Noche de moscas


Autor: Luigi Vanigi

Fecha publicación: 01/03/2023

Certamen: II Certamen

Resumen

Las vidas de una prostituta y el Diablo se enredan durante una partida de cartas, en la que el Diablo va descartando oponentes de una manera muy original.

Relato

NOCHE DE MOSCAS

Sean sobrios y estén siempre alerta, porque su enemigo, el demonio, ronda como un león rugiente, buscando a quién devorar.
(Pedro, 5:8)

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El Savoy es garito de copas y deslices, y escuela oficiosa de póker sin reloj. Se accede sólo con referencias y se sale una vez cuadrado el inventario. La partida se organiza en el almacén, donde hay barra inglesa y gramola, y se rige por rigurosas normas: sin preguntas, sin cháchara, límite de quinientos en el tapete y depósito de eso mismo. Las copas se descuentan de la fianza, y un callejón angosto impide salidas de urgencia.
Se remplaza a los jugadores que llevan tres rondas sin mojar. En el Savoy nunca escasea banquillo.
El Diablo lleva tres horas sin levantarse de la mesa y cuatro negronis.

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El Diablo no juega con gafas, porque sabe muy bien cómo rentabilizar dos gemas negras. Luce sombrero de ala ancha y un diente de platino.
Pasa una mosca bordeando su nariz, pero no consigue un parpadeo, y el insecto va a morir, frustrado y con un chasquido, a la luz violeta que le resulta tan irresistible como un cadáver.
¡Chas!
Hay un descarte. El Diablo renuncia con un gesto y deja sus cartas en la mesa. Toma un sorbo y espera. Si Dios es omnipotente, es Diablo es elegante y paciente; no me digan que no. Habla la mano, que se sienta justo enfrente y no soporta el peso de esos dos puntos oscuros que le taladran. Disimula su inferioridad mascando un chicle, pretendiendo que lo tiene todo ya leído. Y el Diablo, que lo tiene ya todo escrito, lo mira con curiosidad.
El Diablo es tremendamente curioso.
El camarero rompe la quietud dando brillo a una bandeja de acero que devuelve al ojo atento un leve destello de la jugada de su oponente. Rojos y negros han bailado por un segundo. Entonces deja la baraja en la mesa y dice que hay que repartir de nuevo, que ha visto levemente las cartas.
El Diablo no gusta de alquileres, y encuentra más interesante despachar con una doña, y éste es hombre y, además, poco, pero le resulta divertido ver sudar a un idiota, así que le da cuerda y concede un nuevo reparto. El Diablo sonríe y asiente con un gesto.
¡Chas!
Otra mosca va a morir a la luz violeta.
El mazo vuelve a bailar en manos ahora más torpes. El camarero deja otro negroni en la mesa y se apresura al cobijo seguro de la barra, que se ven mejor los toros desde Suecia, ay que no.
El tonto abre con cien, se vacían dos sillas y calientan otras dos en la banda. El Diablo lo mira como lo haría una abeja al encontrar un floripondio oloroso, y sube a cuatrocientos, y al tonto le tiembla hasta el aliento, y no sería capaz de pronunciar la capital de Honduras. Quiere que sean ya las diez, pero sólo son las cuatro. No hay nada más impertinente que un reloj ―piensa. Lo contrario opina el Diablo, que da golpecitos en la copa con un anillo de metal, a juego con el diente.
Achanta, iguala la apuesta con todo lo que le queda, y traga saliva. La nuez recuerda a una pelota botando. Es un niño avergonzado que muestra lo que ha dibujado en una cuartilla. El Diablo deja en la mesa los cinco naipes, mostrando, una a una, cuatro de sus cinco cartas, que ya superan ampliamente todo lo que lleva el idiota. El diente brilla tanto, que confunde a los insectos.
Se te está poniendo cara de moscón.
¡Chas, chas!
Dos moscas menos. El aire comienza a oler a ozono.

