Todas son unas brujas


Autor: Bobby Black

Fecha publicación: 23/02/2023

Certamen: II Certamen

Resumen

Un niño rebelde no se deja someter por las maestras, pelea por su vida, varios lo intentan detener hasta que llega una maestra para consolarlo sin saber lo que le espera.

Relato

Todas son unas brujas

—¿Por qué empujaste a Carlitos? —preguntó Miss Martha. Estaba enojada. Sujetaba a Diego de los hombros tras ver cómo aventaba a su compañero.
Diego tenía los puños cerrados. La miró sin miedo, resopló varias veces.
—¡Contéstame! —alzó el tono Miss Martha—. Vámonos a la dirección, ya me tienes harta.
De cincuenta y ocho años de edad, un metro con sesenta y seis centímetros de estatura y setenta y cuatro kilos de peso, miss Martha ha trabajado con niños de prescolar desde que salió de la normal. Cada año se cansa más, asegura que las generaciones vienen más incontrolables.
Sujetó a Diego del brazo y lo jaló para que caminara. El niño intentó quitarse la mano que lo aprisionaba cual grillete. Dejó de mover los pies, pero la fuerza de su captor fue demasiada.
De seis años con cinco meses de edad, un metro y quince centímetros de estatura y veinte kilos de peso, Diego se metió la mano de la maestra a la boca y la mordió. Al sentir dolor, Miss Martha bajó la mirada, y al ver a Diego con un pedazo de su mano entre los dientes, lo soltó. No podía creer lo que el niño le hacía. Diego apretó más su mandíbula y la sujetó para que no se escapara. La maestra empezó a gritar, primero con pequeños quejidos entrecortados y después como sirena desafinada.
Su mano seguía dentro de las fauces del niño.
Intentó recordar alguna de las largas y aburridas capacitaciones que había tenido en todos sus años de maestra. En ninguna se habló de niños mordiendo profesores. Tampoco le ayudó la experiencia de ser madre para lidiar con un niño tan problemático y rebelde.
—Miss Claudia, Miss Claudia —gritó la profesora Martha—, Diego me está mordiendo, ¡ayúdeme!
Con un movimiento rápido, Miss Martha pudo liberar su mano. Intento sujetarlo. Diego revoloteó con su cuerpo para no ser capturado.
—Aléjate, bruja —gritó Diego mientras le escupía.
Miss Claudia, al escuchar los gritos de auxilio de su colega, dejó su guardia en los baños y fue en su ayuda. De cuarenta y dos años, un metro con cincuenta y ocho centímetros y cincuenta y nueve kilos, comenzó a dar clases de inglés cuando a su esposo lo corrieran del trabajo. Agradecía el año que pasó en Inglaterra para perfeccionar el idioma, contaba ahora con un puesto de tiempo completo. Cruzó el patio con un laberinto pintado, corrió por el pasillo de azulejos rojos con columnas redondas, y llegó donde estaba el altercado, con la espada desenvainada.
Sujetó al niño de los brazos. Diego, al sentirse apresado, comenzó a patearla en las espinillas, con tal fuerza y saña, como piñata de cumpleaños.
—Niño, siempre lo mismo contigo. No me pegues y cálmate —dijo Miss Claudia.
—Déjame, no me toques, bruja.
—Eres un salvaje —dijo Miss Claudia.
Desde hace un año, Diego usaba zapatos ortopédicos de suela dura. No le gustaban, le molestan y se resbala cuando corre en el patio. Sus padres lo obligaban a usarlos. Por primera vez les encontró ventaja. De una patada certera en el tobillo, Miss Claudia cayó al piso.
—Profesor Erick —dijo Mis Martha—. ¡Venga¡ Ayúdenos con este niño.
Las maestras intentaron detener a Diego mientras soltaba mordidas y patadas como escualo fuera del agua.
—¡Déjenme, brujas! ¡No me toquen!
El Profesor Erick intentó ser boxeador desde los quince años. Al no poder consolidar su carrera, entrenó en un gimnasio hasta que consiguió el puesto de maestro de educación física. De veintiocho años, un metro con setenta y cinco centímetros y de ochenta y cinco kilos, nunca se imaginó enseñar en una escuela y menos en preescolar. La paga era mala. Se quedó porque se enamoró de Miss Diana. Ella enseñaba teatro. De veintidós años, un metro con sesenta y cuatro centímetros y de cincuenta y dos kilos, ella no le hacía caso. No, porque no tenía auto.
—Diego, cálmate, por favor —dijo el Profesor Erick.
Lo quiso detener, no supo cómo. Recordó a su padre y las muchas ocasiones que le pegó por contestarle, hacerle caras o rezongar. Unas nalgadas y se enderezaría este niño.
Diego pateó y golpeó sin parar, sin tregua, sin piedad.
Sus compañeros dejaron de jugar e hicieron un corro. Los gritos enmudecieron a la escuela completa. Miraron con sorpresa el atrevimiento de Diego. Se aterraron al verlo rebelarse ante los profesores. Su mejor amigo Marco, de seis años con tres meses de edad, un metro con diez centímetros y veinticinco kilos, se sintió culpable; le había dejado de hablar hace dos semanas. Marco no le quiso prestar el color rojo para dibujar y Diego lo empujó. No lo acusó, sólo se alejó de él.
