Toda la Galia está ocupada


Autor: Alba

Fecha publicación: 07/03/2023

Certamen: II Certamen

Resumen

En un congreso anuela sobre Asterix y su mundo, un ponente presenta una terrible revelación.

Relato

Toda la Galia está ocupada.

Habla sin papeles, se agarra con las manos al estrado, como si en cualquier momento alguien se fuera a levantar a arrancarlo de allí y a arrastrarlo y expulsarlo de la sala.
Es el último día, el final del congreso. La gente está cansada, hay algo de prisa por acabar. No se ha aclarado en qué va a consistir la gran celebración final. Hay ganas, expectación, son muchos los que llevan desde el inicio con el mismo disfraz: las barrigas hinchadas, los cascos con sus alitas, los grandes garrotes, como bastos, hechos de poliespán, y los bigotes colgando mal colocados sobre las caras. Variaciones diversas del estilo galo-romano, dicen, y se ríen, chocando las barrigas.
El tipo, arriba, comienza.
—Ya lo sabemos, la aldea está tranquila, uno de ellos cayó, de chico, en una marmita, al bardo no hay que dejarlo cantar, jamás. Los jabalíes son enormes, asados y muchos, los romanos están todos locos, y a la vuelta, con la aventura acabada, a los chicos les espera un gran banquete en la viñeta final. Ya lo sabemos. Ha sido así durante sesenta y cinco años y treinta y seis álbumes. Ya lo sabemos. Todo el mundo lo sabe: estamos en el año 50 antes de Jesucristo. Toda la Galia está ocupada por los romanos… ¿toda? No.
Alguien, desde el público lo reafirma: ¡No!, dice. Hay risas, el público celebra esta participación improvisada. Otras voces se unen: ¡No!, repiten. Suena a desafío, a orgullo, a grito de guerra. El hombre espera, continúa.
—Las viñetas hablan una vez tras otra de comidas, de viajes y de resistencia, pero ya está bien, ya basta. Los romanos hace mucho que se han ido. Así que hagan lo que quieran: tápense las orejas, llámenme loco. O escúchenme.
Nota el desconcierto que brota de la sala. Pulsa el botón y unas imágenes borrosas, en blanco y negro, abstractas y granuladas, aparece en la pantalla. Se mueven muy lentas, son geométricas y hay algo hipnótico, rítmico, en ellas. Cuesta descubrir que son imágenes del territorio; tomas aéreas de edificios, naves, carreteras y descampados.
—En la localidad francesa de Blont-sur-le-mer hay unas instalaciones enormes, de al menos 18.000 metros cuadrados; estas que aquí les muestro —dice—. No es fácil llegar hasta allí, los caminos están cerrados y vigilados, el secreto férreamente guardado. Pocos periodistas o extraños supieron de ello; la zona, en los mapas construidos a partir de fotos aéreas, no es más que una nebulosa falseada, ya lo ven. Ustedes no lo saben, pero es allí, exactamente allí, donde vive Astérix, donde vive Obélix, y donde viven todos los demás.
Se oyen carcajadas, gritos, exclamaciones. Hay un momento de duda confusa que se convierte en aplausos de los que celebran la comedia. El hombre del estrado, sin embargo, no se comporta como un comediante. No sonríe. No está de broma, no es ningún juego. Sabe, eso sí, como cualquier comediante que se inicia, que hay que esperar a que retorne el silencio para que su voz amplificada vuelva a llenar la sala.
—El tiempo no parece pasar por ellos —retoma—. Son idénticos a sí mismos, e idénticos a cuando todo empezó. Pero desde luego que pasa, sí, claro que pasa, el tiempo siempre pasa, es lo único que hace, pasar. Hoy ya son ancianos, ancianos que llevan representando una vida entera, incansablemente, el mismo papel. Los maquilladores trabajan día y noche en el set de Blont-sur-le-mer para mantener viva la lozanía y la ilusión en las caras de estos ancianos, nuestros queridos héroes. Chroma keys y aires acondicionados funcionan a perpetuidad, entre colorines y decorados. Pequeños vasitos con pastillas circulan, regulares, marcando los ritmos de la jornada. Pastillas sedantes, antidepresivas, también las que combaten los dolores y los achaques: las que los animan a seguir en esa rueda infinita de hámster que corretea, y también las que los controlan y se aseguran de que la rueda no pare. A veces, cuando los viejos se niegan a volcar con docilidad esos horribles vasitos en sus gargantas, la organización ordena diluir las pastillas en las falsas cervezas, en la omnipresente poción mágica. Se introducen en los jabalíes, que son dieta obligada. Qué horror, lo de los jabalíes: una vez tras otra, Obélix, vegetariano confeso, saliva y saca la lengua como puede ante un nuevo jabalí, otro jabalí mal descongelado. Otro maldito jabalí, el perpetuo menú del día, y mira que ya son días.
Vuelven las burlas, las quebradas ráfagas de aplausos, las dudas, las risas y la perplejidad. También algunos abucheos. Esto no tiene nada que ver, desde luego, con lo que se ha venido escuchando en el resto del congreso.
Mira hacia el fondo de la sala, intuye la aparición de los encargados de seguridad, los busca en la oscuridad. No ve nada, y se afianza, determinado, en el estrado. Se agarra a su oportunidad, su voz suena airada, sus palabras se aceleran.