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Soledad es de provincias y perdió la honra en una vega. Los rumores sortearon todas las esquinas que puede reunir un pueblo y no respetaron pared, y el padre envejeció en un instante. Y una noche, ya muy tarde, el hombre volvió con la escopeta, y le dijo a su mujer Se acabaron los chismes, Eugenia. Luego, llegaron los picoletos y hubo ruido. Después, nada.
La metieron en un tren, con una dirección donde borrar el pecado, y una carta para un pariente lejano. Con mucha suerte, haría carrera.
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Y la hizo. La Sole vive de contorsiones y fingimientos y se acuesta en pecado y con el alba, soñando que pide buey y que le sirven cabra; y algunas veces, cabrón.
Un rato con la Sole viene a salir a unos treinta, piltra y sábanas aparte, y a sesenta si son dos (dos ratos, no dos fulanos, que la Sole es de un solo hombre por pase, oigan). Reina en una esquina, entre el Savoy y una pensión, donde tiene comisión por servicio. El Carrier del local escupe bruma cargada, justo al lado de la Sole, que fuma con elegancia y lleva dos toques de Musk en el cuello y un colgante con la mano de Fátima que le regaló un perdido.
La Sole no soporta las moscas, conjuga la mayor parte de verbos en pretérito y languidece en gerundio.
La pandemia fue ruina para la Sole, y cuando se alargó la cosa, sin plaza para la faena, el dueño del Savoy, un buen tipo, le ofreció oficiar en la barra clandestina, con la condición del mutis y patente para aligerar jilgueros.
Y allí sentada, con tacón de rigurosa aguja y medias de malla, se sacó el máster.

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El tonto se levanta, desplumado, casi con alivio y dejando dos para septiembre, y le tira la teja a la Sole, y ella le sopla un beso, porque sin posibles, la Sole no fía cariño.
El perdedor sigue calle arriba, con la bruma del Carrier. Es noche sin triunfos. Si los liga alguna vez, le comprará a la Sole un poco de calor, pero esta noche no encuentra gravedad en sus bolsillos.
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La Sole no toma reserva a los perdedores; tan sólo agenda machos. Y tiene unos cuantos en cartera. Eso sí, cuando se ausentan sin más, o cambian de amorío, hay reproche seco a la vuelta, y sexo sin besos; la cerveza es sin alcohol y se pierden dos turnos, por muy machos que sean. Porque, de otra manera, le pierden a una el respeto.
La Sole invierte lo que saca en sol y sombras y, con lo que le queda, suele purgar en el bingo, negociando ilusión. Pero como canta menos que en el cabaré donde le señalaron la puerta y la farola, acaba maldiciendo y vuelve a su esquina, a saludar a los habituales que acuden al Savoy con el paso apretado y el ojo nervioso, que el juego es para gentes sin decoro, y siempre hay una ventana abierta y alguien aburrido.
Si los clientes que salen lucen sonrisa y puro de cepo holgado, actúa rápido antes de que los cuartos cambien de tugurio, porque, en la noche y con unas copas, no se distinguen bien las golfas.

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¡Chas!
Se achicharra la última mosca en el aparato infernal.
El Diablo reparte.

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Esa noche están cayendo chuzos. Dicen que el Diablo sólo descansa los viernes, salvo que caigan en trece o sean víspera de desgracia. Hoy es jueves.
Cuando ha despachado a todos, se ciñe el sombrero se ajusta las mangas, y pide un último trago antes de que cierre el bar. Entonces hace un gesto a la Sole Espérame en tu esquina.
Un taxi ha parado en mitad de la calle. El Diablo pide al conductor un paraguas. Se coloca detrás una patrulla, con el tirulirulí. Vienen a joder el cuento. Él se gira, mira primeramente al taxista, que pone las luces de avería, sumiso como un flexo, y después desvía la mirada a los guardias, que ya no son nadie. Y el coche enmudece. Y también la calle. Entonces la Sole sonríe y se contonea un poco. Él corresponde, y el diente es una farola más. Le abre la puerta trasera, y ella llora dos veces antes de montar.
Y se fue la Sole con el Diablo, a cambio de poco y nada, pues su alma estaba ya perdida y era de saldo.
Y la Sole nunca más fue Soledad.

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Cuentan que, en noches de invierno,
cuando irrumpe un caballero
los camareros se inquietan,
y preparan una mesa
sólo si lleva sombrero.

Enchufan el matamoscas
aunque queden ya muy pocas.
Y si se quita las gafas
desempacan dos barajas
porque no es viernes, y toca.

Y salen tontos como espuma
calle arriba, sin fortuna.
Y con la última copa
llegan el taxi y la bofia.
Y en la esquina sólo hay bruma.