Resumen
En un futuro no muy lejano, Pol tiene un infarto fulminante causado por estrés laboral y una vida licenciosa. Su esposa consigue preservar la mente de su marido en la nube, a la espera de un nuevo cuerpo. Mientras tanto, y para poder continuar con sus vidas, interactúa con él a través de una heladera súper moderna que han adquirido recientemente. Todo parece mejorar, hasta que deciden juntarse a cenar con una pareja de amigos.
Relato
Cuando Pol tuvo su primer infarto fulminante decidí que debía cambiar de actitud y permanecer más en casa. No lo tomó nada bien. Al día siguiente de la transición encontré un desastre: los pisos sucios, la ropa sin lavar, las luces encendidas. Sabía que estaba ofendido, que hubiese preferido su notebook o su celular, donde pasaba horas sin prestarme atención. Pero es que había sido todo tan rápido.
—¿Dónde quiere que le instale a su marido? —me había preguntado el técnico.
Hacía poco que habíamos comprado la heladera: cromada, con doble puerta y freezer debajo, con una enorme pantalla táctil color y cámara frontal. Todavía recuerdo cuando la descubrimos al final de un pasillo en la tienda de electrodomésticos. Pol le había dado la espalda y me había enseñado como su cuerpo de nadador tenía casi las mismas dimensiones. Disfrutaba mostrar su virilidad en cada ocasión que se le presentaba y yo lo odiaba por ello.
—Estas heladeras vienen con un procesador muy potente —me confirmó el técnico al verla en la cocina.
—¿Y si se corta la luz? —pregunté aterrada.
Me recordó lo que me había dicho el médico, que la heladera era sólo una interfaz, un nexo con el mundo real.
Esa misma tarde se lo conté a Pol.
—Ahora estas subido a la nube —le dije con mi mejor sonrisa, sabía que me observaba a través de la cámara—. ¿No es curioso? Es como si realmente estuvieras muerto, aunque dudo que te acepten en el paraíso.
Pol rio y supe que de a poco se iba a ir adaptando.
El médico me había asegurado de que en noventa días tendríamos el cuerpo definitivo. Llevaba un tiempo sintetizarlo, pero iba a quedar igual al original. En ese momento terminaría la transición. Pero mientras tanto podríamos tener una convivencia más o menos normal.
A veces Pol sentía un extraño zumbido. Consultamos con el médico. Resultó ser el motor de la heladera, así que dejamos de preocuparnos. Por lo demás, no notaba prácticamente diferencias.
De a poco Pol lo fue entendiendo y el cambio comenzó a notarse. Al día siguiente, al regresar de la oficina, encontré la casa impecable. Pol había aprendido a vincularse con el resto de los dispositivos inteligentes, "con el sistema domótico" me había explicado el técnico. La aspiradora robot había limpiado los pisos de madera, que parecían recién pulidos, y del lavarropas desbordaban las sábanas blancas y perfumadas, listas para ser tendidas. Cuando me estaba quitando el maquillaje, sonó el timbre. Era el chico del supermercado con las compras que Pol había encargado. Hasta había detectado un yogur vencido, que me indicó a través de la pantalla para desecharlo.
Esa noche cenamos sin tele. Hablamos de planes futuros: éramos jóvenes y teníamos toda una vida por delante. Aún no teníamos hijos, pero con las tecnologías actuales todo era posible. Con su nuevo cuerpo, Pol podría regresar al trabajo, incluso viajar. Podría llamarme desde un hotel lujoso, de un país exótico, y yo volvería a extrañarlo y a pensar que tal vez estaría con otra mujer, y me consolaría pensando que a Pol le gustaba alardear. Quizá fue muy apresurado de mi parte, pero lo vi tan entusiasmado en su flamante rol hogareño que quise creer que ya no tendría que contarle a Santino, o a Santina, —hasta habíamos pensado los nombres— que su padre estaba otra vez de viaje.
Era tal el entusiasmo, que al día siguiente me esperó con la comida preparada. Había pedido sushi en un restaurant que nos encantaba. Hablamos de viajes juntos, de las playas del caribe, del outlet premium de Orlando. Cuando me confesó que disfrutaba de la casa tuve que hacer un esfuerzo para no llorar.
El sábado amaneció soleado. Aunque ponía en riesgo los alimentos, decidí desenchufar la heladera. De inmediato volví a conectarla con un prolongador largo que Pol guardaba en la cochera, junto a la caja de herramientas. La heladera era grande, pero habíamos tenido la genial idea de colocarla sobre un carrito, así que puede retirarla del nicho sin demasiado esfuerzo.
—¿Qué hacés? —me dijo Pol sorprendido.
—Ya vas a ver.
