RUESTA


Autor: Isabel

Fecha publicación: 07/02/2023

Certamen: II Certamen

Resumen

La vida de un hombre que contempla, sin acabar de resignarse, cómo su pequeño pueblo se encuentra cada vez más vacío.

Relato

RUESTA Pseudónimo: Islero

Abre los ojos con suavidad, del mismo modo que asoma un sol lento y pastoso tras los cerros próximos de Ruesta, en el término municipal de Urriés, a orillas del río Aragón, en la comarca de la Jacetania y del Partido de Egea de los Caballeros.
Aunque apenas si son las siete de la mañana, una vez más no ha hecho falta el despertador, como sucede invariablemente día tras día, como si lo tuviera puesto por un ritual que nunca llega a su término. Se incorpora de un tirón y se dobla hacia el lado de la cama para que sus pies encuentren el suelo frío de este diciembre ya mediado. Se levanta sin esfuerzo a pesar de su edad, 84 años de soledad infinita apenas rota de vez en cuando por la visita aburrida de sus hijos y nietos, y se despereza estirando los brazos hasta casi hacerle daño sobre el pecho. Aunque ya tiene artrosis en los huesos y cada vez se encuentra más limitado en sus movimientos, él todavía se considera ágil y se levanta cada mañana sin ningún esfuerzo, eso sí, quitando la alarma del despertador que hace ya demasiados años que no llega a sonar.
Se dirige a la cocina arrastrando sus zapatillas de felpa que usa invariablemente sea la estación que sea; sus pies son su punto débil y por ahí suele comenzar cada uno de los achaques que, cada vez más a menudo, lo van poblando. Incluso en los veranos ardientes de calma chicha y ventanas abiertas a la madrugada tibia, suele dormir con calcetines, algo que María, su mujer que ya le falta demasiados años, no logró nunca entender aunque lo aceptara.
Pancracio es recio, tanto de aspecto como de carácter; a pesar de todo, los años de duro trabajo en el campo no le han hecho encorvarse como a otros amigos del pequeño pueblo y camina recto y con paso firme. No le ha gustado nunca su nombre, pero ha terminado por acostumbrarse. Al contrario que sus padres y mucha gente del pueblo, él no les ha puesto a sus hijos el nombre del santo del día, pero se resigna y cada 12 de mayo celebra su santo y su cumpleaños como la herencia turbia, repleta de neblina, de un pasado donde no abundaban las cosas que celebrar.
Se prepara el desayuno con tranquilidad, hace ya demasiados años que ha olvidado la palabra prisa. Primero un buen tazón de leche fresca con miel y una rebanada de pan tostada sobre los rescoldos de la chimenea que aún quedan vivos y que servirán para prender los troncos del nuevo día. Cuando está todo preparado se sienta con la parsimonia de los santos y unta la rebanada con manteca y sal antes de comenzar a comerla a pequeños bocados. Le gustaría tardar más en terminar su desayuno, pero acaba pronto, así es que deja su tazón, su plato y su cucharilla en el fregadero para pasarlos por agua durante el tiempo en el que pone la comida al fuego y comienza a asearse con un agua fría que despabila con sólo abrir el grifo.
Después de un afeitado con espuma y rastrillo, él nunca ha sido amante de las maquinillas eléctricas que irritan su piel y hacen asomar algunos granos, se asoma al patio para ver el tiempo que hace y poder elegir la ropa que ponerse antes de salir a dar su paseo diario. Pancracio nunca abandona su paseo diario, aunque sepa que no se encontrará a ningún vecino con quien cruzar algunas palabras, resguardados todos en sus casas a estas tempranas horas en las que el sol apenas si ha comenzado a calentar. Y así lo hace día tras día: llueva o haga frío, incluso en el invierno más crudo, cuando sopla el viento helado de las montañas blanquecinas y se llenan de nieve los caminos, pocas veces lo anula.
Cuando regresa, se dedica a poner al fuego la comida cuyos ingredientes ha dejado preparados la noche anterior: las habichuelas en un tarro con agua y una pizca de bicarbonato, la panceta y el chorizo para que pierdan el helor de la nevera y la patata sin pelar junto con el pimentón dulce a modo de guardianes. No es mal cocinero Pancracio, aunque esta faceta realmente la ha aprendido después de que le faltara María, el amor de toda su vida, que nunca le permitió acercarse a la cocina más que para comer. De igual modo, invariablemente, friega con cuidado el tazón y los cubiertos que ha utilizado para el desayuno y los deposita sobre un paño de cocina para que terminen de secarse.
