
Resumen
Una ruptura imprevista aunque largamente anunciada, en unas circunstancias inusuales.
Relato
Sopa de murciélago.
Que me aspen si hasta el día del cierre por traspaso de la relación no nos quisimos. Aquel día tocaba comer fuera, pero previamente retozamos y nos aseamos juntos como en los buenos tiempos. Fuimos a un sitio japonés, cerca de casa. Era temprano y el garito se desperezaba. Pedí una cerveza para aplacar el tedio mientras decidíamos el menú.
A las personas de nuestra generación, embotados de pantalla, quizá no nos sorprenden algunas escenas. Vimos a un señor a todas luces oriental emerger de la cocina gesticulando y gritando, y a otro detrás con un cuchillo. Posé la cerveza para tener las manos libres. Mi novia también estaba atenta. Nos mantuvimos mansos y sentados. Perfil bajo, atentos, adrenalíticos leves. No soy un héroe con ninguna civilización y, además, habría una escalada letal sí veían a dos demonios blancos queriendo intervenir en su folklore. El que huía tenía una brecha en la frente de la que manaba sangre. Era roja, como buenos chinos que eran. El otro sólo tenía los ojos desencajados, es decir, se le veían un poco las pupilas y el blanco alrededor, pero no mucho. Y un cuchillo, quién no vería la atroz simetría de ese cuchillo destripa sepias. Cuando iba a pasar una desgracia, aparte de que nos veríamos obligados a buscar otro sitio para comer, un chino enorme, el jefe que aparece en la última pantalla del videojuego, el máster de la tríada, la Chineidad absoluta, se interpuso. Pescozones varios y grito que a buen seguro se refería a alguna máxima moral de Confucio, versículo 4. Y todo volvió a la calma. Los cocineros a sus zapatos. ¡Blam!, al cerrarse la puerta. Nuestro sudor – glups – volviendo grupas a nuestros poros. Mirábamos al Gran Chino. Giró tan lenta e hipnóticamente la cabeza hacia nosotros, únicos clientes del garito, que no nos dio tiempo a disimular y nuestras miradas se encontraron. Se puso en movimiento.
- Oh, joder, no le mires directamente al paquete, es una afrenta grave en su cultura.
- ¿Y a qué miro, entonces?
Pero el chino ya estaba ante nosotros. Le lancé una mirada achinando los ojos, pero no le sonreí. Parecía el tipo de hombre que despreciaba signos de debilidad.
- Bienvenidos a mi restaurante. Perdón por esta escena, no saben trabajar juntos, pero aprenderán.
- No hemos visto nada, jefe.
- Aprenderán. A veces esto es necesario para que la cosa no explote. Como con las ollas.
- ¿Aquí usáis ollas? ¿No sois más de woks?
- Joven, aquí se estila el anarquismo metodológico. No nos ceñimos a un estilo, sino que incorporamos lo que consideramos bueno y provechoso. Eso sí, sin dejar de reverenciar la tradición.
- Oh, me parece encomiable. Aquí te acusarían, si fueses blanco heterosexual y hombre, de apropiación cultural. Y de malhechor nazi homófobo opresor cipotudo, por gritar a tus colegas.
- Aquí hay muchos gilipollas. Por otra parte, disculpa, pero tú eres rosáceo, no blanco. Y dudo que seas hetero.
- Ah.
El jefe de los chinos, la Chineidad absoluta, nos sirvió personalmente unos tragos de sake. Templado y alcohólico para mí. Varios y Gratis, mis marcas favoritas de sake. “Para las mujeres tenemos un sake especial con burbujas, como un refresco, casi sin alcohol”. Reí y mi novia me miró como se mira un reloj cuando se llega tarde. El Gran Jefe Chino inclinó reverentemente la cabeza – me sentí honrado y procuré imitarle, derramando un poco del sake que justo estaba bebiendo – y volvió, hierático, a la cocina. Cerró tras de sí la puerta y no se oyó casi nada más hasta que nos trajeron los primeros platos, consistentes en una sopa aleteante de cosas y unas costillas de a saber qué.
Agridulces, a medida que mi novia, extrañamente animada, me hacía su confesión.