Añoranzas


Autor: Pitux

Fecha publicación: 19/03/2023

Certamen: II Certamen

Resumen

Solo son retazos, pequeños o cortos recuerdos de nuestras estancias en Lleida (en el Pirineo) escritas desde la perspectiva de un niño.

Relato

Añoranzas
Enfurruñados. Así llegábamos a Espot en la primera semana de agosto para saludar al íntimo amigo de nuestro padre. Solían ser cuatro días de ensueño, de libertad, de algarabía y albedrío. Un torrente de esperanza nos invadía al salir de viaje hacía allá pero el recorrido por los Pirineos hacía mella y nos fatigaba. Los cuatro hermanos nos acurrucábamos y contorneábamos en el asiento trasero del Seiscientos para tener cada cual su postura un tanto cómoda durante el trayecto entero. Solíamos viajar uno casi encima del otro, con mucha paciencia y tanta otra tolerancia. Pero las vueltas y revueltas de los últimos kilómetros y el calor que reflejaba el cuero negro del coche del Sescientos, nos sofocaba y nos hacía pegarnos camisa con camisa por la humedad, sentirnos acalorados y que nuestros pobres huesos no encontrasen descanso. Así no hay persona humana que aguante, ni en aquella época de familia numerosa super bien avenida y educada en la sobriedad y en la “no queja”.
Ahora nos reímos por tantas tonterías que nos decíamos unos a otros. Pero no era para menos la sensación de agobio como de exasperación por no llegar nunca a nuestro idílico destino. Y digo idílico porque para nosotros cada estancia en Espot era un idilio. Cojo el diccionario y leo su segunda acepción: “Situación de un mundo ideal en el que todo se desarrolla conforme el bien y la belleza”. Era así nuestra vivencia: un festín de bienestar, bonanza y hermosura, para cuerpo y alma, apretados en escasas jornadas de mucha intensidad, Y es que estábamos encandilados por el pueblo.
Al salir del coche nos estirábamos, resollando, contrariados por las molestias -más que molestias, incomodidades- del viaje y con miradas de resentimiento a algún hermano. Pero ello duraba menos que el tintineo de los cencerros de las ovejas a lo lejos, una nadería. Ávidos de aventuras y resueltos a desperdigarnos por los alrededores sin tener que dar una detallada cuenta de nuestros idas y venidas, desaparecíamos entre las casas y callejuelas del pueblo al instante. Las pizarras negras de los tejados, su caída empinada, las piedras recias de los muros… todo era un primor en las casas de Espot, incluso el colorido de los balcones repletos y rebosantes de flores en flor.
Solo el estómago vacío nos hacía regresar de nuestras pequeñas fechorías y grandes inventivas: desde bañarnos en el Nogera Pallaresa como salvajes, medio desnudos a recoger saltamontes para freírlos y gustar de la comida del futuro -los insectos-. Nosotros solo éramos chiquillos de ciudad que no diferenciábamos un búho de una lechuza, o una butifarra de una chistorra y únicamente deseábamos saltar, correr y vagar sin el peligro del tráfico o de algún sacamantecas con ganas de extirpar un riñón a los niños.
Las campanas de la iglesia de Santa Llogaia nos deleitaban con su implacable pero rítmico repicar. Nos estructuraban el día y su retintín lo repetíamos en las horas en las cuales estábamos despiertos. En consecuencia, el reloj de muñeca se convertía un elemento innecesario durante nuestra estancia y nos despojábamos de él desde la mismísima llegada a Espot. Vivíamos sin horario -menos las horas de las comidas-, sin casi límites -más que lo que nos dictaba nuestra educación o conciencia-, realizando innumerables descubrimientos del mundo animal y floral.
Y al finalizar el día, la llamada para cenar en ciernes “a sopá” y a escuchar historias del pueblo contadas por Josep, el amigo de nuestro padre.
Ahora el tiempo apremia, quiero llegar al plazo del concurso literario. Un abrazo a todos.