
Resumen
Un individuo aislado en las ruinas de lo que un día fue un bonito pueblo, debe prepararse para una visita no del todo inesperada.
Relato
De sangre fría
Contaba con lograrlo antes de que llegase el momento fatídico. Lo único que necesitaba era un mínimo de colaboración por parte de la madre naturaleza, y no cabe duda de que yo estaba poniendo todo por mi parte. Era cuestión de paciencia, como cuando acudes a la orilla del río a las siete de la mañana y esperas durante horas sin lograr pescar nada; día tras día regresando a casa con la cesta vacía y la mayoría de la gente acabaría buscando otro entretenimiento, pero no era mi caso, porque no podía serlo.
El cubo metálico se encontraba repleto de larvas, y la luz del Sol penetraba en el interior de aquella caseta en ruinas con la intensidad suficiente como calentar el agua, a pesar del aire contaminado por los productos químicos. En las últimas cuarenta y ocho horas había tenido la suerte de recibir varios picotazos, pero hasta el momento no había sido capaz de capturar ni a uno solo de aquellos mosquitos con vida.
Tumbado boca arriba sobre los muelles de un camastro oxidado, iba recordando a cada momento las instrucciones indicadas por el Dr. Crichton, y como tantos otros ciudadanos obedientes, mi único objetivo ante una situación como aquella era cumplir a rajatabla con el protocolo de actuación, confiando en el buen juicio de aquella gente más cualificada que la chusma como nosotros.
Las horas pasan lentamente cuando uno no tiene nada que hacer, y el hecho de ser el único individuo en kilómetros a la redonda tampoco facilitaba el trance, a pesar de tratarse de una persona esencialmente solitaria como yo. Las pocas casas que quedaban en pie en lo que antes había sido un pequeño pueblo, llevaban semanas vacías, y por desgracia todo me indicaba que la situación no iba a mejorar a corto plazo, sino más bien todo lo contrario. De hecho, ya sabía que se acercaban, así que mi única opción era prepararme para el encuentro de la mejor manera posible.
Con los ojos cerrados y en plena divagación, escuché por fin aquel zumbido tan inconfundible junto a mi oído izquierdo: ese mosquito podía representar mi última oportunidad de cumplir con mi objetivo, así que permanecí inmóvil esperando a que ejecutase su operación. Dicen que sólo las hembras pican, ya que al parecer necesitan el aporte proteínico de nuestra sangre para poder producir sus huevos, pero hasta el momento la mayoría de mosquitos que brotaban del cubo no parecían cumplían con esta característica, salvo aquel que en ese mismo momento exploraba la piel de mi rostro.
Me atreví a abrir los ojos cuando noté que el insecto se alejaba de mi cara. Necesitaba saber en qué parte de mi cuerpo se disponía a picarme, pero al tratarse de mosquitos de pequeño tamaño, resultaba imposible detectar sus picotazos hasta minutos después de recibirlos. Por suerte, me resultó fácil localizarlo sobre mi mano derecha, la cual tenía apoyada sobre mi vientre. Lo complicado no era dejar que te picasen, ya que bastaba con mantenerse completamente inmóvil; el problema era atrapar al insecto después del picotazo, y hacerlo sin aplastarlo en el intento.
En cuestión de segundos, tuve al mosquito posado sobre el dedo pulgar. Todavía no lograba comprender por qué siempre buscaban los lugares más incómodos e inesperados donde clavar sus trompas. Aquel mosquito contaba con toda la piel de mi torso desnudo para succionar su sangre, pero tenía que ejecutar su operación en un lugar donde el habón me fuese a resultar todavía más molesto, como si al picarnos quisiesen asegurarse de que a la mañana siguiente nos acordásemos de ellos. Ni siquiera sabía por qué tenían que inyectarnos aquel veneno después de absorber la sangre, pero en ese momento todo aquello carecía de importancia.
Supe que había terminado cuando volvió a moverse, y justo en ese momento era cuando tenía que actuar, antes de que retomase el vuelo para alejarse del lugar de los hechos. En anteriores ocasiones me había adelantado al realizar el movimiento, y en otras había esperado tanto que el insecto acababa desapareciendo de manera irremediable. No obstante, en aquella ocasión supe que el tiempo de ejecución sería perfecto, incluso momentos antes de lanzar mi mano izquierda y atrapar al mosquito, convirtiéndolo en mi prisionero.
