Resumen
Un paciente psiquiátrico amenaza al mundo con una invasión tridimensiones ¡Será cierta o producto de su mente?
Relato
Lautaro Martínez estaba decididamente loco de atar. Se jactaba de ser el único humano capaz de percibir, incluso ver, la dudosa existencia de los crotófagos. Consistían, en teoría, en unos seres similares a medusas, con tentáculos en lugar de filamentos y ponzoñosas ventosas provistas de un corrosivo ácido que secretaban sus flácidos cuerpos.
Por supuesto, nadie podía ver a estas criaturas; ni los médicos, psiquiatras o enfermeras que atendían al pobre Lauti en el hospicio. Los psicotrópicos no eliminaban sus visiones, pero al menos, cuando se los administraban en dosis elevadas, los animalejos parecían volverse manso y quedarse quietos, aletargados, por largo tiempo. Claro, se encontraban en la mente de un enfermo. Un obseso incapaz de comunicarse con el mundo real, mucho menos valerse por sí mismo en las duras cotidianeidades de las lides sociales, tampoco podía entablar comunicación con sus pares, que para el infeliz, eran seres provenientes de otros mundos. La frondosa imaginación de Martínez sorprendía a terapeutas quienes, entrenados en el oficio de clasificar disturbios mentales graves, tomaban nota, interesadísimos de un mundo prolífico, plagado de detalles, formas y colores que parecían salidos de un poema deforme.
Toda una delirante escala zoológica, dividida en subespecies con un denominador común, parecía dar ciertos visos de coherencia al relato del chalado más inspirado del manicomio. Nóveles matasanos apuntaban en sus tabletas digitales todo lo concerniente a ese mundo extraño e imposible. Cuando se lo intentaba acorralar con preguntas de marras tan obvias como por qué el resto de los mortales no podíamos verlos, su lógica era infantil pero irrefutable: los cartófagos eran invisibles. Tan solo individuos con hipertrofia de la glándula pineal, podían hacer contacto con ellos. Sorprendentemente, para corroborar su coartada, escaneos mentales de alta complejidad corroboraron que el curioso paciente, poseía un sobre estímulo inexplicable en el área más misteriosa de la mente.
La invasión comenzó de un día para el otro, sin aviso. Fue voraz y letal. Se expandió como un virus inexplicable tanto para sabios como doctos en todas las ciencias. Los crotófagos únicamente atacaban a los humanos, el resto de las bestias parecían estar a buen resguardo. Los pequeños monstruos se adherían a las superficies visibles de los seres racionales y su escabrosa dieta estaba centrada exclusivamente en pieles, según algunos primeros informes, supuestamente por la acumulación de melanina. Luego se dirigían por ósmosis a las zonas más pudendas, pródigas en pieles y coberturas de protección. Las carnes vivas y la sangre que manaba de las escoriaciones no eran de su peculiar apetito culinario. Tanto peor para las víctimas, los crotófagos jamás concluían su faena y preferían mantener vivas a sus presas con el fin de vampirizarlas.
Hombres, mujeres y niños sin distinción, observaban con espanto como una presencia invisible, ajena a la contemplación, pero de fría y repulsiva humedad al tacto, disolvían en viscosidad sus dermis, para luego ser ingeridas en un producto similar al papel de diario mojado. El planeta se atestó de llagas vivientes, ciudades enteras aullaban de dolor. Los desesperados incurrían al suicidio, tanto individual como masivo, patrocinando espectáculos más dantescos aún. La moral se fue al garete, que un sujeto acabara con su propia familia, no era cruel demencia sino sano acto de piedad.
Los crueles invasores no se andaban con rodeos. La misericordia no estaba en su sino y el magnánimo acto de una muerte rápida estaba perimida pues se contradecía con su plan alimenticio. Los crotófagos aguardaban con paciencia el nacimiento de costras, cicatrices de tejidos fibrosos y el atisbo de pieles nuevas para seguir fagocitando a una humanidad torturada, usándolo de ganado en no mataderos, pues la faena se completaba mientras el alimento aún se hallaba vivo. La muerte habría indicado el fin del ciclo y una putrefacción cárnica que no les resultaba de provecho alguno.
