Un ángel convertido en ciervo blanco


Autor: Julia Venace

Fecha publicación: 03/02/2023

Certamen: II Certamen

Resumen

En este relato realizo una pequeña historia inventada con posterioridad a la novela "Orgullo y Prejuicio". El documento consta de una hoja de aclaraciones previa a la historia, con tal de poner al lector en contexto, de modo que entienda con facilidad lo que ahí se cuenta.
Elizabeth Bennet, la protagonista, relata su primera navidad como la Señora Darcy en la mansión Pemberley. No obstante, una discusión desencadena una serie de acontecimientos que la llevarán al bosque, en donde se encontrará con la presencia de un ciervo blanco.
Cuando se despierta, tras varias horas en la inconsciencia, vuelve a encontrarse en la mansión, arropada en la cama de sus aposentos y rodeada de toda su familia. En ese momento se da cuenta del verdadero propósito de la visita del ciervo blanco, que solo quería transmitirle un mensaje muy importante: Elizabeth está embarazada.

Relato

Los sirvientes merodeaban de un lado a otro, poniendo manteles con bordados de pedrería, cubiertos de plata reluciente y vasos tan pulcros que brillaban a la luz de las velas. Elizabeth alcanzó a oír la llegada de varios carros de caballos a la entrada de la mansión de Pemberley y apremió a la señorita Darcy, que segundos después corrió escaleras abajo.
— Es el lazo, no está perfecto y no consigo… —murmuró Georgiana con semblante nervioso.
Elizabeth soltó una carcajada y le hizo un nudo perfecto a su cuñada en la parte baja de la espalda. La señorita Darcy se recompuso entonces, adquiriendo una posición practicada y elegante antes de que uno de los criados abriese la puerta. Como era de suponer, la señora Bennet fue la primera en entrar, alabando la exquisitez y belleza de la estancia. Seguidamente, cogió la mano de Georgiana y la saludó con efusividad. La señorita Darcy se quedó callada, presa de su timidez, y luego prosiguió a escabullirse detrás de la figura de Elizabeth, demasiado cohibida como para presentarse ante tantas personas nuevas.
— Pero, Lizzy, ¿dónde está el señor Darcy? —preguntó su madre, husmeando por encima de su hombro.
Elizabeth le contestó con resolución, explicándole que su marido estaba ausente debido a que tenía que resolver unos asuntos urgentes en Londres, y que, como consecuencia, no podría asistir a la celebración de esa noche.
Después siguió el señor Bennet, acompañado de su hermana Mary. El hombre se limitó a darle un beso en la mejilla a su hija y a sonreír con cortesía a Georgiana; por el contrario, la señorita Bennet permaneció sumergida en su libro mientras caminaba hacia el comedor. Luego prosiguieron Jane y el señor Bingley, tan sonrientes como siempre. Su hermana mayor corrió a darle un abrazo y el marido de esta le hizo una reverencia afectuosa, dirigiéndose seguidamente a Georgiana, que perdió toda la timidez en cuanto pudo distinguir una cara conocida.
Tras una breve charla, todos se acomodaron en sus asientos y disfrutaron de una velada totalmente maravillosa, hasta que el señor Bennet manifestó su inconformismo ante el retraso de los señores Wickham. Su mujer, como respuesta, replicó sin índice de preocupación:
— Oh, señor Bennet, no sea usted aburrido, Lydia tiene una vida muy ocupada como mujer casada y ni siquiera nos han servido todavía el primer plato.
Como si hubieran invocado su presencia, dos sirvientes corrieron a abrir la puerta y Lydia irrumpió como un tornado en el comedor, seguida por su hermana Kitty y el señor Wickham.
— Oh, queridísima hermana, perdóname por la tardanza, pero mis doncellas a veces son inútiles en lo referido a vestir adecuadamente a una dama —dijo la señorita Wickham en un tono que a Elizabeth se le antojó irritante.
Lydia prosiguió a sentarse entre Kitty y su madre, que no dudó en comentar la opulencia favorecedora del vestido de su hija. El señor Wickham fue el único que, un poco abochornado por la actitud de su esposa, hizo una reverencia de disculpa y se sentó finalmente en la mesa. Elizabeth contempló con diversión la mirada envenenada que le lanzó su padre al caballero, y luego el festejo continuó.
— Dígame, señorita Darcy —comenzó a decir Lydia, tomando un gran sorbo de vino—. ¿Tiene usted algún pretendiente? Conozco a muchos oficiales encantadores con los que podría bailar alguna vez.
Elizabeth sintió un mareo repentino que le produjo ganas de vomitar, pero se contuvo y cerró los ojos. Jane se percató de su angustia y la observó en silencio, llena de preocupación.
— Ahora mismo no tengo intención de casarme, señora Wickham, pero agradezco su ofrecimiento —contestó Georgiana con las mejillas rojas.
— Puedo llegar a entenderla, querida. Claro está que una mujer con una dote de treinta mil libras no necesita un hombre, pero…
— Ya basta, Lydia —la interrumpió Jane, anticipándose a las intenciones de su hermana.
— Pero he oído decir que usted se enamoró de mi marido y realmente deseo que, algún día, alguien sea capaz de amarla la mitad de lo que amo yo a mi querido señor Wickham. Estará usted de acuerdo conmigo en que el amor es muy bello cuando es correspondido. ¿No es así, señorita Darcy?
