Redención


Autor: Baruc

Fecha publicación: 19/03/2023

Certamen: II Certamen

Resumen

Antonio, ilustre notario de un pueblo, tendrá que lidiar con el sistema judicial que ha jurado acatar en medio de un drama familiar que dejará profundas heridas y marcará su vida para siempre.

Relato

Catarsis
Antonio nunca imaginó enfrentar al sistema judicial que juró acatar el día en que se posesionó como jurista. Dos lustros de impecable labor lo acreditaban y quienes ocupaban la sala de audiencias del circuito penal municipal, aquella tarde de estímulos crispados, daban testimonio de su recto proceder. Nadie ponía en tela de juicio el título profesional de doctor en derecho y ciencias políticas, reconocido popularmente como doctor Duarte, con autoridad en la oficina única de notariado y registro de Puerto Alegre, célebre por escriturar predios a víctimas de la barbarie cometida durante el conflicto armado denominado “La Violencia en Colombia”, iniciado por los conservadores o “chulavitas” contra los liberales o “cachiporros”, cuyo principal motivo era el despojo de tierras, que dio origen a un masivo éxodo de liberales, quienes se asentaron en el puerto que posteriormente se conoció como la Ciudad Roja de Colombia.

Mientras el juez examinaba las pruebas, alguien exclamó:

- ¡Es un hombre de bien!
- Debería ser condecorado- dijo otro.
- Orden en la sala – pidió el togado.

Todo quedó en silencio. Un silencio sepulcral.

Pese a los reclamos por la liberación del enjuiciado, el investido dictó sentencia:

- Se encuentra al acusado culpable de homicidio premeditado y se lo condena a ciento veinte meses de prisión sin derecho a fianza – exclamó el juez.

La multitud de asistentes quedó conmocionada.

Aquella misma tarde se registró su ingreso al penal. En el prontuario quedaron consignados sus datos personales junto a la ficha dactilar: Duarte Garzón Antonio José, a secas (en el correccional no homologaban su título profesional certificado por la universidad popular), delgado, tez morena y cincuenta años de edad. Por su rango etario y baja peligrosidad fue recluido en el pabellón de mínima seguridad junto a homicidas y ladrones de cuello blanco. Allí la mesticia y el silencio confabulados con el tic tac de los segundos socavaban la vitalidad de su organismo cubriendo de nieve su cabello. Aquello lo angustiaba, pero no más que sus pensamientos que calaban su conciencia.

- ¿En qué momento y cómo pude disparar contra mi amada? - Esta y muchas otras preguntas rondaban por su mente sin respuesta alguna. Largas horas de insomnio lo atormentaban en aquella lúgubre celda, cautivo de su soledad.

Su infortunio sobrevino después del reinado nacional del turismo, epicentro de las verbenas populares de olor a boñiga y cumbias tradicionales. Cierto día, mientras firmaba las partidas de matrimonio de parejas encintas a las que el párroco se negó casar por profanar las leyes de castidad, llegó al despacho un telegrama de la fiscalía en el que lo citaban a una indagatoria con abogado. Se trataba de unos hechos ocurridos en el establecimiento “El Estanco” contiguo al ferrocarril, que comunicaba a municipios de la provincia y la sabana con el puerto, donde en medio de un cruce de disparos perdió la vida Francisco Duarte, abogado prestigioso y hermano del notario.

La tragedia causó revuelo en la población temerosa por la ola de violencia desencadenada por grupos rebeldes de ideología marxista que habían declarado la guerra al Estado para hacerse al poder, en la cual las principales víctimas eran los jueces y funcionarios del gobierno, pero el órgano investigador descartó la hipótesis al recopilar testimonios de los hechos:

- Cuando en lío de hombres tienen protagonismo el licor y las faldas, la antagonista será siempre la tragedia – declaró Severiano Mantilla, propietario de “El Estanco”, filosofando su amplia trayectoria de turbulenta bohemia -.

El fallecido departía con su pareja, mujer hermosa a quien doblaba en edad, y como de las frutas dulces todos quieren disfrutar, apareció Samuel Bedoya, fiero contrincante al que apodaban El Estirao por benefactor de obras en el municipio que ofrecía en adulación y dádivas a la justicia, dueño de la próspera hacienda Hato Grande, quien aquella noche de viudez, le dio por echar la cana al aire y salir a pescar en río revuelto atinando el anzuelo en la amante del doctor Francisco, móviles de la refriega que terminó en tragedia.

