Ladrón y Embustero


Autor: Aureliano Popadópulos

Fecha publicación: 18/03/2023

Certamen: II Certamen

Resumen

Los miserables habitantes de un pueblo depositan sus esperanzas en la figura de uno de sus naturales, quien presumía de haber hecho una gran fortuna en los países del norte de Sudamérica. No obstante, cuando él llega al pueblo, su hermana descubre que ha llegado sin fortuna alguna y arrastrando un impactante secreto.

Relato

Ladrón y Embustero
La Higuereta era un pueblo blanco. Las casas estaban en ruinas y solo faltaba una llovizna torrencial para destruirlo todo. Parecía que el polvo era la verdadera pintura de las casas porque ya nadie se acordaba de su color original. Lo único completamente limpio era la cañada en la que se bañaban las señoritas los domingos. Esas muchachitas parecían ser viejas aun en medio de sus mocedades y ya estaban resignadas a morirse igual que lo había hecho el padre Morales: con un cuerpo de ochenta a los cuarenta años.
La única que parecía tener algo de vida en medio de tanta desolación era Martina, una huérfana que, gracias a la Divina Providencia, había logrado salir adelante junto a su hermano Juan, el cual tenía un par de años viviendo en el extranjero.
Todas las semanas llegaba una carta de Juan para su hermana. Ese era el evento más esperado. Todos estaban locos por saber cómo le iba a Juan. Había veces en que las cartas eran remitidas desde el Barlovento venezolano, otras veces venían desde Magangué, una que otra llegó desde La Guaira y hasta hubo cartas que llegaron desde la mismísima Caracas. En todas ellas Juan contaba aventuras inverosímiles, como la de un maleante que casi lo mató en las inmediaciones del río Orinoco o la vez en que casi lo secuestraron para llevárselo a Panamá. Sin embargo, un día llegó una carta en la que Juan anunciaba que volvería a La Higuereta después de casi un lustro fuera.
Martina, aunque trató de reservarse la noticia por órdenes de su hermano, no cupo en la emoción ni fue capaz de evitar que los vecinos se enteraran de que Juan venía. «Es que en este pueblo las paredes tienen oídos», decían los vecinos cuando la veían atónita por el hallazgo de que alguien más se había enterado.
La noticia corría más rápido que el agua de la cañada. El padre Olegario Cascarilla y Pinotea, sucesor del padre Morales, dejó de oficiar misas los domingos, a pesar de que ya se estaba en tiempos de Adviento; su nueva prioridad era arreglar la Ermita para que luciera despampanante a los ojos del recién llegado. Las mujeres dejaron de atender a sus maridos y los mandaron a los pueblos a comprar cal para embellecer sus casas. Los campesinos engordaron a sus mejores cerdos. Las mujeres empeñaron lo que pudieron para comprar alhajas. Los cantores compusieron coplas para recibir a Juan. Incluso los que no conocían al viajero comenzaron a inventar relatos maravillosos sobre él.
Se rumoraba que había llegado al Paraguay para casarse con una exquisita joven guaraní. Otros decían que había luchado para el gobierno boliviano en la Guerra del Acre o que había combatido en la Revolución Libertadora venezolana. Los campesinos decían que Juan venía cargado con varios baúles llenos de pesos mexicanos que había ganado vendiendo tabaco en la frontera colombo-venezolana. Nadie sabía qué creer entre tantas leyendas, sin embargo, todos querían congraciarse con Martina, la trémula. Ahora, ella andaba de bautizo en bautizo: era la comadre de medio pueblo. Almorzaba con el Alcalde Pedáneo y su esposa. Recibió unas haraganas de parte del padre Cascarilla por motivo de su cumpleaños. Los vecinos hicieron una colecta para regalarle diez pesos. Las mujeres le regalaban las alhajas de oro que habían comprado cuando se supo la noticia de la llegada de su hermano. Su casa pareció transfigurarse tanto que parecía propia de una ciudad. No hubo nadie que no le hiciera un favor a Martina, ella se había convertido en ama y señora del pueblo. Mas, habían transcurrido dos meses desde la última carta llegada de Magangué cuando, un sábado lluvioso llegó otra carta de Juan, la cual venía de Aracataca y en la que decía que volvería a La Higuereta cargado de riquezas inconmensurables. La emoción y el entusiasmo de la misiva eran tantos que la carta acabó colgada frente a la Ermita del padre Cascarilla y Pinotea a la vista de todo el mundo. La aparición de la nueva carta causó una emoción tan grande que el padre Cascarilla y Pinotea, quien era un viejo mustio, temible, arrugado y desdentado, compró una dentadura postiza y consiguió que un médico chino le rejuveneciera el rostro valiéndose de unas ventosas antiquísimas. El prelado lo hizo con tanto entusiasmo que, después de eso, dio su bendición para crear el primer burdel que se había conocido en la región. A él no le importó sobrepasar la autoridad del obispo Rodríguez porque, al igual que todos los vecinos estaba cegado por la esperanza de que Juan traería miles y miles de monedas de oro y plata extranjeras.
