Resumen
En un mundo futuro, en el que solo subsisten unos pocos lenguajes, uno de los Comisionados por el Régimen Lingüístico Global rememora los antecedentes que llevaron a la celebración del Gran Concilio Lingüístico Mundial de 2045 cuyo principal objetivo fue la consecución del "lenguaje único".
Relato
EL LENGUAJE ÚNICO
Seudónimo: DON ALFONSO
Dirijo esta carta, que la senilidad llenará de circunloquios, paráfrasis y anécdotas tan inevitables como inútiles, al Gran Comisario Central, y lo hago en una de las cuatro lenguas autorizadas por el Régimen Lingüístico Global, aunque, en mi condición de Comisionado Honorífico, podría hacerlo en cualquiera de las lenguas muertas que así fueron declaradas en el Gran Concilio Lingüístico Mundial de 2045.
Sirvan las presentes líneas para la reflexión y no para el enojo. La salud, que nada respeta, y la mesura, que debe ser propia de mi condición de Comisionado, me impiden dirigirme a usted en otro tono. Desde hace años vivo apartado del mundo en una de las pocas áreas libres de telecomunicaciones e interferencias audiovisuales del mundo, donde solo está permitido vivir a unos pocos privilegiados entre los que me encuentro. Pocos son los autorizados y, según creo, aún son menos los solicitantes. Mi comunicación con el resto del mundo durante estos años ha sido escasa, a veces, y durante periodos tan prolongados como un año, casi inexistente. Hasta aquí no llegan (no es posible: está absolutamente prohibido) ningún tipo de correo electrónico o comunicación audiovisual. Solo el correo tradicional, en un sentido tal que habríamos de trasladarnos al siglo XX, me mantiene atado al mundo. Y cada vez menos, desde que, según mis noticias, se limitó el acceso de vehículos motorizados a estas áreas protegidas.
Divago, es esto un vicio que la vejez acentúa, por los oscuros rodeos que las sinapsis han de trazar para evitar neuronas muertas o agonizantes, y es esta misma vejez la que me impide ser más directo: escribo a máquina, no con un ordenador, y me es dificultoso reescribir páginas enteras para obviar o eliminar un párrafo, aunque no me importe lo ya escrito, pues solo puedo sentir respeto, o incluso miedo, hacia lo poco que aún resta por ser escrito.
Hace dos días recibí la copia del Diccionario Único de las Lenguas Autorizadas en edición numerada, y lo hice, claro está, en soporte escrito, y no en algunos de esos soportes informáticos y digitales que no respetan el tiempo y las formas y que refuto ilegales, pues el Título Primero de la Gran Declaración del Régimen Lingüístico Global señala claramente que el Diccionario Único solo tendrá como soporte legal el escrito, y que todas las ediciones autorizadas deberán ser numeradas, y creo, disculpe mi ignorancia, que esto sería imposible en cualquier soporte audiovisual o electrónico. La proliferación de estos soportes se debe, según creo, más que a la comodidad, al miedo: basta apretar un solo botón para hacer desaparecer la Gran Biblioteca Mundial de las Lenguas Muertas, pero se necesitarían toneladas de explosivos, y estos aún podrían fallar, para hacer volar la versión escrita de la Gran Biblioteca, recluida desde 2055, desde que se terminó de recopilar, en las veintiocho plantas de sótanos que existen bajo el edificio de la Gran Comisaría Central.
La edición que recibí del Diccionario Único era la sexta, lo que me permitió constatar un nuevo incumplimiento, o quizás solo sea dejadez y olvido, de lo estipulado en el Título Primero de la Gran Declaración: debería editarse una nueva versión del Diccionario cada dos años, y esta, por tanto, debería ser la undécima edición y no la sexta.
Usted, señor Gran Comisario, es aún joven, y esa condición lo obliga a algo de lo que, por su cargo, estaría normalmente exento: a oír de mis labios o, por mejor decir, leer de mi puño y letra, una genuina versión de las verdaderas motivaciones que llevaron a la constitución del Gran Concilio Lingüístico Mundial en 2045 y de cómo nació la Gran Declaración del Régimen Lingüístico Mundial tres años más tarde.
