Su canción


Autor: Belmondo

Fecha publicación: 01/03/2023

Certamen: II Certamen

Resumen

Un viaje; el vinculo de una abuela con su nieta, el recuerdo del gran amor, su canción y un último baile.

Relato

Su canción
Sofía la miraba por el espejo retrovisor como si quisiera comprobar que seguía con vida. Quería decirle algo, pero no se le ocurría qué. Inés permanecía inmóvil, no había emitido sonido desde que salieron. Entonces algo enturbió sus ojos. Apartó la mirada de la ventanilla y miró el espejo, buscándola.
–Sabor a mí –dijo, por fin, mientras la noche comenzaba a insinuarse afuera.
–¿Perdón? –interpeló Sofía con un dejo de asombro.
–El bolero que me cantaba tu abuelo, era Sabor a mí –respondió Inés aclarándose la garganta, esforzándose por lucir desenvuelta.
La joven volteó y la miró directo a los ojos unos segundos sin pestañar.
–Es hermosa esa canción –soltó.
Una fugaz sombra de nostalgia reprimida se enunció en los ojos de la abuela. Hasta ese día llevaba casi un año entero sin salir de su casa. Su cadera, porosa y frágil, se había fracturado. Pasaron dos operaciones desde entonces. Con mucha paciencia y constancia, ahora podía caminar con la ayuda de un bastón.
–¡Quiero escucharla! –dijo Nicolás soltando una mano del volante para tomar el celular.
–¡Vos mirá para adelante! ¿Cómo la busco, abuela? –preguntó Sofía con los ojos fijos en la pantalla.
–Está en el long play de Los Panchos con Eydie Gorme.
Al oír los primeros compases hicieron silencio. Ni bien se adelantó el verso, Inés comenzó a cantar. Y lo hizo durante las seis estrofas. Seis estrofas de dulzura y resonancia profunda. Los jóvenes quedaron presos del embrujo. Así, la sentencia del final se prolongó en una insistente repetición:

Pasaran más de mil años, muchos más
Yo no sé si tenga amor la eternidad
Pero allá, tal como aquí
En la boca llevarás
Sabor a mí