Entre tanto, Martina se extrañó de que, a los tres meses de la carta de Aracataca, no hubiera ninguna información sobre el paradero de su hermano. Fue tal su preocupación que comenzó a pensar en cómo se vería su hermano después de tanto tiempo. Lo pensaba tanto que creía verlo entre las penumbras de la casa a las horas de la noche. Parecía una sombre inerte que rondaba la casa, mas, un día cualquiera, mientras Martina estaba recogiendo las últimas migas de pan que quedaban en el oscuro comedor, ella sintió que la sombra se movía y comenzó a perseguirla por toda la casa hasta legar al patio, en donde ella escuchó que la sombra le dijo:
—Por fin llegué, hermana mía.
Ese era Juan. Había llegado en medio de aquella noche lluviosa sin hacer ningún ruido. Martina corrió a abrazarlo efusivamente. No obstante, al abrazarlo, Martina pudo darse cuenta de que su hermano, aunque tenía una musculatura más que formidable, andaba andrajoso y con aspecto de prófugo. Tenía un hoyo en los zapatos para que no le incomodaran los cayos de los pies. Su sombrero estaba repleto de una capa gruesa de musgo. Vestía una camisa blanca que parecía ser de cualquier color menos blanco. Olía como si no se hubiera bañado en una semana. Tenía los ojos llenos de legañas. Parecía ser cualquier cosa menos un ser humano. A pesar de eso, Martina no dijo nada hasta que sus muslos no se percataron de que los bolsillos de su hermano estaban vacíos.
—¿Y el dinero? —preguntó ella.
—¿Cuál dinero? —preguntó Juan.
—El que dijiste que ibas a traer —dijo Martina.
Juan clavó su mirada en la nada. En ese momento, Martina se dio cuenta de que su hermano no tenía nada de dinero consigo. «Ven», le dijo mientras le agarraba el brazo. Ambos entraron a la sala de la casa. Martina encendió una lámpara de gas y se sentaron en las haraganas del padre Cascarilla. Sus caras se veían espeluznantes a la luz de la lámpara, pero la conversación que estaban por tener iba a ser aún más escalofriante.
—Dime qué pasó con el dinero —dijo Martina.
—Este… —contestó Santiago.
—No hay dinero —dijo Martina con decepción.
Juan permaneció en silencio. Martina comenzó a exasperarse y Juan se volvió un manojo de nervios.
—Ya aparecerá —dijo.
—¿Y por qué dijiste que había dinero en las cartas? —preguntó Martina.
—Porque no quería que supieras la verdad— dijo Juan.
—¿Cuál es la verdad? —preguntó Martina.
—Ninguna —masculló Juan.
—¿Cómo que ninguna? —inquirió Martina con agresividad mientras se acercaba al cuerpo de su hermano con deseos de golpearlo. Sentía que la sangre le hervía —. Dime la verdad.
Martina no podía creer el descaro de su hermano: pensaba que el dinero podía estar escondido por algún sitio. Ella introdujo sus manos en los andrajosos bolsillos de Juan y lo sintió. Sintió el puñal. Juan llevaba un puñal escondido. Martina se lo sacó del bolsillo con una fuerza que nunca antes había tenido.
—¿Qué es esto? —preguntó sollozando—. ¿Qué es esto? Por el amor de Dios, ¿qué es esto?
Juan permaneció en silencio mientras dos lágrimas solitarias comenzaban a salir de sus ojos.
—Dime la verdad —suplicó Martina.
—Yo era ladrón —masculló Juan.
—¿Qué cosa? —preguntó Martina.
—¡Qué yo era ladrón! —gritó Juan exasperado—, carajo.
—Ladrón —dijo Martina desconcertada—…
—Sí, ladrón —respondió Juan.
—¿En Barlovento? —preguntó Martina.
—Sí —respondió Juan.
—¿En el Orinoco? —preguntó Martina.
—Sí —repuso Juan.
—¿En Magangué? —preguntó Martina.
—Deja ya de torturarme —dijo Juan.
—No te estoy torturando —dijo Martina—. Tú, en cambio, eres el que nos ha estado torturando. Aquí todo el mundo estaba loco por verte llegar con dinero. ¡Estamos hartos de la miseria! Queríamos un cambio. Todos han cambiado su vida esperándote. ¿Y con qué cara nos vamos a aparecer ahora cuando todos te vean sin dinero?
—Yo no dije que iba a traer dinero —dijo Juan.
—No seas tan hijo de mala madre —dijo Martina mientras le daba una bofetada a Juan y rompía en llanto—. Vete, ¡vete hijo de mala madre!, ¡vete ingrato! ¡No te quiero ver más nunca! ¡Quiero que te vayas por ladrón y embustero!
—Pero si soy tu hermano —dijo Juan.
—Eras —dijo Martina.
Juan se marchó para siempre sin que nadie se diera cuenta. Al día siguiente, apenas habían cantado los gallos cuando una vecina se apareció en la puerta de la casa de Martina.
—Vecina —dijo Martina al abrir la puerta.
—Vecina —respondió la mujer—, ¿cuándo es que viene el hermano suyo?
—Un día de estos —respondió Martina.

4 de enero de 2023