QUINTO MANDAMIENTO


Autor: C. FRUSCIANTE

Fecha publicación: 31/01/2023

Certamen: II Certamen

Resumen

La protagonista narra en primera persona su experiencia tras despertarse desconcertada en un lugar desconocido y nos lleva de la mano por los horrores que amenazan a las mujeres allí presentes bajo la continua sensación de estar viviendo una pesadilla de la que no se puede despertar.

Relato

QUINTO MANDAMIENTO

En todo momento evitaba mirar al armario del que provenían los ruidos.
Había despertado en el sucio suelo de un edificio antiguo. Sentada junto a un amplio ventanal que daba a la calle, advertí la presencia de tres o cuatro personas dispersadas por la sala iluminada. La cabeza de Cillian descansaba apoyada en mi hombro.
Algo no iba bien.
Intenté despejar la mente. Hacer memoria.
Estaba volviendo a casa con Cillian en una de esas noches en las que el aire está cargado de tensión. Como si algo fuese a ocurrir de un momento a otro.
Se oían gritos por las calles. Hordas de hombres vociferaban exaltados en un ambiente digno de las inmediaciones de un estadio de fútbol la tarde de un domingo. Alguien a nuestras espaldas hizo un comentario que provocó que Cillian se tornase con gesto serio, desafiante, mientras yo continuaba caminando mientras tiraba de su brazo, instándole a seguir.
Un hombre se dio de bruces contra nosotros. Parecía como si el caos tratase de abrirse camino. La sensación de peligro cada vez se tornaba más evidente.
Un grupo nos interceptó.
No recuerdo si hablaban nuestro idioma. Estoy segura de que, entre ellos, al menos, no lo hacían. Se metieron con nosotros, acosándonos, cercando cada vez más su círculo a nuestro alrededor. La sensación de desconcierto era abrumadora. No tardé mucho en mirar a mi alrededor y sucumbir a la tentación de pedir ayuda a gritos.
Socorro
Ayuda
Fuego
Nada
Nadie contestó. Nadie vino a comprobar qué estaba ocurriendo. ¿Por qué? No era tan tarde. Tal vez la gente no quisiese meterse en problemas. ¿Qué hubiera hecho yo? ¿Habría parado? ¿Hubiera intervenido? ¿Llamaría, por lo menos, a la policía?

Un sonido penetrante se había ido abriendo paso en mi subconsciente y terminó por despojarme por completo de mi estado de ensoñación. Volvía a encontrarme en la sala iluminada. Había algo en ese armario.
O alguien
Busqué de forma frenética en las miradas de las personas que me acompañaban. Como una vulgar representación de lo cotidiano, distinguí entre los demás el rostro de una antigua compañera de colegio. Abanderando la normalidad, Irene nos miraba y sonreía. ¿Qué diablos hacía ella allí? ¿Sabía algo que nosotros ignorábamos?
Se oyeron gritos abajo. Risas. Irene nos explicó lo que iba a ocurrir. Una a una, todas las mujeres serían llevadas al piso de abajo para hacernos un corte en la zona vaginal.
—¡LA TIJERA!
Un escalofrío trajo consigo el eco de un hombre excitado que repetía de manera constante esas dos palabras en un gesto desencajado de puro frenesí a la vez que hacía aspavientos con las manos. El recuerdo inundó mi alma como la marea alta. ¿Cuándo había ocurrido? ¿Era siquiera real? ¿Me habían drogado? Mi cuerpo empezaba a ceder a la creciente ansiedad que amenazaba con recorrer todo mi ser.

