Monvedat


Autor: Sansón Carrasco

Fecha publicación: 28/02/2023

Certamen: II Certamen

Resumen

Hete aquí las andanzas de un pícaro muñeco hechizado que de santo (su dueño podrá dar fe), no tiene nada.

Relato

Fue muy extraño cómo nos conocimos. Ocurrió más o menos así. Yo pasaba caminando frente a una juguetería y me pareció que un muñeco, del otro lado de la vidriera, me hacía el gesto de la higa. ¿Había visto mal, o un pedazo de madera antropomórfica me estaba insultando? Regresé unos pasos y me quedé observando los juguetes en exhibición. El sospechoso se hallaba plácidamente sentado en el medio del escaparate, entre muñecas lloronas y perritos de peluche. Vestía como Peter Pan, traía un sombrerito al estilo Robin Hood y nariz de Pinocho.
Fingí husmear el escenario de la mercadotecnia con despreocupación, pero de soslayo lo vigilaba. Supuse que era mi imaginación, y luego de unos minutos de no notar nada extraño me dispuse a seguir mi camino. Fue entonces, al despegarme del cristal, cuando vi que el susodicho pícaro movía apenas una manita y volvía a extender su dedito mayor (mayorcito) en señal de provocación. ¡Porque el gestito obsceno me lo hacía a mí y a nadie más! Me lo quedé mirando fijo. “Ya te he visto”, le decía yo achinando los ojos. Él, con la mirada perdida en el tumulto de la vida urbana, simulaba ser un inocente artículo más a la venta. Traía pintada en las mejillas dos círculos sonrosados, pero yo sabía bien que de vergonzoso no tenía nada...
La etiqueta que colgaba de su sombrerito rezaba “Monvedat poupées”, y debajo descifré esta leyenda: “Muñecos que te encantarán”. ¿Eso del encanto escondía un doble mensaje? Quizá ya se vendían muñecos hechizados y yo llegaba tarde a la moda, como siempre. O quizá era pura sugestión: recordé que hacía poco había visto una película de terror con un muñeco diabólico de protagonista. Éste, por lo pronto, no era maligno, apenas maleducado. El precio, seiscientos sesenta y seis pesos con sesenta y seis centavos, no era desorbitado para sus dotes. Envalentonado por la ofensa, o por las posibilidades de hacer dinero fácil, ya no recuerdo, entré en la tienda.
El dependiente, que se aburría acodado al mostrador con su teléfono móvil, me miró con curiosidad. Sin saludarlo le pregunté sobre ese muñeco del escaparate con pecas y nariz de Pinocho “que parecía estar vivo”. Me informó que se trataba de un “artilugio” importado, laborado por los últimos monjes de clausura que vivían en un monte vedado a los demás mortales en la región de Valencia. De allí su nombre. Si salió de las manos de unos monjes, pensé, no puede ser malévolo. Pero eso de “vedat” me sonaba a conspiración. ¿Y por qué poupée?, pregunté.
─Ah, porque mi jefe es francófilo y además esnobista, y cree que agregar palabras en francés prestigia la mercancía y estimula las ventas ─me explicó el empleado.
─¿Es respetuoso? ─volví a preguntar apuntando con el mentón hacia la vidriera. El dependiente sonrió, nervioso, y desvió la mirada.
