Sinpayasún


Autor: Pimpón

Fecha publicación: 15/03/2023

Certamen: II Certamen

Resumen

La frustrada búsqueda laboral de una chica universitaria termina en una idea que la hará "morirse" de la risa.

Relato

Sinpayasún

Mis vacaciones solían ser, a grandes rasgos, previsibles: sabía que había que cambiar de sitio las grandes materas de barro, según el lugar donde lo indicaran mi madre y mi abuela; que la autoconstrucción de las casas de mi abuelo y padre se reactivaba, por lo que cernir arena, mover ladrillos y pintar fachadas y paredes era taxativo; también que, gracias a mi paciencia, encanto y disposición (según mi madre, tía y abuela), servir como compañía en la compra de telas, pinturas artesanales, ovillos de lana, pinceles, cartón paja y cuanto accesorio sirviera para realizar manualidades, era una obligación moral ineludible. Todo aquello sin retribución económica alguna, ¿acaso no era suficiente con que, entrado en mi mayoría de edad, no tuviera que responder por mi manutención? De hecho, ya llegado a los veinte seguía siendo el chiquitín de la familia, la mascota que batía la cola por una porción de hueso.
Por eso, difícilmente me esmeraba en conseguir un empleo temporal durante los meses de receso académico para contar con ingresos adicionales. Además, porque, no obstante los compromisos familiares adquiridos sin mi consentimiento, habían tardes disponibles para dedicarlas a leer a Lovecraft y Poe, entretenerme con los videojuegos, visitar a mis compinches, jugar futbolito y embelesarme con series de tevé insulsas que exigían poco cerebro.
Todo eso influía en mis pocas ganas de buscar trabajo. Por eso, debido a mi “falta de ambición”, según mi novia universitaria, un día antes de vacaciones ella decidió cuestionar mi pasividad invitándome a ocupar mis energías en algún oficio que me generara ganancias, las cuales pudiera gastármelas a mi antojo, sin tener que depender de mis familiares.
Su reclamo venía “cargado” de un par de reflexiones, sugerencias personales y, por último, propuestas laborales, las cuales o bien se había dedicado a escudriñar en días precedentes, o bien habían llegado de oídas a su pequeña e inquieta humanidad, haciendo que le brillaran los ojos de la emoción al adentrarse en nuevos mundos, donde la “independencia” económica era el móvil principal. De hecho, tenía preparado que juntos fuéramos desde vendedores en almacenes de cadena, hasta organizadores de archivos temporales en una empresa de abogados.
Para su sorpresa y malhumor, rechacé la primera posibilidad. La otra propuesta me parecía absurda, pues, en un trabajo donde pagaban menos del salario mínimo, sin prestaciones de ningún tipo ni auxilio alguno (por ejemplo, de trasporte o alimentación), se exigía, además de cumplir con una amplia jornada laboral, lo que aquella empresa denominaba “una buena presentación personal”, lo cual, en últimas, se traducía en portar vestido, corbata y zapatos de charol. Si yo era un estudiante de universidad pública, que andaba con mochila, botas, yines y camisetas con estampados de grupos de rock, ¿de dónde iba a sacar un traje como el que, se suponía, debía portar?
No obstante tener amigos que ya estaban laborando, quienes podían facilitarme aquellas prendas, mi delgada contextura hacía que, por obvias razones, saltara a la vista que la ropa vestida era ajena. Es más, ¡corría el riesgo de parecer un payaso! Aunque, en lugar de enojarse sobremanera, dada mi conclusión sobre la situación supuesta, ser rio al imaginarme “disfrazado” de ejecutivo. Tal vez por eso la siguiente propuesta laboral (que sería una semana después de mis negativas), la hizo con entusiasmo y alegría.
El tercer rechazo corrió por cuenta de una entusiasta idea, lo que ocasionó que ella dejara de hablarme por más de una semana, luego de que en un tono molesto y humillante afirmara que yo era un acomodado, mantenido y un hombre de pocas ambiciones, pues ningún trabajo, por noble o loable que fuera, era de mi agrado; además, me gritó a la cara que tenía una mentalidad de pobre: solo quería mantenerme con las limosnas que recibía de mis padres y familiares.