En las primeras décadas del siglo XXI, en un mundo absolutamente dominado por la economía, aquejado de una globalización que afectaba por completo a los medios de comunicación y a los lenguajes, donde estos se mezclaban formando pastiches de difícil catalogación, pastiches que, curiosamente, derivaban en jergas por completo indescifrables e incognoscibles para la mayoría, y solo claras para los pocos que las habían creado, se planteó la necesidad de unificar universalmente reglas para la protección de los distintos lenguajes. El propósito, caro y difícil, surgió de un reputado grupo internacional de lingüistas, cada uno de una lengua, pero que apoyaban la necesidad de purificar y descontaminar todas las lenguas del mundo de las incrustaciones e invasiones de otras lenguas, incluso las lenguas exclusivamente orales y solo habladas por minorías étnicas, perdidas en algunos de los pocos bosques primarios que permanecían aún intactos en el planeta. La tarea, por vasta, era casi infinita, y por ello irrealizable, y lo que era peor, muy costosa en términos económicos. Fue necesario acudir al patrocinio de instituciones oficiales y, empobrecidas estas, al mecenazgo de empresas privadas y, siendo la tarea tan ingente y global, todo el proyecto quedó al amparo económico de unas pocas multinacionales. Pronto se vio un nuevo obstáculo: la rapidez con la que en un mundo global y sin fronteras se mestizaban las lenguas hacía imposible la catalogación y el control de todas las existentes. Así, y quebrando el primigenio impulso del proyecto, hubo de prescindirse de lenguas residuales y agónicas, a las cuales se abandonó a su suerte o incluso se les practicó una suave eutanasia. La tarea, aún así, resultaba ingente y los avances en la global tarea eran tan pequeños que parecían ridículos en comparación con la velocidad del planeta.
Fue entonces, en el año 2030, y ante los escasos avances, cuando la gran tarea se politizó e intervinieron los estados y, detrás, quienes auspiciaban y lo hacían todo posible: las multinacionales. Fueron estas y su patrocinio las que dieron el golpe de timón definitivo al proyecto y apuntaron desde el primer momento al error clave de la tarea: lo que debería hacerse era precisamente lo contrario de lo que se estaba haciendo: no debería defenderse la virginidad de las lenguas y proscribir el mestizaje, debería de buscarse la mayor de las mixturas, debería buscarse el Lenguaje Único.
Esta nueva tarea ya había sido intentada con anterioridad y, pronto, se desistió de ella. A instancias de los países más poderosos, que no querían renunciar a los privilegios de imponer su lengua, privilegios que, no lo olvidemos, eran exclusivamente económicos, se decidió potenciar solo unas pocas lenguas y dejar morir a las restantes, tomando de estas solo lo que estrictamente pudiera resultar útil. Se decidió entonces reducir las lenguas autorizadas a cuatro y declarar a las demás oficialmente muertas, prohibiéndose su conocimiento y estudio a todos excepto a unos pocos escogidos entre los que me encuentro.
Y a la hora de escoger las lenguas a preservar hubo agrias disputas entre los partidarios de diferentes criterios para escoger una u otra. Algunos románticos postularon el criterio de la creatividad literaria (¡y cómo medirla!) o el de la antigüedad de sus orígenes, también difícilmente mensurable. La protesta de las multinacionales que financiaban el proyecto fue unánime: la elección de los lenguajes a conservar debía regirse por criterios exclusivamente económicos. Así, cada lengua candidata a sobrevivir recibiría un apoyo igual a la suma de los PIB de aquellos países que la tuvieran como idioma oficial. La tasa de natalidad de Latinoamérica y la emergencia del sudeste asiático hicieron el resto y, como resultado, las lenguas de Victor Hugo y Goethe, entre otras, fueron condenadas a dormir eternamente en los anaqueles de la Gran Biblioteca de las Lenguas Muertas que se pensaba crear. Esta sentencia de muerte, hay que reconocerlo, apenas condujo al obligado cambio de nombre de un buen número de perfumes y marcas comerciales y a ciertas apresuradas peticiones, al parecer no lo tenían previsto, para mantener y cultivar toponimias y callejeros con un contenido exclusivamente turístico.