Irene se mantenía incomprensiblemente en calma. Sonriente.
—A mí ya me lo han hecho —anunció— Hasta me han dado una gasa después.
Yo no daba crédito.
—Pero no puedes gritar —añadió en un tono más sombrío. Los golpes provenientes del armario estaban cobrando importancia. Me pareció distinguir una voz femenina tratando de hacerse oír. Irene lanzó una rápida mirada en la dirección del ruido— Es lo que buscan. Trata de arrebatarles ese placer. Que les resulte aburrido.
¿De eso se trataba? ¿Un puñado de bestias que arrastraba a mujeres hasta su agujero de inmundicia para atentar contra sus cuerpos sólo por satisfacer algún retorcido placer? Me pregunté si después esos desalmados nos violarían.
—Por favor… Estoy embarazada —Musité, la voz quebrada.
Una silueta oculta por ropas oscuras entró a por la siguiente. Valiéndose de una ganzúa oxidada, accedió al armario antes de cargar al hombro un fardo que pataleaba entre gritos ahogados. Con una sensación de alivio teñida por un doloroso sentimiento de culpa, agradecí que aún no fuera mi turno.
Pero se me acaba el tiempo.
Sencillamente, no era capaz de asimilar que hubiera que resignarse a aceptar con impotencia el papel de víctima ante unos salvajes desquiciados. Todas las alarmas de mi cabeza se accionaron al unísono para rogarme que me largase de ahí. Que actuara.
Fight or flight
Me acordé de todas las veces que, a lo largo de mi vida, había oído a alguien burlarse del feminismo.