Sucede lo mismo con la chimenea, a la que toda la vida ha cuidado y alimentado como una responsabilidad personal que nunca ha dado de lado. Y hoy no es la excepción: tres troncos finos de almendro para prender de los rescoldos aún vivos y otro bastante grueso de encina para que arda durante todo el día con la misma calma con la que pasan sus horas.
Y sólo entonces, con sus obligaciones ya cumplidas, se toma el primer café del día poco antes de salir a la plaza para encontrarse con los vecinos cercanos todos en edad. No es de mucho hablar Pancracio, aunque tiene chispa y nunca le falta alguna ocurrencia con la que animar a sus vecinos que ocupan el único banco de la pequeña plaza a eso de las doce del mediodía. Hoy alguno de ellos ha escuchado en la radio que se ha aprobado rehabilitar alguna casa para convertirla en casa rural y aprovechar los encantos que aún quedan en el pueblo demasiado enfermo en un intento último de resucitarlo: las ruinas del castillo y el embalse de Yelsa no son poca cosa comparado con otros pueblos cercanos, más vivos, pero con menos atractivos. Y en eso ocupará su tiempo junto con Bernardo y Severino hasta que llegue la hora de comer, después de haber discutido por cosas nimias e incluso con amenazas insignificantes que no tardarán en olvidarse.
Se sienta a comer la fabada cocinada a fuego lento con un buen vaso de Vegázar joven, del que siempre le sobra un pequeño poso, y la soledad como compañera, la misma soledad inseparable que le acompaña todos los días durante su camino diario y la mayor parte de cada jornada, a la que no puede engañar porque se conocen demasiado bien. La comida es también lenta, degustando cada cucharada, saboreando el vino que bebe todos los días sólo a mediodía, pensando ya en qué comida hará mañana porque, a pesar de su soledad, todavía siente las ganas de vivir y está convencido de que una buena comida regada con un buen vino son capaces de levantarle el ánimo a cualquiera.
Por la tarde una pequeña partida de dominó en el único bar ahora abierto, en la que forma pareja con su dueño, que nunca suele interrumpir la partida por falta de clientes a los que atender, y de nuevo a la plaza, donde siguen las conversaciones, las disputas, los pequeños rencores que pronto se olvidan, los recuerdos del pueblo cuando estaba pleno de gente, allá por los cincuenta, antes de construirse el embalse y de que comenzara el éxodo de los jóvenes a la capital. Y allí quedan en silencio, en ese mismo silencio que llena cada rincón del pueblo como se llena de agua la tierra en un riego a manta que todo lo ocupa.
Tiene compradas un par de casas casi en ruinas para sus hijos por ese sueño romántico de que algún día las quisieran rehabilitar y pasar allí los veranos, muchos más frescos que los de la capital, aunque el interés de sus dos hijos brilla por su ausencia y siente desvanecerse en parte esa ilusión cuando contempla cómo se aburren sus nietos sin televisión ni internet en las contadas visitas que le hacen en fechas determinadas cada año. De todos modos está convencido de que la inversión ha merecido la pena y que serán una buena herencia para cuando él ya no esté, sobre todo en estos momentos en los que los ahorros no rentan nada en el banco. A pesar de todo, siempre tiene la esperanza oculta de que a alguno de sus nietos, cuando crezca y se haga adulto, le llenará la vida pasar temporadas en un pueblo semi abandonado como el suyo, aunque también sabe que él no lo verá.
Hasta que el sol se apaga sobre el lomo de los cerros dejando algunas ascuas que pronto se consumen también sobre las crestas empinadas y se marcha cada uno a su casa pensando en la conversación de esta tarde, que ha girado en torno a la Navidad que ya se acerca con los neveros ya casi repletos, calculando el número de personas que tendrá que albergar la cena de Nochebuena, donde todo es alegría, y la tremenda soledad con la que recibirá el Año Nuevo en su casa ya vacía hasta el verano, o algunas veces sólo hasta Semana Santa. Pero eso no le arredra y, en medio de la generosa cena, seguirá contando alrededor de los suyos, cómo era el pueblo cuando estaba lleno y lo feliz que en él se vivía, con la esperanza a media asta de verlo algún día renacer, aunque sólo sea una pizca, a través de la ventana que da a una noche a media asta.