
Resumen
En el escenario absorbente y tiránico de la guerra, runa historia de amor fallido y trágico azar
Relato
CERTAMEN DE RELATO BREVE "ESCRITA ESPOT" – CASTELLANO *pseudónimo- Ru
Desenlace
Aquella noche Ross tuvo un sueño:
Una vaporosa bandada de pájaros, entre rosados arrecifes de coral que eran nubes, le envolvía en un grito angustiado y múltiple. Uno de ellos, con la daga de su pico curvo, le desgarró de un golpe seco el cuello.
Ross, que antes de que acabase ese día estaría muerto, se incorporó en la cama y, aún medio dormido, comprobó crédulo que en nada se parecían la luz nítida del sueño y la luz nerviosa del amanecer que tentaba los seis grandes ventanales de la habitación. Alrededor de él, por el suelo, entre los muebles o contra las paredes, se esparcían desordenadas y caóticas las piezas de aquel tesoro: vulnerables diamantes en cajas de cartón, fajos de billetes, miniaturas y peines de marfil, estilográficas y cubiertos de plata, impúdicas piezas de oro, zafiros engarzados en candelabros con la forma de un león o una gacela quebradiza...
Desde el patio central, lentamente, como una hoja empujada por la desidia del viento, ascendían las oraciones invariables, las súplicas sin respuesta, las sentencias leídas en voz alta, el murmullo de los cuerpos envarados en las cuerdas, el silencio que abría la última bala en la busca sabia de la nuca.
La guerra hace suntuosas a las flores del horror. Durante cinco años Ross vivió bajo la túnica de sus estridentes lirios. Aquellas flores voraces se alimentaban del eco de la sangre que, derramada una y otra vez, simulando el sollozo de los perros destripados en la soledad gris de las carreteras, se esparcía y multiplicaba sobre la tierra.
Pero la guerra también otorga una coartada para morir. Junto a la infantería británica del VII Ejército en la toma de Catania y en las primeras ofensivas contra los alemanes en el norte de Italia, el capitán Ross, con la voluntad inquebrantable del naufrago que anhela la orilla, buscó la muerte en cada uno de los combates y fracasó. Como recompensa paradójica a la auténtica causa de su valor, el anhelo de morir tras su ruptura con Helen, fue ascendido y desplazado lejos del fervor de la masacre, a la protección de la retaguardia, a la seguridad que él, distinto a todos, no deseaba.
El palacio se hallaba en el nordeste de la Italia liberada de los nazis; tras la requisa, se transformó en una cárcel. En la gran habitación circular del tercer piso se instaló Ross. En la planta baja, marcada por la metralla, se sellaron los miradores y herreros y albañiles entenebrecieron las posibilidades para la huida. Allí se elevaron las celdas colectivas y la sala en que se representaban los juicios. El capitán Ross, como nuevo jefe militar de la prisión, se ocupaba de dirigir los formalismos de las tareas burocráticas y de, en esa exigencia dolorosa de venganza, mantener las apariencias, que él sabía falsas, de estricta justicia. Contempló el efecto de la derrota en los cautivos que, en la espera mínima de sus juicios, se asombraban, apáticos como autómatas, de vivir aún. Los juicios se celebraban cada dos días. Las sentencias se consumaban a las veinticuatro horas. Ross, que compartía con aquellos hombres previamente elegidos por la condena la extrañeza ante lo que le rodeaba, se veía a sí mismo como un monstruoso y disciplinado maestro de ceremonias en un matadero en el que, bajo una eficiencia metálica, se desollaba carne humana. Después evitó pensar inútilmente y se sumergió en el paréntesis de irracionalidad en el que subsistía el mundo.
Se apoyó en uno de los ventanales entreabiertos. La niebla lívida difuminaba las dos carreteras que confluían en la ciudad. Ésta, desde lejos, parecía una llaga ocre que, a intervalos, se entrelazaba con los bordes inquietos y azules del lago. Durante dos meses, la ciudad italiana había sido sumergida en el lodo tupido del pánico. Sobre sus sinuosas calles, al modo de un aséptico laboratorio, se experimentaron todos los ritos y caras del dolor. Ninguno de sus habitantes evitó su papel de desconcertada, rota, exánime cobaya. Aquello no fue obra de la omnipresencia de los alemanes. El Obergrupenführer de las SS, Hans Pruetzman, ante la tensa extenuación de sus tropas y su necesidad en la extensión extrema del frente, cedió el control de esa ciudad insignificante, falta de valor estratégico y en la que no se percibía ningún síntoma de resistencia, a un grupo de colaboracionistas nacidos en ella. Este grupo, aunque se definiese pomposamente como Destacamento Especial de la Policía, fue conocido por todos como la Banda de Borsetti.
