
Resumen
El relato describe la vida cotidiana de un jubilado, a través de sus caminatas diarias, en una rutina existencial que lo convierten en devorador de kilómetros y jornadas. Y como telón de fondo, una ciudad industrial del norte del país y los recuerdos de toda una vida haciendo el mismo recorrido, día tras día.
Relato
Rompezapatos
Pseudónimo: Epifanio del Acebal
La vida de cada hombre es un camino hacia sí mismo,
el ensayo de un camino, el boceto de un sendero.
HERMANN HESSE
Aquellos zapatos le hacían daño y tuvo que sentarse en un banco a ponerse unas tiritas protectoras. Siempre que estrenaba unos nuevos solían hacerle rozaduras. Así de sensible tenía la piel. Daba igual que se tratase de excelentes zapatos de ante, nobuk o serraje, incluso de tela o comodísimos materiales sintéticos. En la primera puesta, enseguida aparecían las ampollas del talón o el empeine. Por esa razón, acostumbraba a llevar en la cartera los pequeños apósitos adhesivos que le permitían seguir caminando, disfrutar sus largos paseos al atardecer, el último refugio para un jubilado en plenas facultades y con pocas aficiones.
Desde que dejó de trabajar en el almacén de ferretería, hacía ya siete años, caminar se había convertido en su principal ocupación. Su rutina. Algunos de sus amigos se reunían en el parque municipal a jugar a los bolos, una tradición de la comarca que a Honorio nunca le tiró demasiado. Le gustaban los bolos, pero prefería mirar a los que jugaban. Otros agotaban las tardes en el bar de Avelino, en interminables partidas de tute, con rondas de vinos cosecheros como premio, arrastrando y cantando las cuarenta, sin más preocupación que llegar a casa antes de las nueve para ver los titulares del telediario. Pero la suerte de la baraja tampoco lo enganchó.
Aunque nunca había sido un gran senderista, Honorio descubrió al jubilarse que caminar en solitario le sentaba bien y le ayudaba a serenar su cabeza, a poner en claro ideas y pensamientos como no lo había hecho nunca. Los paseos lo volvieron más reflexivo y racional. Y eso le hacía sentirse mejor, una especie de peripatético transeúnte capaz de andar durante dos o tres horas sin agotarse por los alrededores de aquella pequeña ciudad a orillas del Cantábrico, cuyos atardeceres acabaron por convertirlo en un rompezapatos. Así lo habían apodado cariñosa y burlonamente quienes le conocían esta querencia. Honorio Rompezapatos. Y cuanto más viejos y gastados, más cómodo se sentía. En ese punto de uso, caminar era como andar descalzo por la playa. Así lo comparaba, a pesar de que nunca bajaba al arenal. Otra manía suya. Pasear por la arena es de playos, decía con cierta condescendencia.
Este hombre adusto y reservado nunca fue capaz de ponerse unas zapatillas deportivas, lo que hubiese sido normal para quien pasear era prioritario. El calzado comportaba, para él, una especie de etiqueta que definía a quien iba dentro del mismo. De hecho, cuando conocía a alguien, lo miraba a los ojos y luego a los pies. Y sacaba las primeras conclusiones. Alguien que camina dentro de unos elegantes y sobrios zapatos es una persona equilibrada, fiable y discreta. Así pensaba él.
De modo que, aunque le doliesen los empeines y los talones, estrenar unos buenos zapatos de piel era para Honorio la mayor satisfacción que podía tener un par de veces al año. O tres. Depende de lo que hubiese llovido esa temporada. Al cabo de unos pocos días, las rozaduras desaparecían y el nuevo calzado se adaptaba a su piel delicada como si fuera una suave badana. Hasta que los kilómetros y las inclemencias meteorológicas acababan por destrozarlos. Porque Honorio nunca eludía sus paseos, hiciese un sol hiriente o cayesen chuzos de punta. Para eso tenía el paraguas negro enorme, con mango de madera y una fortaleza a prueba de vendaval.
Aquella tarde de finales de agosto, el hombre había salido con la ilusión de estrenar los zapatos marrones de tafilete trenzado, calados por la parte delantera y lisos por detrás, que le había regalado Luisa una semana antes, por su cumpleaños. A la media hora de paseo, advirtió que le estaban friccionando el talón. Hizo una pausa y se sentó. Al descalzarse, observó las rojeces abultadas en la parte trasera de ambos pies. Y se puso las tiritas. Dos en cada rozadura. Se levantó despacio y emprendió de nuevo la marcha, sonriendo por haber superado aquel pequeño inconveniente, consciente de la excelencia de los mocasines que le obsequió su mujer después del desayuno el sábado anterior. Y se acordó entonces de ella, tan detallista y oportuna, que lo despidió como cada tarde desde la terraza de casa, sentada en su silla de ruedas donde transcurrían los veranos y los inviernos desde aquel maldito accidente dos décadas atrás.