─Si quedarse inmóvil todo el tiempo es señal de respeto, pues sí ─me respondió.
En fin, aunque no me convencía eso de que el misterio del arcano se hubiera asentado en un muñeco vulgar y grosero, le dije que lo compraría. Algo en su atrevimiento me seducía. El muchacho fue a sacarlo del escaparate (las articulaciones, al tomarlo del cuello, crujieron de dolor o de placer, no sé) y lo metió despreocupadamente dentro de un estuche oblongo, similar al que se usa para transportar violines. Yo quise advertirle “¡Cuidado, que se puede lastimar!”, pero me censuré a tiempo. Pagué sin esperar la vuelta, y cuando abría la puerta de la juguetería para salir, sobre el tilín de la campanilla soplona, escuché al empleado sugerirme:
─Por las noches es recomendable dejarlo encerrado dentro del estuche ─y con dos dedos me mostró la llavecita que yo olvidaba.
Cuando llegué a casa lo saqué del embalaje y lo observé con detenimiento, de arriba abajo. Ahora parecía un muñeco convencional, y me decepcioné un poco. Lo recosté sobre la mesa de la cocina, le arranqué la etiqueta y clamé con voz paródicamente solemne:
─¡Por el poder que me confiere el azar, te bautizo Monvedat!
Cuál fue mi sorpresa al ver y escuchar que el muñeco giraba la cabeza como un poseso, me miraba y me decía con voz chillona de saltimbanqui:
─No se ha esforzado mucho en la imaginación, ¿eh?, señor creativo... Soy un muñeco encantado, me merezco un nombre con algo más de mística.
Yo retrocedí varios pasos con la boca abierta (¿pero acaso no era lo que esperaba cuando lo compré?). Él se sentó con un murmullo de maderitas en el borde de la mesa, cruzó las piernas y comentó, muy orondo:
─Me hubiera gustado llamarme Papamosquita. O mejor aún, Calendurito, como mis ilustres antepasados. Porque soy un ser animado, con ánima, por si no se ha dado cuenta, querido amo. Qué sencillo fue engatusarlo, déjeme confesarle. Con un dedo bastó para que me rescatara de ese encierro de aburrimiento. A propósito, ¿cuál es su gracia?
Yo, del susto, en vez de presentarme sólo atiné a meterlo otra vez en el estuche de un manotazo, bajar la tapa y echarle llave. Escuché que Monvedat desde su encierro me recriminaba: “Quién es ahora el descortés, ¿eh?...”. Luego hubo silencio, como si la oscuridad del embalaje lo regresara a su inanimismo primigenio.
Corrí hasta la juguetería con el estuche bajo un brazo. El empleado, que bajaba la persiana a la una en punto para irse a almorzar, al verme llegar con paso apurado me detuvo adelantando las manos:
─Lo lamento, señor, no hay devolución. Reglamento de la casa. Yo sólo obedezco órdenes... ─se justificó como si repitiera una frase ya ensayada, muy lejos de toda política de satisfacción del cliente. Insistí con un canje por unos cochecitos de colección, pero no hubo caso.
Regresé a casa con el muñeco y lo abandoné sobre el ropero, entre las frazadas del invierno. Traté de olvidarme del asunto.