Piedro Borsetti destacaba por una belleza extrema y por una voz pausada, casi inaudible. Aislado de los campos de batalla, se consagró a obtener en su ciudad, la ciudad en la que había vivido desde niño, el objeto iluminado y abisal de sus deseos: producir el máximo sufrimiento. Su corazón se estremecía de placer ante el albino palpitar de las cuchillas. Reclutó a trescientos hombres y, para la satisfacción de sus propósitos, invento una mentira que, pese a su naturaleza absurda, nadie se atrevió a rebatir: la intolerable existencia de partisanos que se oponían al ejército alemán. En su búsqueda irreal y despiadada entre los habitantes de la ciudad, se sostuvieron las columnas de su despótico reino. Ninguna de sus víctimas consiguió, en la sabiduría que conlleva la desesperación, el exiguo consuelo de conocer el porqué de aquello que les asolaba, qué impulso inicial despertó ese odio excitado, arbitrario, hermético, delirante en alguien que, hasta entonces, había sido un convecino más, uno de ellos. Con la ferocidad pétrea de un tiburón embriagado por el tacto de las lágrimas, se sació con los cuerpos astillados por la tortura. Todo le fue permitido. Y cada uno de los crímenes posibles se cometió. En los ojos de su mente, los pensamientos de Borsetti encendían fuego en la ciudad. Los miedos que guarda la noche se encarnaron en él.
Con el desplome de los alemanes y el avance irreversible de los Aliados, la Banda de Borsetti, en la certeza de que los tiempos de impunidad se extinguían, abandonó los despojos exhaustos de su presa y huyó hacía el norte. La camaleónica y desordenada columna, en su zigzagueante ruta, asaltó, destruyó y robo con una precipitada brutalidad. Entorpecieron sus automóviles con víveres, divisas, joyas, piezas de oro... Cualquier cosa valiosa para afianzar en un ficticio futuro la seguridad que les negaba el presente. Según se configuraba su cacería y se acrecentaban las probabilidades de un eficaz cerco o una emboscada en las polvorientas e intrincadas carreteras, comenzaron a abandonar, con el criterio arbitrario y urgente de la histeria, partes cada vez mayores de su botín. El flamear de los billetes descendiendo desde vastos sacos de arpillera hasta la cuneta se hizo habitual en sus noches. Tras cualquier equipaje se encubría una rémora en aquel espacio asfixiante que se reducía sin tregua. Algunos llegaron a Merano, e incluso al otro lado del Brénnero, a la neutral Suiza; sin embargo, la mayoría fueron capturados y guiados a una prisión proyectada para ellos, el lugar que guardaba el capitán Ross.
Borsetti escapó en la frenética fuga de los suyos. Frente a la esperanza inconsolable de los supervivientes que sufrieron sus torturas, desapareció de una manera enigmática y definitiva. Nunca fue apresado.
Ross rebuscó entre sus pertenencias. Algunas las tenía todavía en el saco. No encontró el espejo. Le dio lo mismo. Lo hizo a ciegas. Comenzó a recortar, hasta hacerla desparecer, su cerrada barba; primero, con unas tijeras y luego, bajo una lamina de jabón, con una navaja. Desde su juventud había escondido su rostro tras la barba. Quiso recobrar un aspecto y un pasado, perdido para siempre, en el que existía la felicidad, en que olvidar era posible.
Se pasó la mano por la mejilla. Sin haber podido ver cómo era tantos años después su rostro sin barba en un espejo, apoyó el papel en la mesa, cogió una pluma de oro –parte de los tesoros robados por los hombres de Borsetti y hallados semienterrados la noche anterior en las orillas del lago Dongo, y que habían amontonado, antes de clasificarlos, provisionalmente en la habitación- y ratificó con su firma las últimas penas de muerte dictadas por el tribunal.
Faltaban menos de tres semanas para que, saturada de sí misma, acabase la guerra. En la casa de Ross, cercana a Berkeley Square, en Londres, ya no le esperaba Helen, su mujer. En una carta, que había leído en el barco que le trasladaba a luchar en Italia, le había confesado, conforme a su incapacidad para la falsedad, su descubrimiento de un nuevo amor, cuyo nombre era lo único que ocultaba, y su propósito, que no discutiría, de divorciarse.