Georgiana, ante tal comentario, no pudo ocultar más su disgusto y salió corriendo del comedor con lágrimas en los ojos. Elizabeth, a pesar de los mareos que la atenazaban en aquel instante, se levantó de la mesa y corrió detrás de su cuñada. Esta había abierto la puerta principal y había salido a la fría intemperie. La señora Darcy se temió lo peor y, sin hacer caso a las súplicas de sus sirvientes para que regresase a la mansión, se internó en el bosque.
Los campos de Pemberley eran extensos y densos en vegetación, así que la humedad en el aire comenzó a pasarle factura a Elizabeth, que pronto se vio completamente helada y rodeada de una nieve espesa que no le dejaba continuar su camino. Maldijo para sus adentros, arrepintiéndose de no haberse puesto siquiera un poco de abrigo, pues la fina tela de su vestido comenzaba a empaparse. Dicha circunstancia, sumada a los escalofríos, sus inexplicables mareos y una reciente fatiga, la inhabilitó de las pocas fuerzas que le quedaban.
Así fue como llegó a duras penas a la orilla de un lago helado y se tendió sobre un tronco húmedo, admirando la belleza de aquel claro de bosque y, a la misma vez, oscilando la posibilidad de morir allí mismo por hipotermia.
Cuando sus mareos fueron a peor, Elizabeth dirigió la mirada a la orilla opuesta y quedó sorprendida ante lo que veían sus ojos: un ciervo, de una blancura casi plateada, la observaba desde el otro lado del lago. El animal se internó en el hielo con una soltura impropia y, mientras caminaba sobre la fina capa congelada, sus patas dejaban a la par un
aura brillante casi irreal. En cada paso nuevo que daba el animal, luces centelleantes se desenvolvían y bailaban bajo el agua. La mujer, presenciando una escena tan mágica como aquella, creyó tener una alucinación.
Sin embargo, la idea quedó descartada en cuanto el ciervo se paró frente a ella, tan cerca que Elizabeth pudo observar el ramillete dorado que el animal llevaba entre los dientes. Este último dejo caer su cabeza sobre el vientre de la señora Darcy que, inundada por un sentimiento de seguridad, se atrevió a acariciarle las orejas escarchadas.
La respiración caliente del hocico del ciervo sobre sus dedos tiesos y el ramillete dorado, que el animal había depositado sobre la palma de su mano, fue lo último que recordó Elizabeth antes de sumirse en la inconsciencia.
— ¡Lizzy, querida! ¡Por fin te despiertas! —se oyó decir a su madre en cuanto sus ojos comenzaron a abrirse.
Elizabeth ya no estaba en el bosque, sino en su habitación de la mansión Pemberley, esta vez sin frío ni rastro alguno de aquel ciervo plateado que hace unas horas se había acostado en su regazo. Todos sus familiares se paseaban por la habitación, a excepción de Lydia y el señor Wickham, que habían huido de la situación en cuanto habían tenido oportunidad.
— No es propia de ti esta necedad, hija mía. Deberías haber sido más prudente antes de internarte por tu propio pie en ese bosque helado. Todo este tiempo, la señorita Darcy había estado en el granero. —le explicó el señor Bennet, riñéndola, pero al mismo tiempo conmovido por la valentía de Elizabeth.
De repente, la puerta de sus aposentos se abrió y apareció antes sus ojos el señor Darcy, que no tardó en acercarse con urgencia hacia la cama donde reposaba su mujer, seguido de cerca por su hermana pequeña. Todos quedaron sorprendidos con su inesperada aparición y comenzaron a explicarle al dueño de la casa todo lo que había sucedido con lujo y detalle. El médico, no obstante, exigió a la multitud que esperase fuera.
El señor Darcy le besó la frente a su mujer y un tono rosado pronto adornó sus mejillas. A pesar de que convivía diariamente con Fitzwilliam Darcy, Elizabeth seguía tan enamorada como el primer día.
— Querida, estoy seguro de que no me creerás en cuanto te diga la razón de mi vuelta —dijo el hombre, mientras el doctor, Georgiana y Elizabeth escuchaban con atención—. Estaba saliendo de una conferencia en la capital cuando me entregaron una carta de urgencia. En ella, un remitente desconocido me alertaba de un suceso preocupante que se había dado esta misma noche en la casa Pemberley. No había firma, ningún nombre, solo un ramillete dorado en un extremo de la carta. He venido lo más rápido que he podido y no puedo estar más aliviado y aterrado a partes iguales, pues el mismo señor Bennet me ha dicho que ninguno de ustedes había enviado ninguna carta.
Elizabeth entonces, atónita por esa noticia, explicó a su marido su encuentro con el ciervo y le enseñó el ramillete dorado que aún tenía aferrado entre los dedos, idéntico
al que había recibido el señor Darcy. Aún patidifusos, Georgiana fue la única interesada en el estado de salud de su cuñada, así que preguntó sin más dilación cuál era la causa de los mareos que había sufrido Elizabeth durante la cena y en las inmediaciones del bosque.
— Tras escuchar vuestras vivencias de esta noche, señor y señora Darcy, he de decir que esos ramilletes dorados no son pura casualidad. Pues, al contrario, me veo en la potestad de afirmar que se trata de un mensaje de Dios, un milagro.
— Sea más preciso, doctor —exigió Georgiana, realmente intrigada.
— La señora Darcy está embarazada. Y creo que el animal que vio en el bosque era ni más ni menos que un ángel. Un ángel metamorfoseado en un ciervo blanco, anunciándole la llegada de un nuevo ser a este mundo.