En este tercer momento lo de trabajo loable era casi literal, pues, aunque no fuera digno de alabanza, sí lo era de gracia (¡y mucha!) para algunos, pero en especial para los dueños del negocio, pues aquel consistiría en ser aprendiz de payaso, lo cual estaba disfrazado con el nombre de “recreador infantil”: en últimas, desde mi perspectiva, aquello vendría a ser una payasada completa, y el tiempo, para infortunio de su pequeña humanidad, me daría la razón. Obviamente, debido a su terquedad, decidió instruirse en las artes payasiles resignada a, y enojada por, no contar con mi compañía.
***
Después de una larga ausencia, y puesto que ella estaba dispuesta a no dar su brazo a torcer, decidí sacar la banderita de la paz para llamarla durante aquel largo periplo en la cual me hizo falta su voz, sus lindas palabras, su cuerpo y hasta sus regaños. Al recibir mi llamada telefónica, y después de augurar mi arrepentimiento debido a mi falta de emprendimiento (en un tono que se me antojó dictatorialmente conciliador), su escondida nobleza emergió de su interior haciendo que el gélido ambiente se tornara en una cálida y pormenorizada rendición de cuentas, en la cual me relataba lo fabuloso de su experiencia y las expectativas que tenía a futuro: no solo se emplearía durante el receso académico, sino durante los fines de semana venideros, en los cuales iría a ser convocada para prestar sus servicios como “recreadora”.
Cada día de por medio, en las semanas sucesivas, los pormenores iban in crescendo, así como lo hiciera su ansiedad por debutar en la casa de cualquier infante cumpleañero, divirtiendo a los chiquitines invitados y reproduciendo aquellas rutinas graciosas, las cuales, para darle prestigio a su labor, en el gremio eran conocidas como sketch, y que por sobradas razones hubieran sido la envidia de El Gordo y el Flaco, Chespirito o el mismísimo Cantinflas, según lo percibía de sus emocionantes relatos. Además de aquellas comedias, ya había aprendido a hacer perritos, espadas y sombreritos a partir de inflables, así como montajes de teatro infantil gracias a sendos cursos intensivos, durante los cuales no solo tenía que poner a prueba su pericia, sino su bolsillo, ya que por cada falla que tuviera en la preparación de cualquier acto, tenía que pagar una multa “simbólica” por correr el riesgo de dejar en ridículo a la empresa de diversiones a la que representaba.
Aquella excusa para sacarles dinero de más sí que me pareció una payasada, pues, ¿acaso no había sido ridículo que, desde un principio, con la promesa de educarlos en el área de la diversión, les hubieran cobrado un costo de instrucción como si fueran a cursar un MBA? (a decir verdad, no era tan costoso, pero para un universitario sí era un precio muy alto).
Con el paso de las semanas, mientras ella sentía que se enriquecía con sus experiencias, yo opinaba que quienes lo hacían eran otros, pues no solo las sanciones monetarias abarcaban el ámbito de formación “payasil”, sino que además ya habían permeado el de los buenos comportamientos y el de la “presentación personal”: había multa por zapatos sin brillar, por proferir malas palabras o insultos, por no cargar con los elementos que la hacían toda una payasa (un kit de maquillaje de burdas pinturas faciales y un labial ordinario), ¡y hasta la multaban por llegar con retraso!
Cuando me contó aquello último me imaginé que esa había sido la consecuencia de un inoportuno affaire entre comediantes, y que, como había sido otra de las payasadas a las que se tenía que someter, al final de la historia yo tenía que ayudar a criar a un futuro Krusty; ¿cómo le bautizaríamos?, ¿Pimpón, Benitín, Cacharrito? Pero me dijo que a lo que se refería era a las tardanzas, puesto que nunca se le hubiera ocurrido serme infiel con un payaso: ¿los gritos de éxtasis serían con voz chillona?, ¿aplaudirían después de cada acto?, ¿el orgasmo lo cerraría el típico redoble de batería?