Mientras descendía por la escalera de mármol, recordó, en uno de esos caprichosos y extravagantes extravíos en los que consiste la memoria, el viaje que había hecho a Francia con Helen, embriagados entre los rituales primerizos del amor, una semana después de casarse, dos años antes de que empezase la monotonía y la esclavitud asfixiante de la guerra: el gran Zeppelín blanco, de más de cien metros de longitud, pasando por encima de sus cabezas en su vuelo hacia Niza, resplandeciente por los rayos del sol, en medio del azul del cielo, avanzando silenciosamente, fantástico y sobrecogedor; la llegada a la Ópera de París en un viejo coche y el aria de Max en el “Cazador furtivo”; las extraordinarias veladas teatrales; la tribuna central del hipódromo de Longchamp, sobre la cual, el héroe de la aviación, Hellmuth Hirth, campeón mundial de altura, realizaba ejercicios aéreos; la habitación que ocuparon en la última planta de un hotel de lastimosa apariencia y camareros con los más exquisitos modales… Intentó, aunque no pudo, sabía muy bien que era imposible, superar los agravios de la añoranza, la sensación de que con Helen lo había perdido ya todo.
A las paredes de la sala más grande del palacio les cubrían paneles de encina con bajorrelieves de escenas bíblicas. El Tribunal Militar –compuesto por un presidente, un juez relator, tres jueces ad latere y un fiscal- se situaba sobre una tarima, alzada al fondo, que acogía también a los acusados. Las mesas para los abogados, los taquígrafos y unos pocos periodistas, se extendían al pie de ella, hacia el centro de la sala. A pocos metros, una barandilla concretaba el lugar asignado al público. Ross cruzó entre esa confusión de voces, llantos. De gentes de aquella ciudad. Víctimas que iban cada día a seguir los juicios. En ansiosa espera de que los hombres de Borsetti pagaran sus culpas.
La primera en señalarle fue una mujer. Más tarde todo resultó brutal, inexorable, vertiginoso. Ross, ya ensangrentado, entre la penumbra de un par de columnas, al encuentro de una inalcanzable protección, chocó con el hombro contra un espejo y reconoció en el rostro reflejado el rostro de Borsetti. Su cara, despojada de barba y así bruscamente rejuvenecida, era igual que la de aquél. La muchedumbre lo arrastró fuera del palacio y, sin que nadie pudiera parar la furia e evitar el terrible error, despedazó su cuerpo.
Una bandada de pájaros, no tucanes, con el batir de sus alas, disminuía la dulce luminosidad del sol.
CERTAMEN DE RELATO BREVE "ESCRITA ESPOT" – CASTELLANO *pseudónimo- Ru
Desenlace
Aquella noche Ross tuvo un sueño:
Una vaporosa bandada de pájaros, entre rosados arrecifes de coral que eran nubes, le envolvía en un grito angustiado y múltiple. Uno de ellos, con la daga de su pico curvo, le desgarró de un golpe seco el cuello.
Ross, que antes de que acabase ese día estaría muerto, se incorporó en la cama y, aún medio dormido, comprobó crédulo que en nada se parecían la luz nítida del sueño y la luz nerviosa del amanecer que tentaba los seis grandes ventanales de la habitación. Alrededor de él, por el suelo, entre los muebles o contra las paredes, se esparcían desordenadas y caóticas las piezas de aquel tesoro: vulnerables diamantes en cajas de cartón, fajos de billetes, miniaturas y peines de marfil, estilográficas y cubiertos de plata, impúdicas piezas de oro, zafiros engarzados en candelabros con la forma de un león o una gacela quebradiza...
Desde el patio central, lentamente, como una hoja empujada por la desidia del viento, ascendían las oraciones invariables, las súplicas sin respuesta, las sentencias leídas en voz alta, el murmullo de los cuerpos envarados en las cuerdas, el silencio que abría la última bala en la busca sabia de la nuca.
La guerra hace suntuosas a las flores del horror. Durante cinco años Ross vivió bajo la túnica de sus estridentes lirios. Aquellas flores voraces se alimentaban del eco de la sangre que, derramada una y otra vez, simulando el sollozo de los perros destripados en la soledad gris de las carreteras, se esparcía y multiplicaba sobre la tierra.
Pero la guerra también otorga una coartada para morir. Junto a la infantería británica del VII Ejército en la toma de Catania y en las primeras ofensivas contra los alemanes en el norte de Italia, el capitán Ross, con la voluntad inquebrantable del naufrago que anhela la orilla, buscó la muerte en cada uno de los combates y fracasó. Como recompensa paradójica a la auténtica causa de su valor, el anhelo de morir tras su ruptura con Helen, fue ascendido y desplazado lejos del fervor de la masacre, a la protección de la retaguardia, a la seguridad que él, distinto a todos, no deseaba.
