Solsticios


Autor: Vencejo

Fecha publicación: 21/02/2023

Certamen: II Certamen

Resumen

Reflexiones frente al espejo de un tipo un tanto perturbado por la pérdida juventud y la extraña convicción de que ha sido abducido en el pasado por extraterrestres, decide raparse al cero la cabeza mientras su familia lo espera para cenar.

Relato

Solsticios

Admítelo, Evaristo, siempre te ha obsesionado tu cuero cabelludo, ya de crío rabiabas cuando, cada seis meses, tu madre te llevaba a la casa de Fede Molinero, peluquero del barrio que rapaba a tazón y ponía en la nuca colonia de viejos. Era un asco salir esquilado a la calle y mirarse el contorno de la sombra, las nítidas y estúpidas orejas, la cabeza de güito derrotado que le quedaba a uno. Una hecatombe estética era aquello, y física, también: recuerda que en el cole era casi sagrada la costumbre de que los otros niños, sobre todo el Rogelio, estrenaran con toba el cogote pelón. Por eso os peleasteis aquel día en la clase de ética, devolviste la toba pero con cinco dedos y en la cara, y él te clavó un bolígrafo en la frente, uno de esos sin mina para escupir arroz. Sí, es verdad que el Rogelio estaba loco, pero también tenías tú lo tuyo. «A este niño lo rapan y le cambia el talante», solía decir tu abuelo, con razón: se te veía huraño y desvalido durante algunos días, no dormías, te pasabas la noche en la ventana rumiando aquella extraña fantasía de que allá se encontraba tu mundo verdadero, perdido en el clamor mudo de las estrellas, y acaso tu familia, impostora, adoptiva, responsable de ti en este planeta, se veía obligada a cumplir ciertas órdenes supremas como la de raparte la cabeza de solsticio en solsticio. Fantasías de crío resentido, claro, claro, pero un día llegaron a ser fiebre, cuarenta con seis décimas, dijeron, y vinieron a verte los interestelares hombrecillos. Después de aquel delirio, padre y madre, asustados, dieron la absolución a tus melenas y, éstas, en libertad, se echaron a crecer rumbo al trasero, tan morenas, tan densas, tan cortinas feroces en la ventana de la cara, que pronto te apodaron el Cheroqui y hasta el propio Rogelio comenzó a respetarte: una tarde de invierno, en los billares, se quiso escaquear de un pierde-paga, así que lo agarraste con furia por el cuello: «¡si no pagas te arranco la puta cabellera!», le dijiste, y él corrió, acobardado, a esconderse en tus traumas de la infancia…
—¡Evaristo, no tardes, la cena estará lista en diez minutos!
—Ya voy.
Frívolos y felices discurrieron los años desde entonces. ¿Te acuerdas, Evaristo? La marihuana, el rock, las chicas guapas, tu sombra de Cheroqui orgullosa en los pasos.., y cómo te gustaba peinarte con los dedos, hundirlos en la tibia densidad capilar, que te ondeara el viento la melena cual bandera de ti, o que la acariciaran en un prado de agosto por la noche, sí, que fueran los mechones suaves caracolillos en los dedos de Paula (¿qué habrá sido de ella?) mientras tú contemplabas, tendido en su regazo, las fugaces Perseidas. Ya no había impostores de este lado ni orígenes inciertos en el cielo, todo estaba en su sitio, sabía renovarse, tener lustre, parecía tan eterno como la juventud… Pero mírate ahora en el espejo tras salir de la ducha con las greñas mojadas: te estás quedando calvo pelo a pelo y estas putas lociones, que te cuestan un ojo de la cara, puede que hasta aceleren el proceso, otra vez la hecatombe, ahora ya irreversible en las manos del tiempo, y no va a consolarte que esta sea la impotencia secreta más común en el hombre, que es por eso que vives delante del espejo últimamente, las horas