También le prohibían llevar comida, pues el único alimento del artista debería ser la gracia con la que asumía cada día; pero en realidad aquella proscripción se debía a que la prestigiosa academia de comediantes vendía refrigerios para sus instruidos; por lo que, además de las “contribuciones directas”, aquella imposición indirecta también debía servir para engrosar las arcas del payaso mayor. No sobra decir que tuvo que vender boletas de rifas para la casusa “payasil”, y participar en una “salida de integración”, la cual, ¡cómo no!, era organizada logística y económicamente por su graciosa alma máter.
***
Al final de ese primer mes de vacaciones, yo había actuado desde mensajero hasta conserje (¡y menos mal no tenía mascotas a las cuales asear!); mientras mi nena se estrenaría en su primera prueba de campo, la cual, ¡cómo no!, no sería paga, pues era una especie de examen que le serviría para o bien recibir aplausos o bien para enfrentar la tomatina de su exigente público. Solamente recibiría un pequeño subsidio de trasporte para llegar al lugar de la función.
Contrario a sus expectativas, gran parte de esa real experiencia fue todo, menos graciosa: la dirección del lugar no coincidía con la aportada, por lo que gran parte del subsidio de transporte se le fue en llamadas a la academia para confirmar el sitio; luego, de su bolsillo tuvo que poner parte para llegar a tiempo, pues la tardanza la obligó a tomar taxi. Ya en el lugar los recibiría una furiosa mamá, quien más que por la tardanza, de seguro estaba desesperada por tener que lidiar con esa barahúnda de chiquitines antisociales que estaban haciendo de las suyas: manchones de comida en sofás y tapetes, miles de huellitas de zapatitos por todas las paredes, además de gran cantidad de juguetes regados por pasillos, cuartos y baños eran el común denominador, todo esto adobado con grititos, sonrisitas y agudos chillidos que hacían desencajar la cordura del más sensato. Aquel panorama parecía un campo de batalla.
Sumada a esto, el hambre estaba haciendo mella en su organismo, tanto así que antes de empezar el acto, ante la evidente palidez de su rostro, la dueña de casa le ofreció un vaso de agua con la promesa de una jugosa merienda. Sus ojitos se iluminaron, pues en medio de los preparativos payasiles nunca había contemplado ni dinero ni espacio para la comida, pero dejaron de brillar luego de que aquella ilusión vino acompañada de una condición: “Tienen que hacer que estos niños se sienten y les presten atención lo más pronto posible, porque es hora de los sánduches, y si no se calman, no puedo servir la comida”.
Sintió palidecer, pero sacó fuerza de donde no tenía. Junto a su compañero armaron el acto de magia de rigor, el teatrino para los títeres, inflaron bombas de variadas formas, hicieron rutinas cómicas, se vistieron de los personajes infantiles del momento (un Teletubie y un Barnie) con sendos y acalorados disfraces; en fin, mostraron lo mejor de su gala. Luego de casi tres horas de arduo trabajo, durante las cuales vieron desfilar desde sánduches, hasta perros calientes, helados y bebidas, pudieron sentarse a disfrutar de una pequeña merienda: dos rebanadas de pan desabrido y queso frío, acompañado de gaseosa rebajada con agua.
Pero su iniciación no terminaría allí. A la hora de cobrar honorarios, el anfitrión pretendía pagar solo el 70% del valor pactado, arguyendo la tardanza, cuestionando la calidad de los espectáculos y demeritando la fidelidad de los disfraces, además de querer cobrarles la merienda que momentos antes había sido ofrecida bajo presión. Al final del día su saldo quedó en rojo, pues al llegar a la academia con menos dinero del contratado, debido a que, de repeso, retornaron en taxi, el Payaso Mayor los obligó a saldar dicho desfase.
Luego de tan tortuosa jornada me llamó en busca de consuelo, y ante mi graciosa solidaridad, me prometió abandonar tan desagradecido oficio, no sin antes hacer algo por las legiones de tristes payasos venideros. Fue allí cuando surgió la idea de crear la primera agremiación de comediantes desamparados: Sinpayasún, o, dicho de otro modo, sería la presidenta en gracia del Sindicato Nacional de Payasos Unidos.