Su peor enemigo, Fabián, de seis años con ocho meses de edad, un metro y veintiocho centímetros y treinta kilos, disfrutó al principio del espectáculo; después sintió empatía y hasta pensó en ayudarle. No se atrevió. Eso de pegarle a los profesores, ni él se atrevía a hacer.
Los tres maestros no pudieron detener a Diego. El ahínco con el que resistía era envidiable y temible.
—¡Suéltenme¡ —gritó como si lo desmembraran.
La Directora salió de su oficina. Repasaba como siempre sus clases de francés. Advertida por los gritos, vio a los niños en bolita y se acercó. De cincuenta y tres años, un metro y cuarenta y nueve centímetros, cincuenta y dos kilos de peso, se abrió paso entre los alumnos.
—Diego, ¿otra vez tú?
El niño resopló y dejó de luchar. Los profesores lo soltaron, la Directora lo tomó de los hombros.
—Vámonos a la dirección.
—Déjame, vieja bruja.
Diego la rasguñó en la cara. Ella no podía creerlo. Se escuchó al unísono un ¡uuuuu! de todos los alumnos.
La Directora se llevó la mano a la mejilla, que le comenzó a arder. Se acordó de la cachetada que le dio su madre frente a sus amigas un día que se fue de fiesta y regresó más tarde de lo prometido. Sintió la misma humillación.
Su maestría y doctorado en pedagogía y educación no la prepararon para ese momento. Pensó en golpearlo. Todos los días las maestras lo llevaban a la dirección por mal comportamiento, estaban hartas. “¿Qué le pasó a este niño? Es muy listo y el año pasado era muy tranquilo”, pensó la Directora.
—Te odio, vieja bruja, déjame —y le escupió la cara.
Diego la pateó, el Profesor Erick le detuvo los pies y Miss Claudia y Miss Martha intentaron detenerlo de nuevo; no lo lograron. Los brazos delgados de Diego no se dejaban pescar por las maestras.
—Déjenme, suéltenme, brujas. Todas son unas brujas, las odio.
Miss Paty salió de su salón por los gritos. Vio a los cuatro profesores encima de Diego. Caminó hacia ellos, se hincó frente al niño que parecía estar en un potro medieval.
—Diego, escúchame, soy Miss Paty —lo abrazó. —Suéltenlo, déjenmelo a mí —extendió los brazos para alejar a los profesores.
Diego percibió el perfume de Miss Paty y dejó de luchar. Los maestros, al no sentir la fuerza del diablo encarnado en el cuerpo del niño, lo liberaron.
Diego resoplaba.
A Miss Paty, de treinta y cuatro años, un metro con sesenta y ocho centímetros y cincuenta y seis kilos, desde niña le gustó la música y aprendió a tocar la guitarra y el piano. Le encanta la ópera de Richard Wagner y ella misma ha escrito varias piezas. Sus padres no están interesados en escucharlas y se opusieron a que estudiara en el conservatorio de música.
Miss Patty miró los ojos del niño, desorbitados, las pupilas dilatadas.
—No te lo lleves, es un grosero —dijo la Directora.
—No lo sueltes, se va a escapar — le advirtió Miss Claudia.
—Ven, acompáñame —Miss Paty tomó de la mano a Diego.
Los maestros la miraron estupefactos.
—No lo puedo creer, ella sólo es la maestra de música —susurró la Directora.
Atravesaron el patio ante los ojos perplejos de todos los maestros y alumnos, cruzaron agarrados de la mano el área de los columpios y el arenero. Diego temblaba y un ligero sudor frío le recorrió la sien. Lo hizo sentarse en la banca favorita de Miss Paty, bajo un enorme eucalipto.
—Diego, ¿cómo te sientes?
El niño jadeaba como toro recién indultado.
—¿Por qué les pegaste a las Mises?
—Es que las odio, todas son unas brujas, no me dejan en paz —se le humedecieron los ojos.
—A ver, cálmate.
Miss Paty le tomó los puños.
—¿Me quieres platicar por qué te estaban agarrando?
Diego comenzó a llorar. Ella sintió pesados los ojos y a un cocodrilo morderle la yugular, se concentró para que sus lagrimales no expulsaran el veneno ardiente.
—Es que estaba jugando a los dinosaurios y se metió en mi juego Carlitos y lo empujé, siempre se mete en mis juegos. Él tuvo la culpa.
—Pero, Diego, lo pudiste lastimar.
—No me importa. Ya estoy harto, odio a todos los niños.
—¿Y por eso le pegaste a las Mises?
—Ellas me querían castigar, no hice nada.
—Diego, no odies a la gente. Tú no eres así.
—No me importa, odio a las Mises. Están en mi contra, les dicen a los niños que me molesten, y cuando yo me defiendo, me castigan.
—Cálmate —Mis Paty le acarició la cabeza.
A Diego le escurrían pequeñas lágrimas por cada mejilla, bajaban como arañitas colgadas de sus pestañas.
—Ya estoy harto de la escuela, Miss Paty, ya me quiero ir a mi casita.
Ella quiso abrazarlo; no lo hizo. Ahora está prohibido tocar a los alumnos.
—¿Tú también me odias?
—No, Miss Paty, a ti no.
Miss Paty abrió la boca y le salió humo verde de la boca como un enjambre de avispas desorientadas. Moviéndose despacio se acercó Diego, gritó y quiso correr. Miss Paty lo sujetó de las manos. El humo se metió por la nariz, bocas, ojos y orejas del niño. Se convulsionó varias veces para quedar inerte en la banca.
Las maestras y los niños se acercaron a la banca, sonreían tan fuerte que se les veían las encías y un leve humo se les escapaba por la boca.