
Resumen
Mauro y Tiago (protagonista cuyo nombre no aparece en el relato) tienen aparentemente unas vidas plenas, sin embargo poco a poco su historia se tuerce por completo, pasando de la más absoluta felicidad, a vivir en sus carnes un infierno en vida.
Relato
LA JUSTICIA DE LOS MUERTOS
Parecía que el cielo se había despejado por fin. Por la ventana de la casa del que fue el amor de mi vida entraban unos estupendos rayos de sol. Llevaba toda la semana lloviendo sin parar, por lo que este cambio me reconfortó. Los gritos de Mauro me sacaron de mi pequeño momento de paz. Le miré firme, y me tomé un momento para disfrutar de su cara bañada en lágrimas de dolor. Ante mí tenía a nuestras dos hijas de 4 y 6 años en el suelo sobre un charco de sangre que emanaba de sus cuerpos. Dejé caer el cuchillo ensangrentado que sostenía, y me dispuse a marcharme. Por fin había hecho justicia y los rayos de luz que tanto había anhelado me esperaban tras la puerta. Mauro se abalanzó sobre mí mientras me exigía explicaciones. Él debería saberlas así que traté de ignorarlo, pero no cesaba de zarandearme mientras me repetía lo mismo. «Si, Mauro, he matado a nuestras hijas, y muy pronto descubrirás que Rob, el hombre por el que me abandonaste, tampoco está ya entre nosotros», sonreí para mis adentros. Parecía que no iba a dejar de increparme, por lo que decidí recordar su traición.
[...]
Yo era un espía retirado, conocido en el entorno por mis valiosas habilidades persuasivas. Nadie sospechaba de mi cuando me infiltraba en alguna organización enemiga, e incluso con el tiempo suficiente, me llegaban a dar cargos de alto poder. Tuve unos años de gloria en los que nadie podía pararme, pero un error cometido en una de mis operaciones acabó con la misión, y con toda mi carrera. La operación en sí era sencilla: probar con una simple foto que el presidente finés Sauli Niinistö cometía adulterio con la líder del partido de oposición Sanna Marin, pero al llegar a Finlandia nos tendieron una emboscada. Seguramente hubiera perdido la vida de no ser por un militar finés infiltrado también en la emboscada. Su nombre era Mauro, y de no ser por él mi vida hubiera acabado allí. De alguna forma logramos escapar juntos de allí. Unas semanas más tarde comenzaría nuestra apasionada relación, y un año más tarde nos casaríamos.
Debido a las profesiones anteriores de ambos el inicio fue complicado. Nos mudábamos constantemente para evitar ser descubiertos, pero lo que había entre nosotros superaba todas las barreras. Tras un par de años de inestabilidad, nos asentamos al fin en Taramundi, un pequeño pueblo rodeado de bosques en Asturias. Allí la vida era un paraíso. Ambos éramos aún jóvenes, yo de 29 años, y él de casi 31, por lo que gozábamos de una vida plena. Los hermosos paisajes asturianos y la amabilidad de la gente de la zona hacían la experiencia aún mejor. El dinero tampoco era un problema, pues nuestras anteriores profesiones estaban bien remuneradas y teníamos dinero de sobra para la sencilla vida que llevábamos. Se podría decir que nuestras vidas eran perfectas, pero ambos sentíamos que faltaba algo: ampliar la familia. Una vez estuvimos seguros de la decisión adoptamos a una pequeña niña huérfana de 2 años. La pequeña llamada Carla creció alegre y segura en el seno del amor que le brindábamos. Cuando Carla fue creciendo nos dimos cuenta de que, aunque tenía amigos en el humilde colegio al que iba, en casa se encontraba muy sola, por lo que cuando cumplió 4 años le dimos la sorpresa de que iba a tener una hermanita pequeña para hacerse compañía. Luna, nuestra nueva hija, era 2 años menor que Carla, y Mauro y yo las vimos crecer agradecidos por la maravillosa vida que habíamos logrado tener, a pesar de todas las dificultades iniciales. Si tan solo hubiera sido así para siempre… Pero todo lo bueno tiene un final.