Pero no pude. Pensaba en Monvedat, me debatía entre llevarlo a la iglesia para exorcizarlo o la televisión para explotarlo. Opté por esto último, y un lunes por la mañana fui recibido por el productor de un programa de talentos en su oficina. Detrás del escritorio el empresario sonrió y aguardó a que el muñeco que yo sentaba en mi falda hiciera su gracia. Pero el muy pillo de Monvedat se quedó inerte como un monigote común y corriente. Y aunque lo zarandeé y cacheteé y golpeé con furia contra el borde del escritorio, el pícaro no reaccionó. Yo, nervioso, con cada zamarreo le repetía “Ya verá de lo que es capaz, ya verá...”. El cazador de talentos suspiró profundo y con un gesto de su mano me señaló la puerta: la entrevista había terminado.
Cuando regresamos a casa Monvedat se puso a reír como un demente. Se revolcaba por el piso y repetía, ya tuteándome:
─Hubieras visto tu cara, amo, estabas más colorado que mis mejillas... Deberíamos repetirlo.
Tuve ganas de romperlo a patadas y tirarlo al cesto de la basura. Ya pensado fríamente, consideré que podía convencerlo de colaborar conmigo en la empresa que pergeñaba. Así montaría mi propio show y me haría rico. Sólo era cuestión de “hacerle la psicológica”, como se dice.
Al día siguiente concerté una cita con un psicólogo. Fingí ser un profesional de la ventriloquía. Haríamos una sesión de “pareja” con mi marioneta, le aclaré por teléfono a la secretaria del doctor. Ella me dejó en espera para consultar a su jefe. Sí, me confirmó al rato, podía hacer terapia de grupo con un muñeco “siempre y cuando no sea muy ruidoso”, me aclaró.
En el diván del freudiano Monvedat habló, claro, fingiéndose el médium de un ventrílocuo contrariado, que era yo. Pero lo que dijo me dejó en ridículo, pues delante del psicólogo me trató de explotador, de maltratador, de chupasangre... Ya estaba harto de que yo lo sentara sobre mi falda delante de los espectadores como si fuera un fenómeno de circo, dijo mirando al terapeuta. Y que para colmo no recibiera paga alguna por las “presentaciones”, ni siquiera un mínimo porcentaje por su participación en la dupla. Yo sonreía de nerviosismo, sudando a mares. “¡Libertad, libertad! ¡Todo el poder para los de abajo!”, gritó el caradura articulado como corolario de su filípica.
Terminada la sesión el psicólogo murmuró “Muy interesante...” y se quedó pensativo. Luego comenzó a redactar mi prescripción. Cuando me la entregó supe que me había diagnosticado un caso de doble personalidad, y me derivaba con un colega psiquiatra. Al salir noté que los pacientes en la sala de espera me miraban con una curiosidad divertida, como si yo fuera un agalmatofílico en plena crisis de pareja.
De regreso Monvedat volvió a montar su show de carcajadas y revolcadas. Yo me resistía a la idea de hacer dinero con este friqui descendiente de los árboles, porque era evidente que el muy sotreta me dejaría en la estacada en el primer escenario al que subiéramos. Esperé a que se desfogara con sus burlas (ahora él se llamaba a sí mismo “Mondiván” y a mí me apodaba “Esquizamo”), y luego de que se secara las lágrimas lo amenacé con donarlo a un convento de religiosas si no me hacía caso.
─Allí te aburrirás como un hongo, y a la primera travesura que te mandes las monjas te arrojarán al fuego por hereje ─lo amenacé.
Monvedat volvió a hacerme el gesto de la higa, pero ahora el dedito le temblaba de miedo. Aproveché su momento de debilidad y con la punta de una llave que traía le tallé a la fuerza el 666 en la frente.
─Con esta credencial estarás sentenciado en cualquier lugar sagrado ─concluí, cínico. El animoso ya no reía.
Al fin accedió a mis requerimientos, y montamos un número callejero en la senda peatonal de una ciudad de veraneo. Ante los curiosos arrancábamos con un diálogo que parecía ser el típico de una dupla de ventrílocuo y marioneta, quiero decir, con chuscadas donde él hacía de bribón y yo de su ingenua víctima. Pero promediando el número Monvedat saltaba de repente de mi falda y comenzaba a bailar charleston vestido de frac y agitando una galerita. Esto asombraba a los paseantes, y a la hora de “pasar la gorra” eran generosos con los billetes que dejaban. Nadie sabía cuál era el truco, pero a ningún testigo se le cruzaba por la cabeza que el muñeco pudiera estar encantado. Éramos la sensación del momento, y ningún otro número reunía a tantos turistas.
Hicimos varias temporadas, aunque nunca pasamos de ser una atracción al aire libre para veraneantes cortos de dinero que se distraían con los artistas amateurs de la calle peatonal. No obstante, recorrimos las ferias de todo el país montando el show de “El maravilloso Monvedat y su tío Tony”. El haber conocido la extensa geografía de la patria se lo debo al muñeco, lo confieso.

Algunos años después, cuando me cansé de los viajes y la exposición ─pues el miedo de que el desvergonzado se rebelara y me dejara en ridículo ante el público jamás lo perdí─, al fin cumplí con mi amenaza: metí a mi partenaire en su estuche y lo llevé a un convento. Ah, sí, antes de entregarlo a la casa de retiro le encasqueté bien el sombrerito de Robin Hood para ocultar la cifra delatora. Allí mora todavía. Cada tanto lo bajan de una alta estantería, donde convive con otros juguetes de la caridad, para que los niños que las hermanas cuidan jueguen con él. No obstante, Monvedat se mantiene adusto, reconcentrado en su papel de muñeco no hechizado.
Lo sé porque el domingo pasado fui a visitar a las monjas, a quienes ayudo con donaciones, y nada me comentaron sobre un comportamiento sospechoso de mi más reciente regalo. Sin embargo el muy granuja, fíjense ustedes, al distinguirme entre los visitantes, ¡y en ese sitio!, me hizo un sutil gesto profano con su manita. Monvedat es incorregible.