se te vuelan encerrado en el baño para corroborar que el flequillo enflaquece, que va retrocediendo difuso y areato frente arriba, ya verás, ya verás, pronto serán yerbajos en medio del desierto dispuestos a volarse con el primer Simún, y es mejor que hagas chistes, que aprendas a reírte de tu sombra futura, ¿reírte?, qué fácil es decirlo y qué inútil pensarlo, como si no escocieran esas tobas mentales dadas contra uno mismo, como si una sonrisa pudiera devorar una obsesión; sabes que es imposible, que a ti el espejo grande se te queda pequeño, que tienes que ayudarte del espejo de mano para poder mirarte por detrás y avistar la tragedia del presente, la coronilla que clarea y que amenaza con volverse tonsura declarada, frailuna, o de payaso triste con las patillas largas, que es peor, y eso que sólo enciendes la luz suave, que no enciendes la otra, tan descarada, halógena y cruel, esa maldita luz que ratifica lo que te dijo ayer tu amigo Juan: «te estás quedando calvo, se te ven las ideas». «¿A que pone joputa?», le dijiste agachando la cabeza y a punto de embestir. Pero tiene razón, admítelo, estás escamochando demasiado, la sedosa melena del roquero que fuiste ya es historia, sólo la puedes ver con los ojos cerrados, pero no ensayes mucho que, después, cuando vuelvas a abrirlos delante del espejo, te va a mortificar la decepción de encontrar estas débiles hebras que malévolamente te susurran te estás haciendo viejo, te estás haciendo viejo, a la vez que la Ciencia se lava las manos, porque no, no señor, no han descubierto el filtro, no hay alquimias que valgan y te pintan muy largo el asunto dichoso de la célula madre, ¡la resucitadora! ¿Para cuándo? ¿Diez años? ¿Veinte? ¿Treinta? Llegas tarde al progreso, amigo mío: no habrá dios que te labre el folículo yermo…
—¡Evaristo, cariño, la cena está servida! ¡Evaristo! ¿Me oyes? ¿Te ocurre algo?
—No. Te he dicho que ya voy. Me afeito y voy. Vosotros id cenando.
Eso. Aféitate, Evaristo, aféitate, pero aféitate toda la cabeza, acaba de una vez con esta angustia de otoños prematuros que te ha caído encima. Eso. Afeitártela al cero. Otra vez las orejas en la maldita sombra, qué más da. Al cero, como se lleva ahora. Pero es que tú no tienes una señora calva de esas de maniquí, ovaladas y lisas, de alguien que no precisa del vestido del pelo para saberse guapo, un Yul Brinner, un Beckham, un Sean Connery… ¡Al cero! ¡Decidido! Y hundes la maquinilla dentro del matorral del occipucio y avanza el ronroneo de la siega y los mechones caen como nieve morena en la blanca pileta, ay, como una amputación lo estás viviendo, como un modo crucial de desnudarse, ay, que ya se te van viendo las lomas relucientes, ¡menudo cráneo horrible el que tú tienes, tan inflado de venas, tan remarcado el puzzle de los huesos y los apatatados parietales! Calva de maniquí, podría ser, pero de maniquí de otro planeta… Ten cuidado, Evaristo, ten cuidado, retornar a las viejas fantasías podría hacerte daño, ya no tienes edad para la rebelión de la locura, tienes una mujer y dos críos pequeños sentados a la mesa, una cena servida que se enfría y, en la parte más alta de tu cabeza monda... ¿qué es esa cicatriz? Acércate a mirarla espejo en mano: qué diminuta es, qué nítida, qué extraña, un círculo perfecto cuyo origen se encuentra en el boli sin mina que te clavó el Rogelio peleando, pero que bien podría ser la puerta de un chip, un chip extraterrestre que te implantaron ellos, seguramente el día de la fiebre, para estudiar ahora, a través de distancias siderales, treinta años después, tus íntimas jodiendas de terrícola calvo.