
Resumen
Una mujer siempre quiso escribir. Una librería de segunda mano será su inspiración.
Relato
Sandra se sentó en su sillón preferido, colocó los pies en alto, ya que las medias compresivas no eran del todo eficaces para aliviar sus problemas de varices, y cerró los ojos un instante sin prestar atención al televisor encendido que solo servía de sonido de fondo. Un portazo rompió su silencio. Provenía del piso inferior, muy habitual en aquella casa. Después siempre se escuchaban unos gritos. Esa era la secuencia de los hechos hasta que regresaba de nuevo el silencio.
A la derecha de su sillón orejero, colocado sobre una pequeña mesa de madera de roble, junto a sus gafas para la presbicia, se encontraba el libro que había concluido la tarde anterior. El separador estaba sobre él para servir de guía a su siguiente lectura.
Ese libro concluso, lo había adquirido en un establecimiento de obras de segunda mano que habían inaugurado en una zona próxima a su casa unos meses atrás.
Aquella librería, Mandrágora era el nombre que aparecía en el gran letrero sobre la puerta de entrada, le pareció enorme la primera vez que entró. Las distintas salas estaban conectadas por puertas oscilantes en las que las bisagras chirriaban haciendo aún más pintoresco el lugar.
Paredes repletas de estanterías de madera desde el suelo hasta el techo la invitaban a permanecer allí eternamente. Había volúmenes de todos los tamaños, temáticas, autores, épocas…dándole la impresión de que aquel local antes hubiese sido una vivienda por su particular distribución. En el centro de las salas aparecían mesas con ofertas de tres textos a diez euros, amontonados sobre ellas. La mayoría de los ejemplares poseían ese color sepia característico del papel que posee mucha vida, con su peculiar aroma.
Allí se olía a papel, a madera, a tinta impresa que los años no habían conseguido borrar.
Muy cerca de la entrada se encontraba la dependienta tras un mostrador. Para acceder a la zona de las estanterías, se hacía necesario pasar por delante de aquella mujer de mediana edad, embutida en un traje de chaqueta de los que le deberían costar una buena parte de su sueldo, de ese tipo de personas que da la sensación de que te escudriñan al pasar por delante de ellas cuando te has dado la vuelta.
El libro que acababa de concluir no recordaba quién se lo recomendó si es que alguien lo hizo, le había hecho disfrutar como no recordaba hacía tiempo, atrapándola desde el principio su argumento. Además, le resultó mucho más barato, eso fue lo que más le satisfizo.
Cada vez que concluía un capítulo de cualquier libro, lo cerraba unos segundos para contemplar su portada. Tenía otro ritual consistente en mirar el número de la página siguiente, la que tocaba leer, antes de continuar con la lectura. Sentía curiosidad por saber a quién habría pertenecido ese tomo antes, en si habría sido hombre o mujer, en si lo habría concluido o no, y por qué motivo habría acabado en una librería de segunda mano. Solo apareció en todo el libro una marca, un asterisco realizado a lápiz, en la primera página, en su ángulo superior derecho. Ni un subrayado más, ni una marca más, esa era la única muestra de que otras manos lo habían poseído antes que las suyas.
El otoño se empezaba a marchar, cautelosamente iba saliendo de la ciudad y llegó la tarde en la que iba a acudir al lugar donde se desarrollaría el taller de escritura creativa que tantas ganas tenía de comenzar. Estuvo analizando durante días la idoneidad de realizarlo o no, pero pudieron más sus deseos de hacer lo que siempre le había gustado, de dejar de reprimir esa necesidad del alma y de tener miedo de conocerse a sí misma. Era el momento de intentarlo y comenzar a escribir.
Solo necesitaba disponer de dos horas a la semana, los martes de siete a nueve de la tarde para asistir al taller. Se dirigió al lugar donde se desarrollaba, caminando, se hallaba a media hora de su domicilio.
Se puso sus levis, los de tejido elástico, y un jersey de cuello vuelto de color verde aceituna, cogió su abrigo nuevo, el de ante negro, para acudir a ese pequeño pero importante acontecimiento para ella.
Lo que menos le agradó fue que el taller ya había comenzado una semana atrás debido a que se enteró de su realización cuando ya estaba iniciado.
—Queda una plaza libre—le dijo la secretaria antes de inscribirse por teléfono.
Le faltaba media hora aún para salir de casa, le temblaba el párpado derecho. Se sentía tan impaciente que el tiempo parecía haberse congelado. Llegó unos minutos antes de la hora, la impuntualidad siempre le había parecido una falta de educación y más en un primer día, aunque esto último solo fuese para ella.
La dirección que le habían facilitado por teléfono era un edificio de fachada señorial, algo sucia por el elevado nivel de polución de la zona, de un rojo oscuro, con enormes ventanales y de unos diez pisos de altura.
Al llegar llamó al interfono y se abrió la puerta. Cogió el ascensor para llegar al tercer piso, después caminó por un silencioso pasillo llegando a otra puerta con una placa que rezaba: sala de juntas. Ese era el lugar. Empujó la puerta que estaba abierta y entró.
Frente a ella apareció una gran mesa ovalada de color caoba, brillaba como recién pulimentada y sin una mota de polvo.
Cinco personas estaban sentadas alrededor y una señora la presidía, Azucena Pujante, la encargada de la dirección de las clases. Era una mujer con ángel en la cara que transmitía serenidad en su pausada manera de hablar. Impartía clases de literatura en la facultad de letras de aquella ciudad, donde estaba contratada como asociada. En su currículum literario, contaba con cinco novelas publicadas y numerosos ensayos.