El palacio se hallaba en el nordeste de la Italia liberada de los nazis; tras la requisa, se transformó en una cárcel. En la gran habitación circular del tercer piso se instaló Ross. En la planta baja, marcada por la metralla, se sellaron los miradores y herreros y albañiles entenebrecieron las posibilidades para la huida. Allí se elevaron las celdas colectivas y la sala en que se representaban los juicios. El capitán Ross, como nuevo jefe militar de la prisión, se ocupaba de dirigir los formalismos de las tareas burocráticas y de, en esa exigencia dolorosa de venganza, mantener las apariencias, que él sabía falsas, de estricta justicia. Contempló el efecto de la derrota en los cautivos que, en la espera mínima de sus juicios, se asombraban, apáticos como autómatas, de vivir aún. Los juicios se celebraban cada dos días. Las sentencias se consumaban a las veinticuatro horas. Ross, que compartía con aquellos hombres previamente elegidos por la condena la extrañeza ante lo que le rodeaba, se veía a sí mismo como un monstruoso y disciplinado maestro de ceremonias en un matadero en el que, bajo una eficiencia metálica, se desollaba carne humana. Después evitó pensar inútilmente y se sumergió en el paréntesis de irracionalidad en el que subsistía el mundo.
Se apoyó en uno de los ventanales entreabiertos. La niebla lívida difuminaba las dos carreteras que confluían en la ciudad. Ésta, desde lejos, parecía una llaga ocre que, a intervalos, se entrelazaba con los bordes inquietos y azules del lago. Durante dos meses, la ciudad italiana había sido sumergida en el lodo tupido del pánico. Sobre sus sinuosas calles, al modo de un aséptico laboratorio, se experimentaron todos los ritos y caras del dolor. Ninguno de sus habitantes evitó su papel de desconcertada, rota, exánime cobaya. Aquello no fue obra de la omnipresencia de los alemanes. El Obergrupenführer de las SS, Hans Pruetzman, ante la tensa extenuación de sus tropas y su necesidad en la extensión extrema del frente, cedió el control de esa ciudad insignificante, falta de valor estratégico y en la que no se percibía ningún síntoma de resistencia, a un grupo de colaboracionistas nacidos en ella. Este grupo, aunque se definiese pomposamente como Destacamento Especial de la Policía, fue conocido por todos como la Banda de Borsetti.
Piedro Borsetti destacaba por una belleza extrema y por una voz pausada, casi inaudible. Aislado de los campos de batalla, se consagró a obtener en su ciudad, la ciudad en la que había vivido desde niño, el objeto iluminado y abisal de sus deseos: producir el máximo sufrimiento. Su corazón se estremecía de placer ante el albino palpitar de las cuchillas. Reclutó a trescientos hombres y, para la satisfacción de sus propósitos, invento una mentira que, pese a su naturaleza absurda, nadie se atrevió a rebatir: la intolerable existencia de partisanos que se oponían al ejército alemán. En su búsqueda irreal y despiadada entre los habitantes de la ciudad, se sostuvieron las columnas de su despótico reino. Ninguna de sus víctimas consiguió, en la sabiduría que conlleva la desesperación, el exiguo consuelo de conocer el porqué de aquello que les asolaba, qué impulso inicial despertó ese odio excitado, arbitrario, hermético, delirante en alguien que, hasta entonces, había sido un convecino más, uno de ellos. Con la ferocidad pétrea de un tiburón embriagado por el tacto de las lágrimas, se sació con los cuerpos astillados por la tortura. Todo le fue permitido. Y cada uno de los crímenes posibles se cometió. En los ojos de su mente, los pensamientos de Borsetti encendían fuego en la ciudad. Los miedos que guarda la noche se encarnaron en él.
Con el desplome de los alemanes y el avance irreversible de los Aliados, la Banda de Borsetti, en la certeza de que los tiempos de impunidad se extinguían, abandonó los despojos exhaustos de su presa y huyó hacía el norte. La camaleónica y desordenada columna, en su zigzagueante ruta, asaltó, destruyó y robo con una precipitada brutalidad. Entorpecieron sus automóviles con víveres, divisas, joyas, piezas de oro... Cualquier cosa valiosa para afianzar en un ficticio futuro la seguridad que les negaba el presente. Según se configuraba su cacería y se acrecentaban las probabilidades de un eficaz cerco o una emboscada en las polvorientas e intrincadas carreteras, comenzaron a abandonar, con el criterio arbitrario y urgente de la histeria, partes cada vez mayores de su botín. El flamear de los billetes descendiendo desde vastos sacos de arpillera hasta la cuneta se hizo habitual en sus noches. Tras cualquier equipaje se encubría una rémora en aquel espacio asfixiante que se reducía sin tregua. Algunos llegaron a Merano, e incluso al otro lado del Brénnero, a la neutral Suiza; sin embargo, la mayoría fueron capturados y guiados a una prisión proyectada para ellos, el lugar que guardaba el capitán Ross.
