Tierras sin nombre


Autor: Uganda Soler

Fecha publicación: 16/03/2023

Certamen: II Certamen

Resumen

Un inexperto espeleólogo logra regresar a la superficie tras varios días extraviado en el subsuelo. Su alegría no tarda en convertirse en preocupación al darse cuenta de que hay algo que no encaja.

Relato

Acababa de averiguar de la peor manera que la espeleología no era mi punto fuerte. Después de cinco días perdido en aquellas grutas, apenas puedo describir la alegría que experimenté cuando por fin hallé una salida; el júbilo de volver a contemplar la luz del día después de tanto tiempo a merced de mi linterna. Poco me importó no tener la más remota idea de dónde me encontraba o no disponer de los medios para regresar a casa por mí mismo. Comparado con la posibilidad de haber terminado mis días allí abajo, aquella nueva situación me parecía una acampada de fin de semana.

Una vez superada la euforia inicial, comencé a darme cuenta de todo tipo de detalles que convertían mi situación en algo —como mínimo— inusual. Lo primero que llamó mi atención fue que aquella tenue luz crepuscular que lo cubría todo no se correspondía con la hora del día que marcaba mi reloj. Estaba demasiado oscuro para ser la una de la tarde. Pero no le di importancia porque tantos días de exposición a la humedad del subsuelo bien podían haber causado estragos en los mecanismos internos del reloj. Mucho más me sorprendió que mi teléfono por satélite no diera señal. Había gastado una pequeña fortuna en el mismo modelo que utilizaban los marines y se suponía que debería haber funcionado incluso en las condiciones más extremas. No fue hasta entonces en que comencé a reparar en las peculiaridades de mi entorno. En un primer momento creí hallarme en un bosque de coníferas, pero una inspección más minuciosa me hizo darme cuenta de que no reconocía la especie de ninguno de aquellos... ¿árboles? Ni mucho menos la exótica vegetación que cubría el suelo. Quizá aquella flora tan atípica fuese la responsable de que estuviera respirando el aire más limpio y puro que había inhalado desde que tengo uso de razón. Aunque, por algún motivo, aquel aire inmaculado también me producía una leve sensación de mareo.

Me encontraba absorto en todos aquellos pensamientos cuando un ruidoso batir de alas me obligó a prestar de nuevo atención a mi alrededor. No fui capaz de distinguir si se trataba de dos aves de silueta singular o de dos murciélagos con raras protuberancias, pero lo que sí logré evidenciar era que se perseguían furiosamente entre los troncos. Y que sus estridentes graznidos me ponían la carne de gallina. Aquella sensación y la proximidad de la noche, me hicieron apresurarme a encender una hoguera con la ayuda de mi mechero y un puñado de maleza arrancada del suelo. Me llamó poderosamente la atención la facilidad con la que conseguí prender el fuego, pues nunca había sido demasiado diestro en aquellas lides. Pero lo que más perplejidad me causó fueron las vistosas llamas de color púrpura con las que comenzó a arder la fogata. Rápidamente me autoconvencí, no obstante, de que lo que estaba viendo podría ser explicado con facilidad por cualquiera que conociera mínimamente las propiedades de aquellas plantas, así que no le di más importancia. De todos modos, lo que verdaderamente me habría de conmocionar aquel día no iba a tener lugar hasta bien entrada la noche.

Cuando la penumbra se tornó en oscuridad y el cielo se cubrió con un manto de estrellas, me quedé atónito contemplando la cúpula celeste. Aun hoy puedo afirmar, sin temor a equivocarme, que nunca antes en toda mi vida había contemplado un cielo tan estrellado. Decidí aprovechar aquella circunstancia para intentar localizar la Osa Menor y, por ende, la Estrella Polar. Ubicar el norte geográfico me habría de facilitar enormemente la tarea de salir de aquella extraña arboleda pero, por más que revisé el cielo, no hubo manera de hallar la constelación. Lo intenté también con la Osa Mayor, Casiopea, Draco... pero lo único que logré reconocer fue una discreta luna creciente con sus cuernos curiosamente orientados hacia abajo. Me sorprendió bastante mi torpeza ya que, si bien no me consideraba un experto en astronomía, sí que poseía suficientes conocimientos para reconocer las principales constelaciones en un cielo tan diáfano como aquel. Entonces recordé haber oído en alguna ocasión que determinadas constelaciones sólo eran visibles desde uno de los dos hemisferios y se me ocurrió una posible explicación al problema: si las constelaciones que yo buscaba sólo eran visibles en el hemisferio norte y me era imposible divisarlas, aquello sólo podía significar que ya no me encontraba en el hemisferio norte. Pero para haber ido a parar al hemisferio sur, tendría que haber recorrido cientos de kilómetros a través de aquel sistema de grutas, lo cual se me antojaba absolutamente imposible. Al fin y al cabo, no había estado perdido ni si quiera por espacio de una semana. Sin embargo, también era cierto que atrapado bajo tierra y totalmente ajeno al paso de los días y las noches, habría sido bastante fácil perder la noción del tiempo. Así pues, ¿qué tal si lo que me parecieron unos pocos días en realidad habían sido varios meses? Y, de todos modos, cada vez estaba más convencido de que la humedad había arruinado mi reloj.

Tan pronto decidí que mi hipótesis no era en absoluto descabellada, me puse manos a la obra a escudriñar el firmamento en busca de la Cruz del Sur. Como esa constelación sí que es visible desde el hemisferio sur, debería ser fácilmente identificable desde mi posición. Además, me sería muy útil para ubicar el polo sur geográfico y esbozar así una ruta con la que escapar de aquel bosque, que cada hora que pasaba me daba más escalofríos. Durante unos diez minutos estuve escrutando el cielo de norte a sur y de este a oeste, pero por más atención que puse allí arriba tampoco estaba la Cruz del Sur. Comencé a preocuparme. Escudriñé de nuevo el cielo en busca de Hidra, Canis Major, Orion, una vez más la Osa Menor, la Osa Mayor y, en definitiva, cualquier formación que me viniera a la cabeza en aquellos momentos. Pero tras cuarenta y cinco angustiosos minutos, no fui capaz de hallar otra cosa que la luna, que ya estaba próxima a ocultarse tras las montañas del horizonte. Absolutamente incapaz de hallar una explicación a lo que estaba sucediendo, decidí extender mi saco de dormir y hacer buen uso de él, pues era evidente que el cansancio me estaba jugando una mala pasada. De seguro al día siguiente vería las cosas con mayor claridad. Poco me imaginaba en aquellos momentos que la respuesta a todas mis preguntas estaba a punto de serme revelada. Y que estaba muy alejada de cualesquiera que fueran mis suposiciones en aquel momento.

Justo antes de cerrar los ojos, en mitad de aquel bosque inexplicable, al abrigo de un fuego púrpura y bajo un firmamento imposible, dirigí un último y adormecido vistazo al horizonte. En aquel instante mi sueño se disipó de repente a la misma velocidad que mis dudas, contemplando algo para lo que nadie me había preparado: con los ojos abiertos como platos y mi corazón a punto de salirse del pecho, vislumbré la pequeña luna creciente eclipsada por otra luna de colosales dimensiones, que se elevaba majestuosamente hacia el firmamento envuelta en un tenue resplandor cetrino.