Irene estaba sentada junto a un hombre moreno de barbilla prominente que se dirigía a ella por otro nombre. ¿Quién era? ¿Por qué ella permitía que empleara otro nombre?
La angustia empezaba a alcanzar niveles imposibles de soportar por una persona cuerda. Lo absurdo de la situación sugería que se trataba de una pesadilla de la que simplemente no podía despertar. Pero, por más que me esforzara y cerrase los ojos con una fuerza a la que solo se recurre por pura desesperación, al abrirlos, la estúpida habitación iluminada continuaba ahí.
Solo que ahora había una figura más.
Una mujer de semblante serio se alzó entre nosotros enarbolando un papel con intención de entregárselo a Irene. Pude reconocer un breve destello de complicidad en su mirada, a pesar de que había durado únicamente unas décimas de segundo. ¿Me lo había imaginado? ¿La exasperación me estaba jugando una mala pasada y me estaba aferrando a un clavo ardiendo?
El hombre moreno pareció alterarse al leer el nombre de Irene sobre el papel. Alzando la voz, se dispuso a recriminarle algo, pero un tercero intervino para señalar que era mi turno.
Por acto reflejo, miré a Cillian y traté de transmitirle fuerza y fingida seguridad, apretando su cálida mano con la mía. Lancé una última mirada a Irene, que asintió, como tratando de recordarme que debía actuar con naturalidad. Ser más dura que ellos.
Sonreí en dirección a Cillian antes de dejar la habitación, en un vano intento de reducir el sufrimiento y la impotencia que debía estar sintiendo ante la infinidad de escenarios con los que podría encontrarme al dirigirme al piso de abajo. Ante algo que no iba a presenciar. Ante algo que no iba a sentir en sus carnes.
No había nadie esperándome al otro lado de la puerta. Las antigua escaleras se encontraban a oscuras. Emprendí mi descenso a los infiernos, despacio y con decisión.
En los últimos escalones, frené en seco. Una mujer profería alaridos de dolor, suplicando auxilio. Su voz resultaba vagamente familiar. ¿Se trataba de la misma persona que hace unos instantes estaba encerrada en el armario?
Un hombrecillo de corta estatura chocó conmigo. De inmediato, comprendí que se trataba de uno de ellos. Era la causa del dolor de aquella chica. Una oleada de odio prendió mis entrañas.
Sin dedicar más de dos segundos a reparar en mí, se apresuró a colocar en mi mano una vieja navaja oxidada, farfullando algo en un idioma que no logré identificar. Debió interpretar que yo estaba en su equipo.
En ese momento, advertí la primera debilidad de los indeseables que estaban detrás de todo este asunto. No podían estar muy bien organizados. Al menos, algo no estaba saliendo según su plan, si es que existía uno.
Por instinto, alcé la vista hacia el lugar del que provenían los alaridos mientras el individuo emprendía su carrera hacia el piso de arriba.
Entonces, dudé.
Se rompió el hechizo. Salí del estado de hipnosis en el que me había visto envuelta. Decidí deshacer el camino que había recorrido. Renunciar a mi papel de víctima. Si esos desgraciados iban a acabar conmigo, no sería yo quien les pusiera mi cabeza en bandeja.
Me empoderé.
Me lancé escaleras arriba para recoger a Cillian y largarnos de allí, pero, a mitad de camino, me tropecé con un grupo de personas.
—¡Rápido! Hay que aprovechar el barullo —Cillian me tomó de la mano, guiándome en nuestra carrera de nuevo hacia abajo. Tras nosotros, se abalanzaba el resto de personas que hacía unos momentos nos habían acompañado en la habitación luminosa.
Mientras corría, pensé en la navaja que accidentalmente me habían entregado y que había depositado en el bolsillo.
Salimos a la luz del día. Un amplio patio se extendía ante nosotros. Entre dos edificios bajos, una voz en nuestro grupo ordenó que parásemos. Pegué mi espalda contra una pared, a la espera de una señal para continuar o cualquier tipo de indicación que justificara la urgencia de esa instrucción.
Miré a mi alrededor. El lugar evocaba a una especie de Auschwitz, sólo que aquí no había hierba. Solo asfalto.
De pronto, un grupo de personas dobló una esquina y se materializó ante nosotros.
Eran mujeres.
Chicas ataviadas de vestimentas blancas, amplias, con reminiscencias de la moda de principios del siglo XX nos devolvieron miradas de expectación. Esa imagen se grabaría en mi cabeza en la forma de una bella manada de ciervos cruzando la carretera en plena noche, petrificados ante los faros de un coche que se aproxima a toda velocidad.
Un sentimiento de sororidad invadió todo mi ser.
Con horror, comprendí que estábamos escapando del destino que les aguardaba a ellas.
Eché un vistazo a mi navaja. Estaba cubierta de sangre, probablemente de otra víctima. Decidí guardar la hoja a pesar del miedo que me causaba la idea de tener que usarla y no saber accionarla.
Las mujeres nos estaban mirando con espanto. Sus semblantes eran una ventana abierta al miedo de sus corazones —y, probablemente, también de los nuestros— Alguien rompió la tensión.
—¿Cómo podéis participar en esto? ¡Sois unos monstruos!
Una de las recién llegadas había decidido quebrantar una regla no escrita. El voto de silencio.
Su voz desgarró el aire y una parte considerable de mi alma. Quebrada, con desprecio, nos recriminaba lo que ella supuso que estábamos haciendo allí.
Entonces, lo comprendí. La chica había confundido víctima y verdugo.
Como si de una premonición se tratase, una voz ajena ordenó que todos los hombres retrocedieran hasta un pequeño cobertizo a nuestras espaldas. Ellos podrían mirar.
Noté cómo el pavor y la adrenalina cabalgaban por mis venas mientras mi cabeza se anticipaba al horror del macabro espectáculo que nos harían representar.
Teníamos que matarnos entre nosotras.
Miré a mis compañeras, trastornada. Irónicamente, una sensación de calma fue sutilmente calentando mi interior. Miré mi navaja... No iba a usarla.
Irene advirtió mis intenciones y me tomó por los hombros.
—Se trata de supervivencia— señaló, apremiándome. Alentándome a matar. Justificando el hecho de convertirme por la fuerza en uno de ellos.
Solté mi navaja, que se escurrió hasta el fondo de mi bolsillo.
Eché una mirada atrás. Cillian estaba de pie presenciándolo todo, sin poder actuar. Sus ojos reflejaban el horror de la escena en la que, a la fuerza, había recibido el papel de testigo.
Un sonido estalló en el aire y dio rienda suelta al caos.
Una nube blanca de mujeres se abalanzó sobre nosotras. Había compañeras enzarzadas en el suelo. Todas trataban de matarse a golpes. Yo era una mera fotografía, inmóvil ante aquel baile de sangre y violencia.
Una figura se abalanzó sobre mí y yo me limité a esquivar el golpe. Me hice a un lado, tratando de calcular cuánto tiempo podría aguantar sin tener que intervenir.
Un ruido ensordecedor paralizó el macabro espectáculo.
Nada
Vacío
Al recobrarme, apretando los dientes, me aparté de mi atacante y tomé la oportunidad que me brindaba esa interrupción para permitirme observarla.
Era una niña.
Una diminuta niña que no podía llegar a los seis o siete años. Y yo había decidido no matar.
De haber optado por lo contrario, tal y como había hecho el resto de compañeras, en medio de esa desgracia habría matado involuntariamente a una niña. Una niña pequeña.
Me di la vuelta lentamente para mirar a Cillian.
No estaba solo. A su lado, de su mano, una versión de mí misma me devolvió la mirada. Los dos sonrientes, triunfales, orgullosos.
Entones, lo comprendí. Y sonreí también.
En mi corazón, había ganado.