Borsetti escapó en la frenética fuga de los suyos. Frente a la esperanza inconsolable de los supervivientes que sufrieron sus torturas, desapareció de una manera enigmática y definitiva. Nunca fue apresado.
Ross rebuscó entre sus pertenencias. Algunas las tenía todavía en el saco. No encontró el espejo. Le dio lo mismo. Lo hizo a ciegas. Comenzó a recortar, hasta hacerla desparecer, su cerrada barba; primero, con unas tijeras y luego, bajo una lamina de jabón, con una navaja. Desde su juventud había escondido su rostro tras la barba. Quiso recobrar un aspecto y un pasado, perdido para siempre, en el que existía la felicidad, en que olvidar era posible.
Se pasó la mano por la mejilla. Sin haber podido ver cómo era tantos años después su rostro sin barba en un espejo, apoyó el papel en la mesa, cogió una pluma de oro –parte de los tesoros robados por los hombres de Borsetti y hallados semienterrados la noche anterior en las orillas del lago Dongo, y que habían amontonado, antes de clasificarlos, provisionalmente en la habitación- y ratificó con su firma las últimas penas de muerte dictadas por el tribunal.
Faltaban menos de tres semanas para que, saturada de sí misma, acabase la guerra. En la casa de Ross, cercana a Berkeley Square, en Londres, ya no le esperaba Helen, su mujer. En una carta, que había leído en el barco que le trasladaba a luchar en Italia, le había confesado, conforme a su incapacidad para la falsedad, su descubrimiento de un nuevo amor, cuyo nombre era lo único que ocultaba, y su propósito, que no discutiría, de divorciarse.
Mientras descendía por la escalera de mármol, recordó, en uno de esos caprichosos y extravagantes extravíos en los que consiste la memoria, el viaje que había hecho a Francia con Helen, embriagados entre los rituales primerizos del amor, una semana después de casarse, dos años antes de que empezase la monotonía y la esclavitud asfixiante de la guerra: el gran Zeppelín blanco, de más de cien metros de longitud, pasando por encima de sus cabezas en su vuelo hacia Niza, resplandeciente por los rayos del sol, en medio del azul del cielo, avanzando silenciosamente, fantástico y sobrecogedor; la llegada a la Ópera de París en un viejo coche y el aria de Max en el “Cazador furtivo”; las extraordinarias veladas teatrales; la tribuna central del hipódromo de Longchamp, sobre la cual, el héroe de la aviación, Hellmuth Hirth, campeón mundial de altura, realizaba ejercicios aéreos; la habitación que ocuparon en la última planta de un hotel de lastimosa apariencia y camareros con los más exquisitos modales… Intentó, aunque no pudo, sabía muy bien que era imposible, superar los agravios de la añoranza, la sensación de que con Helen lo había perdido ya todo.
A las paredes de la sala más grande del palacio les cubrían paneles de encina con bajorrelieves de escenas bíblicas. El Tribunal Militar –compuesto por un presidente, un juez relator, tres jueces ad latere y un fiscal- se situaba sobre una tarima, alzada al fondo, que acogía también a los acusados. Las mesas para los abogados, los taquígrafos y unos pocos periodistas, se extendían al pie de ella, hacia el centro de la sala. A pocos metros, una barandilla concretaba el lugar asignado al público. Ross cruzó entre esa confusión de voces, llantos. De gentes de aquella ciudad. Víctimas que iban cada día a seguir los juicios. En ansiosa espera de que los hombres de Borsetti pagaran sus culpas.
La primera en señalarle fue una mujer. Más tarde todo resultó brutal, inexorable, vertiginoso. Ross, ya ensangrentado, entre la penumbra de un par de columnas, al encuentro de una inalcanzable protección, chocó con el hombro contra un espejo y reconoció en el rostro reflejado el rostro de Borsetti. Su cara, despojada de barba y así bruscamente rejuvenecida, era igual que la de aquél. La muchedumbre lo arrastró fuera del palacio y, sin que nadie pudiera parar la furia e evitar el terrible error, despedazó su cuerpo.
Una bandada de pájaros con el batir de sus alas disminuía la dulce luminosidad del sol.