
Tan real que parece un sueño
Autor: Deva Prada
Fecha publicación: 18/03/2023
Certamen: II Certamen
Resumen
Estresada por un ritmo de vida inadecuadamente rápido, el otro día me metí en internet para comprar un sueño hecho a medida... El día siguiente fue nefasto.
Relato
Estresada por un ritmo de vida inadecuadamente rápido, el otro día –animada por una compañera de oficina– me metí en internet para comprar un sueño hecho a medida. Tras ingresar en la web y chafardear un poco a través del menú desplegable, fui consciente que mi mundo onírico estaba a nivel principiante, porque la cantidad de opciones que allí se ofertaban era prácticamente infinita y desconocida para mí.
Rebufé mientras me rascaba la cabeza –pues elegir no es lo mío–, antes de empezar a aplicar filtros. Descartados los sueños sensoriales hiperrealistas por ser los más caros del mercado junto a los de volar, me centré en los que me podía permitir. Adquirir uno de aventuras, velocidad o adrenalina hubiese sido una temeridad, pues tengo la impresión de que mi cuerpo está al límite de empezar a fracturarse. También quedaron fuera de la criba los de amantes –siquiera tengo pareja como para querer tener un desliz–, los eróticos –vete tú a saber con quién te emparejan–, y obviamente los de oficios –¿de verdad alguien es capaz de pagar por trabajar mientras duerme?–. Eliminadas, finalmente, las pesadillas y los sueños persecutorios (¿?), comprobé que las opciones quedaban relegadas a dos: “Sueño con Encanto” y “Relaxing dream”. Sin dudarlo, cliqué sobre este último dispuesta a obtener más información.
Sonreía ilusionada mientras mi mente desmembraba el significado de las palabras que mis ojos leían. Según las condiciones de la compra, por menos de setenta euros podía adquirir un sueño relax básico que incluía: lugar idílico, momento del día, climatología, hasta tres complementos sonoros a elegir y durabilidad de siete minutos. Cumplimenté el formulario anotando playa desierta, puesta de sol y veinte grados con cielo despejado. “Buque entrando en la bahía”, “olas rompiendo” y “canto de gaviotas” fueron los sonidos que más me convencieron. Después introduje mis datos personales, dirección y tarjeta bancaria, clicando sobre la casilla de la letra pequeña, convencida de que no habría ningún problema. Un mensaje de contestación en la bandeja de entrada de mi mail, confirmó que la compra había sido registrada, señalándome que en menos de veinticuatro horas, tendría el sueño disponible.
Nerviosa, me pasé prácticamente toda la noche en vela especulando sobre cómo sería mi nuevo sueño. Me imaginé en un arenal bañado por aguas cristalinas en tonos verdes y azules, con estrellas de mar y peces de colores, sintiendo la tranquilidad del suave viento que trae el ocaso de un día perfecto. Lástima que fuese a ser solo una fantasía. Me maldije por malgastar mis escasos ahorros y no tener para el extra de “sueño recurrente”, lo que me hubiese dado la posibilidad de ir más relajada cada día a la puñetera oficina. A falta de dos horas para que sonase el despertador, caí rendida en un sueño plano, apacible y reconfortante que no pude recordar.
El día siguiente fue nefasto. A las escasas horas de descanso y el estrés generalizado por la llegada del nuevo director de recursos humanos –del que se rumoreaba estaba dispuesto a hacer una escabechina con el personal–, hube de sumar el ansia por llegar a casa a recibir mi sueño comprado. Sin embargo, por más que miraba el reloj, las dichosas agujitas se empeñaban en no marcar el compás del tiempo como solían hacer habitualmente. Por eso, cuando dieron las cinco, en ese estado de modorra espídicamente contrarrestado por cafeína y tabaco, apagué el ordenador y salí disparada.
El infortunio de contar con un repartidor lo suficientemente obtuso como para no llamarme por teléfono cuando iba de camino, hizo que lo tuviese que ver marchar calle abajo subido en su furgoneta, sin consignar el paquete. Portátil abierto, redacté dos reclamaciones consecutivas –una para la empresa de transportes y otra al vendedor–. Viendo que mis acciones no habían logrado exorcizar mis demonios internos, busqué el teléfono de ambas compañías para tratar de solucionar el problema en esa misma jornada. Deduzco que mi estado anímico no era el idóneo para hacer sendas llamadas, pues el resultado fue que habría de esperar veinticuatro horas más “disculpando las molestias por lo ocurrido”.
Vivir apegada a la espera es la horma de mi zapato. Una envenenada herencia familiar que nos impide disfrutar el presente con la presencia que se merece. Las mujeres de mi sangre siempre han esperado absolutamente por todo: un marido perfecto, un trabajo digno, unos niños sanos. En fin, lo que se supone que es una vida estable. Sin embargo, ese afán por esperar nos ha llevado a temernos siempre lo peor: que después de la calma viene otra tormenta, que no hay bien que por mal no venga y un sinfín de refranes más, retorcidos como tornillos. En mi caso, ni hijos ni marido han llegado. Tampoco ese ascenso prometido y luego regalado al primer hombre con baja cualificación, ni el sueño de volver al campo, a la casa de mis abuelos y empezar de nuevo. Pero no me puedo quejar: mi vida es estable. Y aburrida. Con el estómago casi tan vacío como el hueco que dejó la esperanza evaporada en mi corazón, me metí en la cama de madrugada dispuesta a que las horas pasasen antes de poseer mi sueño diseñado a medida.
