Resumen
Una mujer inicia un romance con un joven médico. Sin embargo, él cuenta con una gata muy posesiva que no ve la relación con buenos ojos.
Relato
Los ojos de Sekhmet
Cuando me desperté, vi sus ojos enormes y ambarinos estudiándome, a escasos centímetros de mi cara. La mirada era tan malévola que me asusté. Di un respingo y me incorporé rápidamente. Ya sentada retrocedí hasta una esquina de la cama, sin dejar de mirarla, temerosa. La gata continuaba observándome impertérrita. Nos quedamos así un tiempo, no sé cuánto. Finalmente emitió un levísimo gruñido -¿una advertencia?- y se arrellanó entre las dos almohadas.
Bajé de la cama y busqué mi móvil. Veo que ya has conocido a Sekhmet, comentó Miguel en tono divertido. La diosa egipcia de la curación, pensé yo. Muy apropiado para un médico en ciernes. Claro que también era la diosa de la guerra y la venganza. O eso recordaba de mis estudios de mitología, en primero de carrera.
Pensé en explicarle la mirada amarilla. Esa sensación de odio tan intensa que casi me había producido nauseas. Pero ya se desvanecían los últimos jirones de sueño y con ellos la sensación de irrealidad. La gata descansaba plácidamente, ajena a nuestra conversación. Creo que me ha echado de la cama, protesté débilmente. Miguel se rio. Sí, es muy posesiva. Está acostumbrada a dormir conmigo… Y tú eres la primera mujer que traigo a casa en mucho tiempo. Yo me sonrojé al oír aquello y decidí dejar el tema. Nos llevaremos bien, acerté a decir. No fue así.
La noche siguiente, Miguel me tomó de la mano después de cenar y me llevó a la cama. La gata estaba esperándonos. No parecía querer moverse de su sitio, justo entre las dos almohadas de Ikea. Me miraba fijamente. Yo sonreí nerviosa sin saber muy bien qué hacer. Sekh, déjanos, le ordenó Miguel. Ella me lanzó una mirada desdeñosa y con un maullido bajó de la cama con movimientos elásticos. No volvió a subir en toda la noche, pero yo sabía que al día siguiente la encontraría de nuevo en el cabecero, observándome. Y así fue.
Aquella noche soñé con dos esferas ardientes, dos charcos de oro líquido a punto de derramarse sobre mí, abrasándome. Abrí los ojos sudorosa y me encontré con los suyos. Me pareció detectar un cierto regocijo. Esta vez salté de la cama y desaparecí a la carrera.
Proponer a Miguel que durmiéramos en mi casa no era una opción. En aquel entonces compartía un piso en la calle Gaztambide con dos inglesas que estaban de Erasmus en Madrid. La ubicación era perfecta y el precio ridículo, el único que me podía permitir. Pero las noches solían ser una eterna sucesión de concursos de chupitos y fiestas improvisadas. La intimidad era imposible.
Así que le pedí que me despertara al alba, que era cuando él se levantaba. La primera vez me miró incrédulo. Hacía la pasantía en el Doce de Octubre y tenía el turno de mañana, lo que le obligaba a levantarse a las seis. No hay ninguna necesidad, me decía. Así desayunamos juntos, insistí yo. Él me miró con gesto dulce y aceptó sin más discusión.
Por algún tiempo, la cosa fue bien. Miguel y yo nos levantábamos soñolientos sin que la gata hiciera acto de presencia. Durante el día ella volvía a su hueco entre las almohadas. Yo lo sabía porque al acostarme detectaba su olor almizclado y un tanto misterioso. Nos lo repartimos así, pensé. Un pacto tácito. La cama es tuya durante el día, yo me la quedo por la noche. No tenemos por qué estorbarnos. No sabía si ella realmente aceptaba el trato. Si lo habría aceptado. Pero lo cierto es que conseguí no cruzarme con ella durante un buen tiempo. Casi llegué a olvidarla. Me confié.
Hasta que un día me acosté enferma. Escalofríos, dolores musculares, congestión nasal. El cuadro típico de gripe. Miguel me cuidó con ternura. Al día siguiente prefirió no despertarme.
Volví a soñar con aquellas piscinas de lava. El calor que emanaba de ellas era abrumador. Aun así yo no podía evitar observarlas, fascinada y horrorizada a partes iguales. Sentía que aquellas piscinas, aquellos charcos de fuego, me devolvían la mirada. Como decía Nietzsche que hace el abismo si te quedas mirándolo fijamente. El calor era asfixiante e iba en aumento. Comencé a sentir ese subidón de adrenalina que sólo produce el horror más puro, la inexorable cercanía de la muerte. Por un momento, conseguí escapar del sueño y entreabrir los ojos. La gata me miraba mefistofélica. Y sonreía. Dios mío, ¿era posible que lo hiciera? Desfallecí.
Mucho más tarde, Miguel me explicó que la fiebre me había subido con fuerza. Gracias a dios que volví antes a casa, decía angustiado. Se dejó algo, no sé qué. Las llaves de la taquilla, la bata de la consulta. Tuvo que volver y entonces me vio, convulsionada en la cama, ardiendo. Me metió en la bañera y me sumergió en agua helada. Tardé algún tiempo en recobrar el conocimiento.
Desde entonces, intenté evitar la cama a toda costa. Quise convencer a Miguel de quedarnos en mi escueta habitación de piso compartido. Pasar alguna noche fuera, en un hotelillo con encanto o quizá en una de esas pensiones de sexo furtivo.
Él se dejaba convencer y fingía que no le preocupaba mi creciente paranoia. Aun así, a veces le sorprendía mirándome de reojo, con preocupación. No entendía por qué no podíamos dormir en su casa. En esa cama que no era mía. Que nunca sería la mía.
Quería a Miguel, pero en el fondo de mi alma sabía que no podía continuar así, no por mucho tiempo. La relación fue languideciendo hasta que finalmente se apagó, como los últimos rescoldos de un fuego.
Con el tiempo supe que llegó a ser jefe de Estomatología en un hospital de prestigio, no sé si en la Jiménez Díaz o en La Paz. Me lo contó un amigo común, con el que me encontré muchos años más tarde. Se convirtió en un auténtico referente en su campo. Escribió algún libro, creo. Nunca se llegó a casar.