Mauro tenía muchos amigos en el pueblo, e incluso viajaba a otros pueblos a hacer más amigos. Últimamente había estado viajando con frecuencia a Llanes. Allí se encontraba su grupo de amigos más querido por lo que se acercaba allí unas 2 veces a la semana mientras yo me quedaba en casa con las niñas. En un inicio sus viajes no eran más que una excusa para que ambos tuviéramos algo de tiempo para nosotros, sin embargo Mauro cada vez pasaba menos tiempo en casa. Uno de aquellos días en los que estaba de viaje comenzó a retrasarse más de lo habitual. Era un día de lluvia con lo que temía que hubiera tenido un accidente y empecé a impacientarme, ya que tampoco cogía el teléfono ni daba señales. Hacia las 3 a.m. decidió aparecer en casa. Me pidió perdón y comenzó a besarme y contarme que uno de sus amigos, Rob, les había engatusado a todos para jugar una última partida de poker, y que esta acabó por alargarse demasiado. Al final, debido a lo cariñoso que estaba él, y a lo aliviado que estaba yo de que no le hubiera pasado nada, dejamos el tema y nos fuimos a la cama, sin embargo esta no sería la última vez que escucharía el nombre de Rob.
Tras ese día Rob pareció convertirse en el centro del mundo. No dejaba de hablar de él, de lo bien que se lo pasaban, de lo amable que era, y mil cosas más. Todo era Rob. Llegó un punto en el que ya hasta Carla y Luna empezaron a notar la ausencia de su padre. Ya no jugaba con ellas ni les prestaba demasiada atención. Yo, que nunca había experimentado los celos, comencé a sentir el amargor propio de éstos cada vez que mi esposo mencionaba a su nuevo amigo. Una noche mientras las niñas dormían le propuse emborracharnos, con la idea de sacarle algo de información en ese estado. Recuerdo mirarle a la cara mientras tomábamos nuestra primera copa. Era tan hermoso… Le miraba ensimismado, feliz por compartir ese momento de intimidad con él, sin saber que sería posiblemente mi último momento de alegría. Una vez que Mauro estaba suficientemente bebido, comencé a hacerle preguntas. Mi amado Mauro no me decepcionaba, me decía que me quería, que era hermoso, que me echaba de menos, y yo no podía estar más feliz. Nos fundimos en un abrazo que hacía tiempo que no nos dábamos mientras nos hacíamos caricias. Estuvimos así unas horas, hablando de cualquier cosa, saboreando el momento. A eso de las 5 a.m. me miró a los ojos, me acarició la mejilla y se acercó a mi oído. «No se a que ha venido este interrogatorio, pero espero que te haya quedado muy claro que te amo», me susurró, «Da igual las veces que me lo preguntes, te amo, Rob». Un rayo sonó cerca de la casa y la luz tintineó. Mauro se fue a la cama. Yo en cambio no pude moverme. Notaba la bilis subiendo por la garganta. Corrí al baño y comencé a vomitar. «Rob. Me ha llamado Rob. Me ha dicho que me ama como si fuera Rob», pensaba mientras vomitaba sin parar. Notaba la cara hirviendo. Me fallaban las piernas. Me sentía mareado. «¿Cuánto tiempo llevaba engañándome?, ¿Por qué lo había hecho?», decenas de preguntas se atropellaban en mi mente. Pensé en todas las cosas bonitas que nos habíamos dicho hace unas horas. Todo era para Rob. No pude más. Me desplomé, golpeándome la cabeza contra el suelo y desmayándome. El ruido despertó a la pequeña Luna, quien al verme en el suelo con la cabeza ensangrentada comenzó a llorar, despertando así a Carla, quien pudo llamar a los servicios de emergencia.