–¿Cómo se conocieron? –preguntó Nicolás rasgando el hechizo que había quedado en el aire.
–Me acuerdo como si fuera hoy. Hacía poco nos habíamos mudado al centro con mis padres. Ese día yo venía de la verdulería y llamé al ascensor. Al entrar marqué el dos. Me distraje. Y el ascensor no paró en el dos. Paró en el cuatro. Entonces pasó. Él abrió la puerta. En un parpadeo. En un abrir y cerrar quedamos frente a frente.
–¿Y qué le dijiste? –interrogó Sofía.
–Yo no le dije nada, Santiago me dijo.
–¿Qué te dijo el abuelo?
–Que si bajaba –apuntó Inés buscando la mirada cómplice de su nieta–. Le debo haber dicho que sí. O que no. Es decir que si, que bajaba, pero no a la planta baja. Yo iba al segundo. Tu abuelo me cargaba porque decía que mientras le hablaba el tallo de la cebolla de verdeo sobresalía de la bolsa y me despeinaba el flequillo. Macanas…
–¿Y después que pasó? –dijo Sofía mientras sonaba otro bolero.
–Nos quedamos a oscuras con el ascensor a medio bajar. Un típico apagón de verano. No sé cuánto tiempo estuvimos ahí. Así nos conocimos.
–¡Para declararse el abuelo le dio una serenata! –clamó la joven deseosa por extender la charla a temas de mayor incumbencia para ella.
–¡¿Quién te contó eso, nena?!
–Mamá me contó ¿te cantó Sabor a mí?
–Bueno, cantar lo que se dice cantar… apenas si se la rebuscaba con unos acordes en la guitarra…
–¡Qué hermoso!
–¡Un bochinche, nena! Los vecinos lo querían matar –dijo Inés y soltó la carcajada.
Minutos después llegaron al pueblo serrano, los arboles pintados de blanco comenzaron a desfilar a la luz de los faros a uno y otro lado de la calle.
–¿Cómo se llama el hotel? –dijo Nicolás.
–¡Gran España! –respondieron Inés y su nieta casi al unísono.
Sofía había escuchado la historia mil veces, sus abuelos habían pasado allí su luna de miel.
–Al fondo, sobre la avenida, frente a la plaza –indicó Sofía mirando el recorrido en el GPS.
Inés se desorientó al ver unos inmensos complejos de cabañas en las cuadras previas, pero al llegar comprobó que el viejo hotel parecía detenido en el tiempo. La fachada evocaba su juventud.
Contenta con haber llegado, pero melancólicamente hermética. Sonrió ufanamente. Y continuó sonriendo camino a su habitación.
Sofía y Nicolás, cansados del viaje, cenaron el menú y se fueron a dormir. Inés en cambio decidió quedarse en el hall, preguntó si ahí se podía fumar y pidió una copa de vino blanco.
El lugar estaba vacío y a media luz, solo iluminado por el reflejo exterior y una lámpara de pie que amortiguaba el esquema coral y crema de la decoración. La sala era espaciosa, con puertas y ventanas de cuatro rangos de cristal. Con la ayuda de su bastón la señora se arrimó a ver el parque. El cielo era un lago de oscura transparencia.
Se sentó en el sillón de cuero aceitunado. El mismo que recordaba, frente a la misma mesa ratona con dos ceniceros. Al fondo de la sala aguardaba la vieja fonola, en silencio. Inés se sonrió al verla, “esto es un museo”, pensó.
Después de apurar unos tragos sintió que se le bajaba la presión. Encendió un Virginia, bajó la mirada y se tomó el rostro, como aferrándose a sus recuerdos. Luego de un momento el calor la adormeció. Cerrados los ojos, apoyada la cabeza en el respaldo tuvo un sobresalto, quedando la mirada vidriosa, casi exoftálmica de los alucinados. Suspiró hondamente. Entonces entre la penumbra lo vio acercarse, tenía una expresión serena. Estaba rozagante, luciendo su traje beige, en orla a contraluz.
En la fonola comenzó a sonar su canción.
–¡¿Santiago?! –Inés sumida en un atontamiento feliz, se sintió flotar. Inmediatamente supo lo que iba a decirle; “¿bailamos?” y asintió con la cabeza. Su marido, joven y radiante, la besó con delectación, sorbiéndole los labios. Un silencio muy profundo se instaló entre ellos. Luego por un segundo apoyó la mejilla sobre su pecho. Cerró los ojos y le pareció escuchar el lento movimiento de la sangre bajo esa piel. Se despidieron con un beso suave que le supo a fragancia de arroyo cristalino. Ella le dijo adiós. Él no dijo nada.
A la mañana siguiente Inés, Sofía y Nicolás desayunaron morosamente. Detrás de las persianas color marfil, el día crecía rápido. El inicio de aquel domingo la encontró calma.
Nicolás condujo hasta La Falda y desvió por El Cuadrado. Subió el repecho y en la entrada de una estancia dobló unos treinta metros hasta refugiarse bajo una pequeña arboleda frente a un pequeño lago. Sofía abrió la puerta trasera y la ayudó a bajar. Luego esperó al lado del auto.
Inés caminó lento, tras unos minutos vio un grupo de arbustos. Al llegar frente al lago encontró el viejo muelle. Vio un banco y se sentó en él. Paz perfumada de hinojo y cedrón. Supo que era el lugar. Sus manos aflojaron la firmeza con que agarraban la urna. La destapó. En un gesto solemne hundió dos de sus dedos en el contenido y los llevó a sus labios, los besó mientras lloraba desvergonzadamente, como puede hacerlo una persona en absoluta soledad. Después arrojó al viento las cenizas. Las vio mezclarse y extraviarse en el agua. Volvió a sentarse. Con menos desenfreno pero volvió a llorar. Luego, ya sin nada por hacer, regresó.
Mientras se alejaban en el coche volvió a sonar su canción.