Tardío Crono en Orologgio Pardo
Autor: Luana Nenúfar
Fecha publicación: 11/03/2023
Certamen: II Certamen
Resumen
Un sujeto algo excéntrico espera al alguien, pero el tiempo pasa y se desespera porque no llega.
Relato
Tardío Crono En Orologgio Pardo
Desperté con la alborada, extrañamente un minuto antes de lo usual; sin mayor alarma me puse las pantuflas, acto seguido me dirigí al cuarto de baño para asearme, bajé los catorce escalones felpudos grisáceos con cautela y me preparé una taza de café tinto con dos de azúcar y leche descremada; observé mi reloj, todo estaba bajo control.
Una vez listo, fui al trabajo, esta vez con traje nuevo además de un plan por ejecutar fuera de mi rutina, esto me ponía ansioso, sin mencionar que al mismo tiempo los nervios me carcomían por dentro. Mi expresión, sin embargo, no decía nada ni representaba mi alborotado estado emocional. Decidí tomarlo con calma, llevando la cuenta de mi lista de pendientes, en el transcurso del día retome la calma y al cabo de unas horas de razonamientos y consuelos concluí que no era para tanto.
Una vez salí del trabajo me tomé la libertad de ser algo espontáneo, aunque había anotado día antes en mi agenda dicha espontaneidad: comprar un presente. Así lo hice, adquirí lo que, después de semanas de meditaciones al respecto, consideraba más adecuado para la ocasión: un libro.
Hecha la tarea me dirigí al lugar del encuentro a pie; miré mi reloj, marcaba las seis menos un minuto, lo cual significaba que había llegado un minuto antes, es decir a tiempo. Era curioso el transcurso del tiempo, pensaba mientras miraba mi reloj y sentía la piel de gallina, entonces evoqué una risa casi fingida, para tranquilizarme, pero sólo lo empeoró. Inmediatamente sentí un temblor en mis piernas, procurando controlarme hice un ademán típico de alguien que espera a otra persona: me incliné hacia adelante poniendo el peso de mi cuerpo sobre las puntas de mis pies y luego me incliné hacia atrás para redistribuir el peso a mis talones, muy similar a un vaivén, como meciendo mi cuerpo hacia adelante y atrás. Y todo en un segundo.
Era algo molesto ver pasar el tiempo sin notar un avance, pasaba demasiado lento, incluso empezaba a sospechar que mi reloj tenía la pila demasiado usada, pero era una suposición absurda, sabía que algo así nunca se me escaparía. Me froté el mentón mientras me preguntaba si ella se había arrepentido en el último momento, esperaba que no fuera así y preferí descartar la idea; los nervios se apoderaban de mí. Los segundos se mofaban de mi desesperación y llegaban tardíos, desaceleraban su paso. Hasta entonces habían pasado cuatro segundos.
La espera pasó de simple a un bombardeo de ideas fatales, ocurrencias absurdas e incluso soluciones alocadas. Empezaba a sospechar que esto era demasiado para mí, en todo caso me hubiera favorecido la idea de llegar con un elegante retraso, como mi buen amigo Bob me lo había sugerido; claro que esa palabra no es algo se atribuya a la imagen que represento. Me rasqué la cabeza mientras miraba a mí alrededor en busca de una silueta conocida; miré mi reloj, traidor. Me hallaba en medio de una conspiración bien organizada por el tiempo, que manipulaba a su antojo a sus pequeños lacayos, los mismos que llegaban a cuenta gotas, acelerando mis ansias. Diez segundos.
La desesperación invadía mi ser con velocidad, por el contrario, el tiempo corría lento, este era una carga pesada que alargaba el paso buscando aplastarme, parecía que hasta el punto de buscar mi muerte. Veinte malditos segundos giraban a mí alrededor dando saltos y tumbos, burlándose de mi creciente aflicción, en tanto yo, procuraba distraer la histeria con actos nerviosos motrices de las extremidades, incluso me mordí las uñas.
Empecé a sospechar que no lograría permanecer por mucho tiempo en ese lugar, era demasiado. Comencé a sofocarme e incluso a acalorarme, ya no podía evitar rascarme el cuello, el mentón, la sien, la nuca, el brazo derecho, mover un pie repetidas veces, luego el otro, morderme los labios y jugar con la manos procurando distraerme. Los segundos regordetes llegaban traspirados y malolientes, posándose uno tras otro cada vez más gordo y pesado, querían comerme. Y yo debía cargar con cada uno de los treinta y dos bastardos.
Me estaba volviendo loco, la gente pasaba y yo podía notar, con lo poco de lucidez que me quedaba, que con el transcurso del tiempo cada persona que transitaba me veía cada vez con más extrañeza. Pasé de ser un tipo normal que espera a alguien, a un tipo desquiciado que no se encuentra en sus cabales o, caso contrario, que sufre una grave enfermedad. Se podía percibir en mi rostro la expresión de quien adolece de un malestar acelerado.
Empezó a llover y los desgraciados arlequines transformados en gotas me golpeaban el rostro, los hombros, la espalda, hasta que terminé empapado. Ojalá este minuto continuo terminara con la rapidez que yo terminé mojado y así llegara su condenado fin, ahogado en su único propósito, pero no. Sus gotitas deformes se escurrían letárgicas en un espacio imaginario, una a una se iban acumulando flemáticas, formando un instante en una eternidad horrenda. Cada gota parecía llegar con una forma aún más grotesca que la anterior; cuarenta y cuatro siniestros espectros se regocijaban en su crapulencia mientras me observaban.
Todos mantenían su mirada en mí, podía notarlo. Procuré recomponerme pero mi mente empezó a jugar sucio conmigo, empecé a alucinar; la lluvia lo mostraba todo borroso, splish splash retumbaban sonidos cada vez más lejanos; giré mi cuello de izquierda a derecha haciendo crujir los huesos de mi columna, entonces me sentí adormecido. Empecé a caminar tropezando, sosteniéndome de cuanta gente o cosa se hallaba a mi paso, entré en el camino a la paranoia. Los pequeños engendros festejaban el éxito de su complot en un charco inmundo, al que se le sumaba el número cincuenta y tres.
Miré mi reloj; entumecido empecé a vociferar mi resistencia y comencé a escapar despojándome del condenado reloj de pulsera color pardo que había atesorado por tanto tiempo; comencé a reír como desquiciado, hasta que me percaté de que me hallaba incauto en mi propia demencia, me hallaba fuera de mí, divagando en el páramo donde se hallan las minúsculas descargas eléctricas de mis terminaciones nerviosas; miré mi cuerpo de pies a cabeza en el reflejo de lo anormal con una sonrisa retorcida.
De pronto advertí que me encontraba en un sitio calmo y suspiré en su quietud, desde ese momento estaba seguro de que nada podría perturbar mi mundo, y abrazado por el silencio empecé a entonar el himno de mi victoria. Cada partícula, cada microbio aerodinámico flotante, los suspiros azulados, la tibieza que recorría mi cuerpo y la seguridad de mi aislamiento me prometían una vida ajena al tiempo y el espacio. Consciente de todo ello, tragué un colorido aliado del nirvana y sumergido en la parte surreal de mi mente comencé a divagar por años.