Consciente de las palabras premonitorias de Martínez, el director del nosocomio Yog Sothoth, consideraba acertadamente que la invasión disfrazada de pandemia había comenzado puertas adentros del edificio que administraba. A través de un complejo diagnóstico por imágenes neuro cognitivas del orate, se intentó establecer un patrón conductual de aquel sujeto que parecía guiar la invasión silenciosa, indoloro, inodora e incolora que estaba desangrando a los homos sapiens hasta llevarlos al límite de cualquier resistencia a los peores dolores que siquiera el más desahuciado demente, podía apenas haber concebido. Masas sanguinolentas que alguna vez tuvieron rostro y manos en lugar de garras purulentas se embarcaron en la trascendental misión de estudiar a Martínez y los portales de su mente. Debieron haber sido más cautos en el proceso de selección de voluntarios y el temple de los héroes. A medida que se desvelaba las intenciones del cruel sujeto y su vinculación con el acceso a un impiadoso túnel inter dimensional de una realidad inhumana y letal, los estudiosos y colaboradores contemplaban con horror el mapeo de la invasión y sus aún peores consecuencias. Fue solo cuestión de tiempo hasta que un indignado y desesperado médico, arrastrado por la ira de una familia perdida a cuestas, decidiera dar muerte al nexo que unía a estos seres caníbales con nuestro castigado planeta.
La desesperación invadió a los científicos. Siempre es conveniente mantener vivo al paciente cero. Pero lo hecho, hecho estaba y debieron continuar adelante sin el control adecuado que tradujera los posibles indicios. No obstante, el merecido crimen pareció dar resultados por un tiempo. Sin una mente racional de nuestra frecuencia vibratoria que alineara sus ataques, los crotófagos parecieron quedar atontados. Más lo que vino después fue peor. Si bien la periodicidad decreció, la réplica fue más virulenta y de una violencia inusitada. Sin nexo cerebral que controlara sus ondas electromagnéticas, los crotófagos pulularos por la tierra anárquicos, diezmando poblaciones completas sin aguardar con prudencia que los tejidos regenerasen. Las muertes bestiales finalmente les jugaron en contra, condenado a los crotófagos a la inanición cuando los cuerpos humanos mermaron significativamente hasta quedar unos pocos cientos.
Los castigados sobrevivientes de este peculiar ataque a escala global, estudiaron durante décadas a Martínez, cuyo cadáver reposaba oculto bajo siete llaves para evitar venganzas iracundas y justificadas. Ese sujeto con rasgos incluso bonachones, fue el mayor genocida de su propia raza.
Clonaron su ADN y reconstruyeron su entorno a fin de establecer un faro para repeler futuros ataques. Los más sesudos estudios dieron por tierra y de plano la teoría de que el Lautaro Martínez original no era un demente, sino una mente superior, un visionario, un portal viviente hacia recónditos planos existenciales.
El sujeto, tal y como se lo consideró antes que aconteciera esta terrible pesadilla, era un chiflado de chaleco. El hecho de que la proyección de su locura se expandiera por el globo, habla de un colosal poder de sugestión mental. Pero a no engañarse ni mitificar orates. Ya empiezan a sugerirse altares entre los restos de una civilización sacudida por la peor de las tragedias. No es lo mismo una nueva realidad que la demencia, exenta de toda lógica humana y los frenos racionales tan necesarios como pertinentes. Solo a un chalado en extremo puede pasársele por su perturbada psiquis la repugnante ola de matanzas y tormentos que azotó a la humanidad y aún la mantiene en vilo. Un loco con poder puede proclamarse excéntrico y genial. Ya habíamos tenido suficientes pruebas de ello a lo largo de la historia. No por ello deja de ser un hato repelente de pulsiones asesinas.
Imposible exonerar al responsable, siquiera bajo el dudoso manto de la inimputabilidad. Aún sigue siendo la vara más justa determinar a la gente por sus actos. La locura implica desconocer la responsabilidad en las acciones, en tal caso, habría sido más que posible que en hipotético conflicto jurídico, Lautaro Martínez resultara indignantemente sobreseído. Pero esta es una historia donde las leyes humanas no tienen cabida. Sí las de los dioses que nos guían, la historia que nos designa o las almas que nos conforman y resisten el desgarro.