Se consideró necesario, eso sí, y en aras a la preservación del acerbo cultural de la humanidad, crear una Gran Biblioteca Mundial de las Lenguas Muertas, cuya versión en soporte papel se ubicaría en los sótanos de la nueva Gran Comisaría Central, en construcción en aquellos momentos, acordándose asimismo que otra copia en soporte digital de la Gran Biblioteca quedase bajo el directo recaudo del Gran Comisario.
Y en este momento, dejándome por fin de tantos circunloquios, he de centrarme en el verdadero motivo de esta misiva, que no es otro sino denunciar la intolerable omisión en la nueva edición del Diccionario Único de las Lenguas Autorizadas, que acabo de recibir, de algunas palabras que alguien, bajo no sé qué abstrusos criterios, habrá considerado obsoletas y faltas de uso. Me refiero, en concreto, a la palabra inmarcesible que, como usted sabe, viene a significar inmarchitable, o a la palabra nictálope, o a la palabra conticinio… por solo poner algunos ejemplos
POSDATA MANUSCRITA Y ANÓNIMA REDACTADA EN LENGUAJE ÚNICO
El último Comisionado Constituyente del Gran Concilio debió de morir en octubre de 2087 y su cuerpo yació mucho tiempo insepulto en su casa de la Reserva Natural de Bialowieza, conservado por las bajas temperaturas invernales de esa área protegida. Nadie supo de su muerte, para todos hacía ya muchos años que había fallecido. No obstante, alguien debía de saber que aún vivía, porque tras de la fecha real de su muerte, los acontecimientos se precipitaron. En noviembre se inauguró la nueva sede de la Gran Comisaría Central, construida en secreto. En diciembre, reiteradas explosiones que tuvieron su epicentro en el sótano decimosexto, destruyeron por completo el antiguo edificio de la Gran Comisaría en el que se ubicaba la versión en papel de la Gran Biblioteca Mundial de las Lenguas Muertas, pérdida importante pero aún no irreparable para el patrimonio cultural de este planeta pues aún se conservaba bien protegida la versión digital e informática de la misma. En marzo, y coincidiendo con el cincuenta aniversario de la Definitiva Superación de la Amenaza Atómica, aunque la conmemoración fuese mera anécdota, se reunió la Comisión Permanente del Gran Concilio Lingüístico que, pese a su nombre, llevaba treinta años sin hacerlo. En julio, una heresiarca facción de la Comisión, sin duda empujada por los intereses económicos de una o varias multinacionales, trató de imponer el Idioma II como única lengua autorizada, así como una abreviada versión del Diccionario Único. En octubre, solo un año después de la muerte en Bialowieza del último Comisionado Constituyente del Gran Concilio, y presionado por el creciente número de los partidarios de la imposición del Idioma II como Lenguaje Único, el Gran Comisario se vio obligado a quitarse la vida, no sin antes pulsar el Botón Rojo, cuya combinación solo él conocía, y la versión informática de la Gran Biblioteca Mundial de las Lenguas Muertas desapareció en un instante, perdiéndose, de forma definitiva e irremediable, el acerbo cultural de siglos de existencia de la civilización humana.
No mucho después, una nueva molécula ajena a nuestro mundo, transportada a la Tierra por un cometa, llevó de nuevo al planeta a los tiempos primordiales del Devónico. Esa molécula reaccionó con el oxígeno y eliminó definitivamente la capa de ozono, volviendo solo habitables los océanos. La raza humana inició entonces la lenta agonía que la llevó a su completa desaparición.
Pero muchos de nosotros pensamos que había sido mucho antes, al pulsarse el Botón Rojo que destruyó la Gran Biblioteca de las Lenguas Muertas, cuando la civilización del hombre tocó a su fin verdadero, y llegó la hora de la evolución paralela, y en un mundo subacuático, de nuestra raza de cetáceos, que solo muy recientemente, y tras convertirnos en criaturas anfibias para reconquistar la tierra firme, hemos sido capaces de redactar, por fin, el Lenguaje Único.