Sin perder ni un instante me levanté del camastro, acudiendo rápidamente a lo que quedaba de cocina para buscar la pistola de silicona, cargada y preparada desde hacía varios días. Allí mismo, junto al fregadero, encendí la lámpara de queroseno para calentar el instrumento. Coloqué la boca metálica de la pistola sobre la llama, consciente de que en cuestión de apenas un minuto la silicona del cartucho se fundiría lo suficiente como para poder efectuar mi operación. Con el puño izquierdo cerrado y la mano derecha sujetando el aplicador, conté sesenta segundos, mientras observaba a través de la ventana el paisaje de escombros y cenizas junto a mi precario refugio. Me pareció ayer cuando aquellas colinas todavía albergaban fincas y cultivos. Ni los más agoreros se hubiesen imaginado llegar a semejante disparate. ‘Que se jodan’, fue la estupidez que me pasó por la cabeza.
Pude notar el calor de la pistola todavía sobre la llama, y me di cuenta de que había esperado demasiado tiempo, pero reprimí el impulso de dejarla caer y respiré hondo, esperando ser capaz de efectuar la maniobra de manera efectiva. En el momento de abrir el puño, apenas contaría con unas décimas de segundo antes de que el mosquito lograse escapar, así que debía ser rápido y preciso, lo cual por otra parte nunca había sido mi especialidad. El caso es que los dioses parecían estar de mi lado en aquella ocasión: abrir el puño, localizar al insecto sobre la palma y verter la gota de silicona sobre el mosquito fue visto y no visto. El producto candente me abrasaba la zona afectada, pero soplando suavemente y golpeando con violencia la pistola contra la encimera, logré aguantar aquel punzante dolor.
Lo había conseguido. La gota de silicona ya se había enfriado, obteniendo una bolita de goma transparente con aquella muestra de mi ADN en su interior. A pesar de las aberraciones que había tenido la obligación de presenciar durante las últimas semanas, sentí algo de lastima por el bicho. Como se suele decir, incluso en situaciones traumáticas, somos capaces de lo peor y de lo mejor, sintiendo compasión por un simple insecto después de haber masacrado a decenas de seres humanos.
Por fin me encontraba listo para el encuentro. Sabía que estaban cerca, quizás demasiado cerca, pero al menos no me sorprenderían sin haber cumplido con el protocolo. Ya sólo deseaba abandonar aquella chabola inmunda y esperar a mi visita en el exterior. Volví a ponerme la camisa y me colgué la mochila. Regresaría al monte para dar por finalizada la misión.
Una vez fuera, me dirigí hacia el promontorio, no sin antes ajustarme la mascarilla quirúrgica, la cual me resultaba más útil para ocultar el hedor del aire exterior que para protegerme de sus productos tóxicos. El caso es que me sentía estúpidamente orgulloso de mí mismo. La mayoría de mi gente no lo había conseguido, pero al menos yo sería capaz de mantener la antorcha encendida hasta la llegada del relevo.
El vértice geodésico me esperaba, y ya en lo alto de aquella pequeña colina procedí a colocar la esfera con el mosquito en su compartimento. Era difícil imaginar si todo aquel plan de conservación de la especie tendría éxito, pero teniendo en cuenta que mis horas estaban contadas, no había perdido nada por intentarlo. Era algo que me había sucedido durante gran parte de mi vida, el sentir la necesidad de fijarme objetivos y cumplirlos. Ni la ociosidad ni ‘matar el tiempo’ habían formado nunca parte de mi día a día, y justo tras haber completado el último de mis objetivos vitales, volví a sentir la ansiedad de verme obligado a esperar irremediablemente.
Allí me encontraba, sentado en aquella ladera observando el atardecer sobre un horizonte todavía irreconocible. Saqué el arma de la mochila y medité durante unos instantes, barajando la posibilidad de acabar con todo en ese mismo momento. No parecía mala idea, pero cuando por fin fui capaz de divisarles aproximándose hacia mi posición, decidí descartarla. Unos minutos más en aquel infierno tampoco iban a marcar la diferencia, y con un poco de suerte sería capaz de eliminar a media docena de aquellos engendros antes de que lograsen acabar conmigo. A esos lagartos les costaría comerse a este mosquito.
FIN