Un día común.


Autor: Abriluc

Fecha publicación: 19/03/2023

Certamen: II Certamen

Resumen

Perales es empleado en una oficina desde hace 30 años. Ocupa un lugar en lo que le llaman e"el hoyo". Su rutina es bastante aburrida y repetitiva. Se muestra un sujeto bueno y sin maldad. Pero un día común de su vida termina de la manera más inesperada.

Relato

Un día común.
Es un día común en la oficina. La oficina nunca dejó de ser un despacho repleto de carpetas apiladas, que en el mundo entero se los llama con el nombre de expedientes. Hay un mostrador para atender al público. El público son abogados que todo el tiempo solicitan legajos de sus clientes. Mirta es la encargada, y sabe muy bien cómo hacer para que el caos no se convierta en un embotellamiento. Lo hace sin vacilaciones. Con convicción. Lo que se dice, a cara de perro. Se sienta en el centro y dirige el tránsito. Usa lentes enormes, que ayudan a verla más avinagrada de lo que es. No deja que los demás fumen, pero ella lo hace. Y lo hace sin parar. Nadie permite que le falten cigarrillos, no vaya a pasar que se encolerice con cualquier cosa. Los empleados se dividen en tres. Los de atención, los administrativos, y el del hoyo. El del hoyo se llama Jorge, pero todos le dicen Perales. Es un tipo tranquilo, le llora la cara de bueno y siempre está predispuesto a ayudar. Hoyo le dicen al reducto de atrás, en el que solo él puede estar. En realidad es un lugar en el que nadie quisiera estar. Así lo hizo durante toda su vida laboral. Mirta no lo quiera a Perales. Nunca le gustaron los tipos que se aguantan cualquier cosa. Es el hazmerreír y muchas veces debe disimular que no se da cuenta de risas a sus espaldas. “Ay Perales, Perales, con esa cara de infeliz, que fácil es ser su puto amo. Usted sí que nunca va a decidir nada en la vida de otra persona” Lo de Mirta es despótico. Con todos es muy severa, pero con Perales es mala. Una tarde se disgustó al verlo tomando café fuera del hoyo y lo llamó hasta su escritorio. “Perales, usted no puede comer acá. Vaya y métase el café en el hoyo.” Todos rieron a las carcajadas. Perales se levantó y fue a su fondo con la sonrisa dibujada. “Y vaya solo, que ahí dos personas no caben.” Y Perales agrego una risita suave a su sonrisa dibujada.
Para Perales hoy es un día común en la oficina. Ya cumplió con ocho horas de trabajo basura y está listo para volver a su casa. Después de fichar, saluda con cara bonachona y sale. Baja por el ascensor, desanuda su corbata mientras se mira en el espejo. Después la guarda en un bolsillo. Saca un walkman de la cartera de cuero que le cuelga en el hombro y aprieta play para escuchar Mötley Crüe. Su barrio es periférico, y llega a la esquina de su casa atravesando la ciudad con el 122. El kiosco de Nicolás está abierto las veinticuatro horas. Compra el cigarrillo suelto de cada día, mientras se entera de algún puterío reciente. La suya es una casona antigua de dos pisos. Abre la puerta con una llave grande que está en un manojo gordo y ruidoso. Todos los días lo mismo. “¡Ya llegó el rey!” Grita y camina por la entrada, hasta el living comedor. La casa es poco luminosa, pero está limpia. Perales vive solo. Empieza a ladrar su perro en el patio. “¿Cómo estuvo todo, Roger?” Roger es el perro. Toma el encendedor que deja en el techo del extractor de la cocina y va hasta la puerta que lleva al patio. La abre con un giro y medio, más un sutil empujón con el hombro. Sin esa presión con el hombro, no se abre. Traspasa el zaguán, más allá del aljibe. Roger es un galgo que con un saltito puede lamerle la cara. Perales cambia su agua del balde y le pone más comida. Juega un poco con él y le hace unos mimos. En el fondo del patio hay una cuarto de depósito. Tiene dos cerraduras y una traba que corre para arriba y para abajo. La abre con tranquilidad. La construcción es de techo bajo, sin ventanas y las paredes están pintadas con cal. Es asfixiante. Se impone la humedad. El piso es de tierra y las cosas están bastante desordenadas. Un agujero en el suelo parece ser un pozo ciego. En la pared, arriba de una canilla que pierde agua, se suspende un espejo que cuelga de un clavo. Perales patea una mesa donde suele poner un plato de lata grasiento y en su lugar ubica un banquito para sentarse. Es parte del ritual que hace todas las noches. Saca el cigarrillo del bolsillo de la camisa, y lo prende. Pita con un placer notable en su cara. Es cuando su rostro se carga con muescas desconocidas. Este es otro Perales. Frunce los labios, entrecierra los ojos y deja caer su cabeza hacia la derecha. Ahora mira distinto. Se sonroja distinto. Contra una salamandra y esposado a un caño, hay un hombre que desde hace meses ha decidido no mirarlo. La forma de hablar de Perales se vuelve parecida a la de su encargada. Ahora, también habla distinto. Y le dice. “¡En este hoyo de mierda me tenés que mirar bien a la cara! ¡¿O acaso, no sabés quién es el puto amo?!” Termina el cigarrillo y lo tira al suelo donde cientos de colillas riegan un rincón. “Mejor me voy. Porque acá dos personas no caben.”