Lo más difícil fue atravesar la guía del ventanal. La heladera se sacudió y temí volcarla. Finalmente logramos salir al parque. Busqué una reposera, la acerqué y me recosté. Me puse algo de protector solar; los primeros calores me dejaban la piel como un tomate. Nos quedamos en silencio un instante, disfrutando del bonito sol que iniciaba la primavera. Un colibrí se acercó a la pantalla, tan cerca que Pol logró oír el veloz aleteo, me contaría después. Entonces le mostró una imagen de una rosa con gotas de rocío que encontró en internet. El pájaro empezó a picotear la pantalla y nos reímos.
Recordamos que esa noche teníamos visitas. Habíamos quedado con una pareja amiga que vivía en la capital. Por la distancia no nos veíamos muy seguido, una o dos veces al año, pero cada vez que lo hacíamos la pasábamos muy bien. Así que decidimos no cancelar la cita. Pol se encargaría de la cena; yo, del postre.
Aunque Pol no tenía un sensor de temperatura, ya empezaba a fastidiarse con el zumbido del motor de la heladera, que se esforzaba por conservar el frío del interior. Me pidió regresar a la cocina y lo hice de inmediato. Cuando lo acomodaba en su nicho, empujando con fuerza para que quedara bien al ras de las alacenas, noté que lo estaba abrazando. Nos quedamos así un momento. Por el pequeño parlante, que tenía junto a la cámara, emitió el ruido de un beso. Besé la pantalla y me fui a duchar.
Vale y Santi llegaron puntuales a pesar del viaje. Ya estaban al tanto de lo de Pol. Sin embargo, ni bien dejaron sus abrigos en la entrada, empezaron a bombardearlo a preguntas, turnándose entre ambos: si era muy distinto a un cuerpo de verdad, qué había sentido al infartarse, si había visto la luz al final del túnel.
Cuando serví la cena, lo de Pol ya había perdido interés y comenzaron a comportarse como de costumbre. Abrimos un buen vino, que habíamos guardado para la ocasión, y aunque Pol no podía tomar, enseguida compartió el bueno humor de la mesa y se puso a conversar de fútbol con Santi. Yo empecé a planear el viaje con Vale, que habíamos imaginado para las fiestas. Queríamos pasarlo en la costa. Ya habíamos tenido la experiencia el año anterior y había sido maravilloso: la brisa nocturna en la playa, los fuegos artificiales duplicándose en el mar.
—¿Y Pol? —dijo Vale.
—No te preocupes —le dije—. Para ese momento ya va a estar de entreno.
—Podrías aprovechar y pedirle alguna mejora. Algún músculo más.
Nos reímos. Pol y Santi dejaron de hablar.
—¿Qué están diciendo de mí? —preguntó Pol haciéndose el ofendido.
—Te vamos a hacer un upgrade —le dije—. Sólo algunas partes.
—Ah, muy bien —dijo Santi—. Como en casa.
—No tenías que contarles —Vale se sonrojó y lo miró como pidiéndole explicaciones.
—¿Qué pasó? —le dije—, ¿qué te hiciste?
—Es que no me sentía muy bien con lo que tenía.
—¿Te agrandaste?
Todos reímos.
—Me tenés que mostrar —le pedí—. Por favor.
—A todos nos tenés que mostrar —empezó Pol, que no había tomado alcohol pero ya actuaba como tal.
Vale reía, tenía todas las miradas encima de su escote. Entonces se estiró la remera sobre el cuerpo, era evidente que no llevaba corpiño, y se puso de perfil. El cambio era notable.
—¡Gol! —gritó Pol.
Todos reímos, pero el comentario me hizo sentir algo incómoda.
—Parate, Vale —dijo Pol—. Dale, mostrá tu nuevo cuerpo. No es justo que solo yo lo muestre.
Mientras más se hacía el gracioso, menos me divertían sus comentarios. Vale finalmente se incorporó y Pol puso esa estúpida canción de Joe Cocker que Vale empezó a bailar con movimientos obscenos. A Santi pareció no molestarle, ni siquiera cuando Vale se acercó a la heladera, pegó sus enormes tetas de plástico sobre la puerta y empezó a restregarlas de arriba abajo, flexionando las rodillas hasta casi tocar el piso.
Los despedí en la puerta, deseándoles un buen regreso. A Santi le pregunté si estaba bien para manejar. Me respondió que sí, luego empezó a caminar imitando el andar errático de un borracho
—No nos colguemos con las fiestas— gritó Vale desde el auto, saludándome con la mano.
Cerré la puerta. Levanté la mesa y dejé los cubiertos sin lavar amontonados en la pileta.
—Qué bien que la pasamos —dijo Pol.
Sin prestarle atención, abrí la heladera. Salvo un par de botellas de leche, no había nada que pudiera echarse a perder. Las metí en el cajón del freezer. Después la desenchufé y me fui a acostar.