Los hechos se remontan al día en que Antonio manifestó su amor a Rosaura, de ojos negros penetrantes y dueña de la sala de belleza y estética que llevaba su nombre, a quien resolvió desposar tras dos años de discreto noviazgo pese a los rumores que la tildaban de indecorosa al inmiscuirla en furtivas andanzas de medianoche que insinuaban infidelidad, las cuales atribuía a servicios domiciliarios que terminaban en emotivas francachelas a solicitud de sus clientes. Esto lo corroboró Antonio en varias ocasiones al transportar en su automóvil a la entonada prometida, quien lo besaba apasionada con deseos de saciar su lujuria sin que él opusiera resistencia. No había duda, ella lo amaba, y él, hombre taciturno y de emociones sinceras, también. Fue en su plena madurez en que Antonio, tras años de soltería y relaciones amorosas efímeras, sucumbió al enamoramiento saboreando la exquisita miel del amor, apéndice del conjunto de sentimientos y emociones, unos bellos y admirables otros espantosos y execrables, que dan sentido a la existencia.

La fiscalía señaló a Samuel Bedoya como autor del crimen, pero desistió llevarlo a juicio alegando legítima defensa por las pruebas testimoniales y la presencia de un arma de fuego propiedad del occiso, según titulares de la prensa, en cuyos informes reportaban la transferencia de un lote de reses de Hato Grande con destino a las autoridades municipales como donación para ornar la feria ganadera.

La noticia llegó a oídos de Antonio, quien, negándose a dejar el crimen de su hermano en la impunidad, tomó justicia por sus manos. Salió de su despacho con el tambor del 38 corto provisionado y se dirigió a Hato Grande dispuesto a hacer confesar al Estirao el delito que la autoridad corrupta había manipulado. No halló obstáculos, pues los guardias que custodiaban la hacienda se hallaban con los demás empleados clasificando las reses en prebenda por órdenes del potentado.

Ya en el interior escuchó voces: “visitas”, pensó. Esto interfería en sus planes. Examinó regresar, pero decidió quedarse con la esperanza de escuchar algo comprometedor. Pronto la charla tornó en discusión y la voz de una mujer prorrumpió:

- ¡No quiera hacerse la víctima! Ambos sabemos que quien increpó a Francisco con adulaciones hacia mí, fue usted. Si hay algo de lo que se pueda acusar a él es de hacer respetar su propiedad, pues donde quiera que esté siempre le perteneceré. Hombres mujeriegos sin recato como usted necesitan una lección para la eternidad - y apuntó con el arma al Estirao, quien intentando evitar su tragedia exclamó:

- ¡Por Dios! No vaya a cometer una locura, baje esa arma y negociemos. Si son infructuosas mis disculpas por aliviar su pena, que sea entonces su chequera principal benefactora el bálsamo de su dolor. ¡Sí! Soy culpable de esta tragedia tanto como usted por andar de ominosa al abrigo de ajenos en perjuicio de su compromiso con el notario.

Las palabras se clavaron como dardos venenosos en el corazón de Antonio al deplorar la infidencia de la cónyuge. En este instante sonaron disparos. El Estirao se desplomó entre gritos de dolor que se ahogaron en profundo silencio, entretanto Antonio disparó contra su amada, desnudando la recóndita pasión del ser humano, capaz de amar y odiar con intensidad.

En el presidio Antonio recordaba el brillo de los ojos de azabache de su amada y de sus hijos aún infantes que le diera. Con frecuencia se sumía en lentas reflexiones sobre la miseria, la mezquindad, la pequeñez de la grandeza humana. Sabía que la vida es un tejido de tristezas con algunas briznas de felicidad. Una y otra vez venía a su memoria el opulento y arrogante Estirao, antítesis del hombre apasionado que teniendo riqueza enardece con actos de bondad. El tiempo se encargaría de sanar sus heridas y comenzó cuando su piel volvió a erizar con los rayos del sol y su rostro dibujó una sonrisa al sentir la brisa matinal que arrastraba los ecos de libertad. Para entonces era un individuo reconciliado con la justicia y la sociedad, que permitieron devolverle su cargo de notario con el reconocimiento popular, para luego entregarse al cuidado de sus dos hijos, Francisco y Rosaura.