Vislumbraba el sendero que llevaba a la vieja casa de piedra y pizarra, sintiendo el aroma de las margaritas y demás flores silvestres, cuando el despertador me arrancó a la realidad. Una sensación de frustración por no haber podido consumar un sueño en condiciones por mis propios medios, pronto se convirtió en miedo. En la bandeja de entrada de mi teléfono, un mail me advertía que en pocas horas habría de llegar mi pedido y yo tenía que salir en menos de una hora si quería alcanzar el autobús que me llevase a mi puesto de trabajo. Fue entonces cuando una idea –jamás imaginada por mi propia cabeza– surgió de repente en el horizonte. Sin siquiera pensarlo dos veces, llamé a la oficina disculpándome por no poder acudir a trabajar, alegando un malestar propio de un resfriado en ciernes. Teniendo en cuenta que nunca he utilizado ninguno de los días de asuntos propios que me corresponden, no encontré oposición al otro lado de la línea. Al contrario, me concedieron dos días sin necesidad de dar ninguna explicación más.
Desorientada por la incertidumbre de una realidad no rutinaria, me dirigí a la cocina a prepararme un buen desayuno, posponiendo la ducha por miedo a no escuchar el interfono. El sol de la mañana se filtraba por el patio de luces, dibujando la silueta de la azotea en la pared opuesta. Pensé en la cantidad de veces que me había prometido subir allí, aunque solo fuese para colgar la ropa, y automáticamente recordé que mi sueño estaba de camino. Tras rastrearlo mediante la aplicación del servicio de mensajería y comprobar que estaba en reparto, me dispuse a recoger la casa. Empleé la primera hora en adecentar la habitación, poner una lavadora, recolocar las piezas de ropa del armario y sacar el polvo a los muebles. Terminada la tarea, me metí de lleno en la cocina, limpiando a fondo horno, microondas y campana extractora. La hostilidad con la que rascaba, frotaba y aclaraba, fue decreciendo progresivamente, al tiempo que mi nivel de satisfacción por un trabajo bien hecho crecía exponencialmente. (Cuando tu mundo interno está removido, la pulcritud externa es el primer paso para reconciliarse con una misma).
Pasaban unos minutos de las once cuando encaré el diminuto salón comedor. Encendí la radio –a un volumen lo suficientemente bajo para oír cualquier llamada, pero lo adecuadamente alto para evitar escuchar el rumiar de mis pensamientos– y sintonicé una emisora que proponía clásicos de los noventa. Fue al tratar de guardar los papeles que tenía sobre la mesa en el cajón de sastre del mueble del televisor, cuando encontré el viejo álbum rescatado de la casa de mis difuntos abuelos. Arrodillada en el suelo, empecé a pasar páginas al ritmo que pequeñas lágrimas –después lagrimones– descendían por mi rostro. La pérdida duele más cuando una es consciente de la ausencia. Y ésta, es la única cosa que nunca cabe esperar.
Regodeada en la melancolía de las imágenes del pasado, sustituí la ducha pospuesta por un lento baño con sales y mucha espuma. El olor a “fondo oceánico” disperso en la atmósfera del cuarto, me transportó a una niñez enjaulada –nunca perdida–. Recuerdos de las mañanas de primavera viendo a mi abuela hablar con las gallinas, esperando el fruto de su naturaleza. De las otoñales tardes de domingo, cuando tres generaciones de mujeres nos afanábamos en la cocina para preparar la cena, mientras los hombres de la casa discutían sobre si había sido penalti o no, la última jugada de su equipo. De la caída del sol sobre el mar, en esos veranos de niñez incorruptible y feliz.
Sonó una melodía que enseguida reconocí. Era una canción de los Smashing Pumpkins que me recordaba a mi primer amor adolescente en el pueblo y cuya letra decía: “Nunca seremos los mismos. Y cuanto más cambias, menos sientes. Cree en mí, cree en mí. Cree”. Emergí del agua en el momento en que empecé a sentir la piel fría y arrugada. Envuelta en la toalla, confronté el rostro que asomaba al otro lado del espejo del baño. Fue mirarme fijamente a los ojos y encontrar la respuesta que buscaba.
Vestida con prendas de abrigo, una mochila y mi monedero, salí a la calle dispuesta a parar un taxi que me llevase a la estación de autobuses: tenía que volver al pueblo. En ese momento, llegó el repartidor.
No sé si hice mal, pero ya no hay vuelta atrás. Es de noche y mientras recorro los últimos metros que me separan de la destartalada casa de mis abuelos, sueño con los sueños que voy a tener a partir de ahora. El que compré por internet, se lo regalé al sudoroso repartidor, quien sonrió agradecido. Un metro más y alcanzaré la puerta.
“Lo imposible es posible esta noche. Cree en mí como yo creo en ti: esta noche”.