—Sí, ejércitos de maquilladoras son necesarios, así como equipos de psiquiatras que se relevan sin fin, y mira que ya son días, y gestos, y gritos, y golpes, y menús, en el gran plató de Blont-sur-le-mer. ¿Y las tremendas y, como todo aquí, repetidísimas disputas sobre los pescados? Nadie lo duda, todos lo saben: nada es fresco, todo ha muerto ya mil veces, así que qué otra cosa pueden hacer con ellos, si no pegarse, si no tirárselos, los unos a los otros, a la cara.
Le siguen, lo están escuchando. Tiene su atención. Lo nota. Le sorprende, se detiene. Baja el tono, continúa.
—Encerrados en la maquinaria, los habitantes de la aldea ya solo son, y ya por siempre, los habitantes de la aldea. Y sí, hubo un tiempo en que, como en los tebeos, trataron de rebelarse. Crípticos mensajes de socorro, extrañas y disimuladas llamadas de auxilio trataban de pasar el filtro severo de los entintadores, los coloreadores, los guionistas, los rotulistas, y llamar la atención y pedir la ayuda de alguien ahí fuera. No, de nada sirvió, ninguno supimos verlo.
Cree detectar un tono apologético, de disculpa, en el murmullo que crece en la sala. Alza la voz.
—Hubo protestas, pancartas, carreras, intentos de huida. Incluso tímidos conatos de lucha y revuelta. Fueron fácilmente reprimidos, y la posterior, inmediata y amarga capitulación, ¿qué dejó?, tan solo dejó sombras que repiten sus acciones y sus movimientos en una histeria sin fisuras.
Ya lo sabía; ahora sí, ahora puede distinguir las sombras nerviosas en la oscuridad, moviéndose, tomando decisiones. Tiene poco tiempo y algo más que decir.
—Los romanos ya se han ido. Qué envidia, tuvieron su tiempo y se acabó. Pero no, aquí no, aquí nada acaba nunca. Nadie escapará nunca de esta aldea idílica, nadie escapará nunca de esta repetición eterna de gestos actuados. El tiempo no parece pasar, pero desde luego que pasa, sí, claro que pasa, el tiempo siempre pasa, eso es lo único que hace, pasar. No lo sabíais, aún no lo sabíais; quizá algunos lo intuíais. Os disfrazáis, celebráis, vais a vuestros congresos, discutís, jugáis, y hacéis como si nada. Hacéis como si nada, pero Blont-sur-le-mer se ha extendido, como una mancha, hasta ocuparlo todo.
Las figuras corretean por el pasillo, hacia él. Grita.
—Quizá ya lo sabéis, ¡mucho más allá de los límites de la Galia, el mundo entero es ahora una sucesión de Blonts-sur-le-mers que lo ocupan todo!
La sala observa con estupor silencioso a los encargados de seguridad que suben al estrado. Van también disfrazados, pero con una torpeza que ni siquiera oculta sus uniformes, abajo, o las porras, que no son de poliespán, o las esposas enganchadas al cinturón.
Un empujón basta para apartar al hombre del estrado y del pequeño micrófono. La violencia despierta de inmediato los gritos emocionados del público: celebran sus acciones, los jalean, los animan y aplauden. Y, es extraño, por un momento esto desconcierta a los hombretones aquellos, y el tipo se zafa, se acerca de nuevo al micro, y grita:
—¡¡Y nadie escapará nunca de esta aldea idílica, de este infierno, de esta repetición eterna de gestos actuados!!
Han bajado, a mitad de la frase, el sonido del micro. No importa, sus palabras reverberan con claridad en la sala.
Lo levantan, sin dificultad alguna, y ahora lo arrastran de los brazos, entre dos, por el pasillo, hacia la salida. El hombre se agita, se retuerce y grita.
También ahora todos los congresistas escucharon y entendieron sin problema alguno el resto de sus palabras. Y eso que, joder, el tipo, ahora, allí, en el suelo, se estaba riendo.
—Y mientras, amanece un nuevo día soleado, y todo está tranquilo en la apacible aldea gala donde habitan nuestros héroes. ¡¡Buenos días, Astérix; buenos días Obélix!! —canturreó.
Gira como puede, desde la posición casi por completo horizontal en la que lo acarrean, hacia los cientos de Astérix y Obélix que lo miran desde sus asientos, a un lado y otro del pasillo. Consigue, a saber cómo, mover la mano y hay quien, perplejo, le devuelve el saludo.
Casi está fuera, casi han conseguido acabar con esto ya, pero antes, justo antes, se retuerce una última vez hacia la sala:
—Y estamos en el año 2023 después de Jesucristo —grita—. Y ya toda la Galia está ocupada por los romanos… ¿toda? Sí. Toda.
Y, con un golpe seco, la puerta se cierra a su espalda.

Se dice que la celebración fue la mejor en años; hay quien afirma que fue, sin más, la mejor fiesta de un fin de congreso desde que se empezaron a llevar a cabo.
Aún hubo, ya con las anheladas jarras de cervezas en las manos y en los falsos mostachos, quien expresó algunas dudas. Se les sacó de ellas con algunas sentencias rotundas, unas palmadas en la espalda y varias risotadas.
Se dice que una parte de los congresistas propuso meterle unas cuantas hojas del tebeo en la boca, atarlo y dejarlo en una esquina, como al bardo, mientras celebraban el gran banquete final. Sí, hacer con él como con el bardo, para que ya no cantase más. Eran gente de tradiciones, de ritos, de repeticiones.
Pero otro sector de los asistentes, algo más radicalizado, se impuso y se salió con la suya. Se dice que atravesaron su cuerpo, desde la garganta a los genitales, con una barra de hierro apropiada para ello, y lo colocaron ensartado sobre las llamas, conectado a un dispositivo asador rítmico, preciso y electrónico, que logró que el asado se hiciera bien, y de manera uniforme, por todos los lados.