Desperté en una cama diferente a la mía, y al tratar de incorporarme noté que no podía mover ni un músculo. Ni siquiera los ojos. Comencé a estresarme ante la impotencia de no poder moverme, pero no había manera. Lo que creo que fueron unos minutos, o tal vez horas, después, oí una puerta abrirse y a una voz femenina hablar. Le contaba al que suponía que era mi marido, que debido a un golpe en la cabeza había quedado en coma indefinidamente. No sabían cuánto tiempo iba a permanecer así. Me resultaba difícil entender todas las palabras ya que afuera llovía tanto que el ruido se colaba dentro. Según la doctora, el coma no se debía solo al golpe, sino que se vio potenciado por una situación de alto estrés que alteró la química de mi cerebro. Añadió que esta alteración podría provocar efectos secundarios permanentes en mi personalidad, comportamiento, memoria, y demás actividades relacionadas con el cerebro. La voz de Mauro justificó que no sabía por qué podía haber sido causado ese estrés, y ambos salieron de la habitación. Mauro entró más tarde con una presencia masculina y comenzó a hablarme. Me presentó a su acompañante. Se trataba de Rob, quien debía dar gracias a que estuviera inmóvil. Comenzó siendo un monólogo hacia mí, pero al rato comenzaron a hablar entre ellos. Hablaban como una pareja. Yo no aguantaba la situación pero no podía hacer nada. Estuve horas escuchando cómo mi esposo me era infiel sin reparo delante de mí. No podía soportarlo. Para evadirme pensaba en lo que haría al despertar, pero solo podía pensar en la venganza. Fueron pasando los meses y llegó un punto en el que mis hijas comenzaron a hablarme de Rob como su nuevo padre. La traición de mi marido, y ahora de mis hijas, sumado a la impotencia de que no podía ni llorar por la parálisis, hizo que mi mente se degenerara, llegando a un estado en el que no me importaba nada más que la venganza. Al cumplirse un año del inicio de mi coma, Mauro y Rob me informaron, por si podía oírles (lamentablemente sí), de que se iban a casar, y que Rob iba a ser el nuevo padre legal debido a mi estado. Además dejarían de visitarme, ya que las niñas estaban muy ocupadas, y ellos, en resumidas cuentas, no tenían ganas.
Pasaron unos meses más en soledad, y noté como mi ojo derecho comenzó a abrirse. Poco a poco me fui incorporando en la camilla, y al comprobar los médicos que estaba físicamente bien, pasaron a la evaluación psicológica, en la que obviamente fingí y mentí para salir lo antes posible y cumplir mi objetivo. Tuve una rehabilitación rápida, durante la que aproveché para buscar información del paradero de mi ex-esposo. Terminé todo el papeleo con el hospital, y me dirigí a mi destino. Al parecer ahora vivían en Galicia, por lo que cogí el primer tren, y consumido por la cólera, la frustración, y las ansias de venganza, me dirigí hacia mi destino. Al llegar al chalet rompí una ventana y me colé en la cocina. Había tormenta eléctrica así que los que escucharan el ruido no tenían por qué sospechar nada.
[...]
Y así es como llegué a este momento. En la cocina por donde entré se encuentra el cuerpo de Rob, quien se encontraba comiendo, y delante de mí, el miserable que destruyó mi existencia. Mauro me dice a gritos que una infidelidad no es excusa suficiente para acabar con una familia entera, lo que me deja claro que no lo entiende. No entiende nada. La infidelidad solo es la base, pero no es un buen momento para explicárselo. Le aparté y salí al fin de esa sangrienta escena. Yo no soy un asesino, fueron ellos los que me mataron primero, y no se lo podía perdonar. Lo que sea de mi a partir de ahora no es relevante. No me queda vida que vivir por lo que me importa más bien poco si me descubren o no. Comienzo a andar en busca de algún lugar donde comer, pero al dar los primeros pasos noto algo frío introduciéndose en mi espalda. Al parecer a Mauro no le pareció bien pagar las consecuencias de sus actos y me clavó el cuchillo que utilicé antes contra su familia. Más que dolor, sentí alivio, al fin y al cabo, no se puede matar a alguien que ya está muerto.