Al principio, fue Honorio quien tiró de ella para que saliese, empujó aquella silla cientos de tardes, después de trabajar. Pero ella se fue negando a los paseos, cada vez menos frecuentes, y acabó por enclaustrarse en un encierro voluntario en aquella jaulita de oro, como acabó llamando a la vivienda familiar. Y él empezó a andar por los dos. Al regresar a casa cada día, Honorio le describía a Luisa el recorrido que había hecho, todo lo que había visto, con quien se había cruzado, las novedades del trayecto y las cosas en que había pensado mientras caminaba. Un ritual que se demoraba durante la cena, mientras ella lo miraba en silencio cómplice, como si ella misma hubiese realizado aquella excursión. Como si hubieran hecho el paseo juntos.
A la hora de salir, como siempre, la mujer le había recordado que no olvidase las tiritas. A veces, era ella quien se las ponía en la mano, cual si fuese la merienda de un colegial. Guiñándole un ojo, él se llevó la mano al pecho, a la altura del corazón, indicando el bolsillo interior de la chaqueta donde guardaba la cartera. Aquí van mis escudos protectores, le dijo. Y le dio un beso en los labios. Luego te cuento…
Los zapatos le llevaron esa tarde por la senda litoral que sale de la ciudad en dirección noreste, bordeando las últimos arenales y entrantes de mar, para seguir ascendiendo luego a orillas de acantilados y vaguadas hasta desembocar finalmente en un prado enorme de varias hectáreas, inclinado oblicuamente hacia el mar y con un mirador en forma de barco, donde asomarse a devorar el crepúsculo con los ojos. Ese día había estrenado zapatos y merecía la pena un trayecto singular como aquel. Tenía que celebrarlo con un itinerario espectacular.
Apoyado en la barandilla de aquella privilegiada atalaya, Honorio recordó los veranos en que iban de vacaciones al sur y los paseos que daba con Luisa por la avenida marítima de una villa tranquila a la que nunca fueron capaces de volver, tras el accidente. Al atardecer, se sentaban en una terraza para tomar unas cervezas y unas gambas a la plancha, sin otra ocupación que ver la puesta del sol sobre el Mediterráneo. Desde que ella quedó en silla de ruedas, no quiso regresar al sur. Ni a ninguna otra parte.
Y hoy, asomado a un horizonte indescriptible, con nubarrones de fondo que auguraban lluvia para más tarde, pero que ahora componían un crisol de naranjas y rojos deslumbrante, a Honorio se le nublaron los ojos de lágrimas. Las apuró hacia dentro, como si bebiese un licor agridulce, con una punzada de dolor en los recuerdos y la nostalgia agarrándole por el cuello como un depredador a su víctima. Era una sensación que de manera reiterada le sobrevenía en momentos especiales como éste, cuando no se podía compartir un retazo de felicidad y había que digerirlo a solas.
Lentamente, el sol fue ocultándose y el hombre volvió sobre sus pasos. Superado el trance de desasosiego, dejando toda angustia tendida en la barandilla del mirador, se encaminó hacia casa, orgulloso de aquellos zapatos nuevos que le compró Luisa por Internet, en una página que había encontrado buscando el mejor calzado para un rompezapatos como su marido. Bajó aquella senda costera, iluminada por farolas equidistantes hasta dar con sus pasos en una glorieta peatonal donde convergían varias avenidas. Una de ellas conducía directamente al barrio, bordeando un parque fluvial y un pequeño centro comercial. Al pasar junto a éste, llamó su atención un escaparate muy iluminado, lleno de pequeñas pantallas que reproducían imágenes de lugares sugerentes y exóticos. Una agencia de viajes. Aunque ninguna de aquellas propuestas le entusiasmaba, permaneció unos minutos frente al cristal recorriendo con la mirada los anuncios audiovisuales. Y observando el catálogo de paraísos, algo en su interior se removió de repente que le dejó escapar una sonrisa.
Continuó su camino hasta llegar a casa, mientras una tímida idea iba cobrando forma en su cabeza. Era como si el último crepúsculo, aquel escaparate de atractivos destinos y sus zapatos nuevos se hubiesen conjurado para decirle algo al oído: Deberías dejar de caminar como un solitario rompezapatos o acabarás convertido en un huraño coleccionista de atardeceres y kilómetros. Deberías dar un golpe de timón a tu vida. Deberías hacerlo…
Algo así debió escuchar Honorio en su interior, en el silencio final de su paseo. Porque al llegar a casa, cuando su mujer le preguntó por la caminata y por el calzado que acababa de estrenar, la miró fijamente a los ojos y le dijo con la mayor naturalidad del mundo, aunque con firmeza, como si se tratase de una cuestión indiscutible: Luisa, mañana preparamos las maletas y nos vamos al sur. ¿Te apetecen unas cervezas y unas gambitas a la plancha… al atardecer?