué demonios hacíamos todavía en el parque. Yo soy muy de costumbres, y muy metódico, y estoy convencido de que se lo he pasado al perro. Como suele decirse de los niños, lo mismo pasa con los perros, “los perros, lo que ven en casa”. Esta es una máxima que creo a pie juntillas. Y como jamás pasamos más de una hora en el parque, por eso el perro me observaba con estupor y preocupación.
Insisto, dada mi desgracia, decidí cambiar de estrategia y acabar de una vez por todas con aquellas taras que me convertían en la mayor rara avis del parque. Y es que eso también lo tengo, si veo un problema, le busco solución. Como decía mi madre, que en paz descanse, al pan, pan, y al vino, vino; las cosas claras y pájaros en la cabeza, los justos. Por eso, cuando detecto un problema, lo acoto, lo sopeso y trato de solventarlo.
Sin temor al desaliento me puse a buscar a Higinio por el parque. Dar con él me costó más de veinte minutos y un serio enfrentamiento con Greg, mi perro, que desfallecido por el esfuerzo de aquel paseo tan prolongado, se tendió a la sombra de un pino y de allí no quería moverse. Así pareciera uno de aquellos extremistas que se dejan caer sobre el suelo como un saco de patatas frente a una sucursal bancaria, para protestar por las injusticias del sistema.
Pero ya les avanzo que nada salió bien. Tal vez Higinio me vio necesitado y eso siempre pone al otro a la defensiva. Me hacía el encontradizo y él se hacía el loco; le hacía carantoñas a su perro y él lo llamaba a silbidos para alejarlo de mí; cuando lo tuve muy cerca quise darle los buenos días y se giró como si fuera un bailarín de ballet clásico, con una agilidad impropia de un tipo de su estatura, y salió en dirección opuesta antes de que yo pudiera establecer contacto visual o improvisara un saludo amable. Y ya en un acto de desespero, a voces y a cien metros de distancia, le dije a gritos si era consciente de que se acercaba una tormenta de polvo sahariano, a lo que él no dio respuesta, me miró desde la lejanía y luego se giró hacia atrás como buscando a otro interlocutor, para luego darme la espalda y dejarme con un palmo de narices.
Observé que estaba empezando a perder la dignidad y me rendí. Regresé a casa triste, decepcionado, abatido, reconociendo mi derrota, sostenido tan solo por Greg, que dicho sea de paso, parecía inmune a las desdichas de su amo e iba camino de casa moviendo el rabo ufano y victorioso.
Y entonces, ya en casa, justo antes de ir a dormir, me di cuenta del alcance de la tragedia. Lo vi claro. Me sabe mal decirlo, pero Higinio pensó de mí que era un alma en pena, un tipo que carecía de interés alguno, un sujeto a evitar, un individuo superficial, pusilánime y a buen seguro un pesado contumaz. Y por esa imagen que se hizo de mí, trató con poco disimulo, todo hay que decirlo, de darme largas e ignorar mi presencia.
Se lo conté todo a Greg, cara a cara, sin tapujos, sin ocultarle nada, un poco emocionado, la verdad, porque esa es otra de mis cualidades, soy más sensible de lo que a simple vista pueda parecer. Mientras le hablaba, Greg me miró y ladeó la cabeza como fingiendo entendimiento y luego claro, no dijo nada. Me dio un lametazo y se fue a su cama. Apagué la lamparilla y todo se hizo oscuro.
“Mañana es domingo”, me vino un último pensamiento. “Podríamos volver al parque”.