Cuando la vio entrar, le pidió que ocupara un lugar en la mesa dando cinco minutos de cortesía. Al grupo, se unieron dos personas más.
—Ya estamos todos, vamos a presentarnos de nuevo, se ha incorporado la persona que quedaba para completar el cupo—dijo Azucena. Empezaremos mi derecha y continuaremos con el que le sigue, hasta llegar al de mi izquierda.
La primera persona en hablar fue Irene, una chica de veintiún años que estudiaba el último curso de Derecho.
Sandra, antes de pronunciar palabra, se colocó las gafas que llevaba en el bolso. Cuando se las ponía, parecía querer esconderse tras ellas, se sentía protegida y algo en la retaguardia. Añadió:
—Nunca me atreví a escribir y creo que ha llegado el momento de intentarlo.
La persona que más llamó la atención de Sandra desde el momento en el que su rápida mirada recorrió a los que estaban sentados alrededor de aquella mesa fue un señor al que las arrugas de su cara y de sus manos delataban su edad. Dedujo que no era del sur por la correcta pronunciación de sus palabras:
“Buenas tardes, mi nombre es Santiago. Estoy tratando de continuar una novela que comencé hace tiempo. Poseo toda la documentación, pero nunca consigo acabarla. Me he propuesto contar la historia de la vida de los hombres de mi familia. Un día cerré los ojos y señalé con mi dedo índice un lugar en un mapa colocado sobre la mesa y decidí que me marcharía a ese sitio sin dudarlo. Así lo hice y llevo viviendo aquí más de diez años”.
Tras él, un joven de unos treinta años, moreno de pelo y de piel, de profundos ojos negros comenzó a hablar. Sus cuerdas vocales sonaban excesivamente graves en aquella sala, aquella intrigante voz no parecía corresponder a un cuerpo tan enclenque.
— “Trabajo como informático”, y a esto añadió que era “un gran lector”.
— Mi nombre es Cristina— añadió la mujer de su derecha. Todos me llaman Cris, ejerzo como médico de familia en un centro de salud. Me he apuntado a este taller porque me apasiona este mundo y quisiera profundizar mucho más. Añadió su edad, no todos lo hacían, tenía treinta y nueve años.
Le siguió un señor con marcado acento argentino, Ángel, con cara de buena persona. Dijo ser músico y estar interesado en desarrollar su faceta literaria para poder poner mejores letras a sus composiciones.
Adela, una mujer que no habría cumplido los treinta años que iba maquillada con esmero, en un bajo tono de voz añadió:
“Aparte de mi amor por la literatura, me he inscrito a este taller porque hace unos años murió mi hermano de una forma totalmente inesperada, con tan solo veinte años, y hace tiempo que barajo la posibilidad de rendirle mi pequeño homenaje escribiendo sobre él”.
Tras esta última intervención, todos quedaron con una expresión de tristeza en sus miradas, constatando que la vida no era ningún cuento de hadas, en muchas ocasiones era más bien una historia de terror. Sandra hacía tiempo que quería escribir, lo necesitaba. En sus momentos de silencio y soledad solo se sucedían hojas en blanco frente a ella.
—Tengo el síndrome del folio en blanco— le dijo al llegar la noche a Casper, su gato, mientras pasaba por su lado rozándola con el rabo buscando ganarse alguna caricia.
Todo era una especie de magma dentro de ella: ideas, pensamientos, situaciones, personajes aislados, lugares, emociones, recuerdos… todo entremezclado sin definirse hacia ninguna parte, todo en un auténtico caos y desorden.
Necesitaba ordenarlo, tener un punto de partida para sus personajes y situaciones. Quería contar historias reales y convincentes, que les ocurrieran a personas normales y corrientes. A los pocos días, el viernes de esa misma semana, Sandra, acudió de nuevo a su librería favorita, la de segunda mano, para comprar el libro que había recomendado Azucena.
Esa noche, ya en casa, Sandra fue consciente del peso de la soledad, de la suya propia, de la que tanto había huido en un tiempo atrás y de la que parecía no poderse librar.
Se iban sucediendo los meses. Sandra había comenzado a escribir algo, tenía algo, una especie de borrador, una idea muy vaga en la cabeza, parecía que iba encontrando el camino, el inicio de su novela. Decidió hacerlo en primera persona, tenía un primer párrafo:
“Me llamo Paula, Paula Marín…” Buscó el nombre para su personaje en el pequeño cuaderno que siempre llevaba en el bolso, de entre su lista de nombres propios femeninos.
“Soy castaña con ojos pardos, mi cabello no se encrespa ni en los días de lluvia y no hay un centímetro cuadrado en toda mi piel que no posea un lunar o una peca. Necesitaría alinearme un poco los dientes para verlos ordenados.”
Ya tenía el lugar donde se iba a desarrollar su novela, en su librería favorita, la de segunda mano, porque allí se sentía viva, su apatía se esfumaba en medio de aquel oasis de papel.
A pesar de la gran cantidad de escritos, imperaba un minucioso orden en toda la tienda que le hacía hallarse como en casa. Pensó que le habría agradado trabajar allí, aunque habría colocado los libros de una forma mucho más original: por el color predominante de su portada, por el año de impresión, por el número de páginas e incluso por la letra por la que comenzaba la primera frase del libro.
Continuó un rato más escribiendo en su sillón orejero, cuando un portazo rompió su silencio, provenía del piso inferior, muy habitual en aquella casa.