Sendero


Autor: Gisberta de Rotterdam

Fecha publicación: 16/03/2023

Certamen: II Certamen

Resumen

El relato, escrito en primera persona, narra los sucesos que tienen lugar una mañana cualquiera en la que el personaje protagonista y un hombre salen a cazar. Pero el día se torna en contra uno de los personajes y vemos cómo la violencia afecta a la vida diaria, tanto del protagonista, como de la madre de éste.
En el relato trato de dar dinamismo a la historia utilizando saltos temporales para abarcar tanto los sucesos narrados cómo aquellos previos que introducen a uno de los personajes.

Relato

Al salir por la puerta vi el cielo teñido de rojo debido a los primeros rayos de sol. Una parte de mí esperaba que el hombre no apareciera, pero oí llegar su camioneta. Bajé los peldaños y entré en el coche; durante el trayecto sólo habló de la importancia de la caza. Aparcó al pie de una verde colina recubierta de una fina capa de escarcha. Estiré las piernas y al contacto con el suelo el frío recorrió todo mi cuerpo, cerré la puerta y eché el rifle al hombro.
Empezamos a andar, él siempre delante de mí. Me limitaba a contestar sus preguntas con miedo a que, tal vez por el leve temblor de mis labios, fuera a adivinar mis intenciones. Tras andar durante una hora encontramos una llanura rodeada de altos árboles. Supe que había llegado el momento. Descolgué el arma y sin hacer ningún movimiento brusco le apunté a la espalda. Mis manos temblaban y el sudor resbalaba por mi frente, entonces él se giró hacia mí. En sus ojos no hubo indicios de miedo ni de sor-presa, sino la certeza de que no sería capaz de disparar. Un estruendo quebró el silencio del bosque, la nariz se me llenó del olor a pólvora: sus ojos bajaron poco a poco hacia su estómago, dónde se extendía una oscura mancha de sangre, cayó al suelo todavía vivo.
Los nervios me habían hecho fallar y sabía que no iba a ser capaz de volver a disparar, pero si lo dejaba allí tendría la oportunidad de arrastrarse hasta la carretera. Lo até y mis ojos se encontraron con los suyos: tenía los ojos de una bestia a punto de saltar sobre su presa.
Recorrí el mismo camino para bajar mientras pensaba en lo que debía hacer: al volver a casa me cambiaría de ropa y me sentaría en la entrada, cuándo mi madre se despertara le diría que el hombre no había aparecido.

Abrí la puerta de casa y me apresuré a ir a mi habitación, dónde me quité la ropa manchada de barro y sangre y la escondí al fondo del armario. Escuché unos pasos en la cocina; mi madre se acababa de levantar. Me puse ropa limpia, sequé el sudor de mi frente y salí del cuarto. Ella, todavía en pijama, estaba preparando café.
–Creía que ibas a salir a cazar con él. – Me dio una humeante taza y se sirvió otra para ella.
–No ha aparecido. – Di un sorbo, todavía estaba muy caliente.– He estado esperando fuera pero he cogido frío y he vuelto a entrar.

El hombre había empezado a venir a casa al acabar la guerra, después de la muerte de mi padre. Muchas familias habían perdido a hijos, padres, hermanos o mari-dos, pero en el pueblo seguía habiendo muchos hombres. Al ganar la contienda habían venido sabiendo que las casas añoraban a aquellos que no habían vuelto de la guerra, que había vacíos que creían poder llenar. Mi madre había conocido al hombre en el mercado, se había acercado a ella con la promesa de estabilidad y una nueva vida. Con el paso del tiempo vi como cedía poco a poco, no porque creyera sus palabras, sino porque le daba miedo rechazarlas.
Yo me mantenía distante y trataba de ignorarlo, hasta que un día acepté una de sus invitaciones para salir a cazar, con la intención de quitárnoslo de encima para siempre.

Mi madre se fue al mercado y aproveché el poco tiempo que tenía para limpiar las manchas de la ropa. Me duché y ordené la casa. Cuando mi madre volvió recogí las bolsas de comida y las guardé en silencio, mientras ella ponía agua a hervir.
–Dicen que no se ha presentado al trabajo. – Me miró de reojo. – He pasado por delante de su casa pero parecía estar vacía, tampoco estaba la camioneta.
No respondí. Salí de la cocina y me senté frente al televisor; subí el volumen para evitar que la conversación continuara.

Volví a recorrer el sendero. Hacía una semana que había dejado al hombre allí. Era la tercera vez que lo visitaba. Mientras subía miraba como el sol se reflejaba en la poca nieve que quedaba alrededor del camino. Llegué a la llanura y me horroricé ante la imagen que encontré. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo y tuve la sensación de que el frío se apoderaba de mí. El hombre, todavía con las ataduras, había sido arrastrado hasta unas rocas y tenía unas profundas mordeduras por todo el cuerpo. Estaba completamente desfigurado.
A cada segundo que pasaba oía los latidos de mi corazón cada vez más fuertes, acompasados con mi agitada respiración. Me acerqué al cadáver y recogí las roídas cuerdas para guardarlas en mi bolsa; miré al hombre una última vez. Por mucho que me esforzara, no conseguía distinguir su rostro. Empecé a bajar el sendero corriendo: a cada paso las montañas me parecían más altas, el camino más largo y el sonido de mis pisadas me hacía creer que alguien me seguía. El viento me golpeaba con tanta fuerza que parecía que trataba de arrastrarme junto al cadáver. Traté de despejar mi mente pensando en lo que debía hacer a continuación: deshacerme de las cuerdas y, al llegar a casa, lavar toda la ropa.