Resumen
El narrador ve después de varios años a una antigua amiga que hizo realidad un sueño quimérico, un cuento inimaginable, y aunque una parte de él desea ir hacia ella y saludarla, otra se niega por miedo a llevarse el desengaño de que ese cuento ya se haya desvanecido.
Relato
Por si acaso (de Berto Rovira)
De pronto, hasta las piernas se me hicieron de piedra. Una sorpresa a menos de veinte metros me ha paralizado. Veo a Rosa. Viene hacia mí, pero no me ha visto. De un salto rompo mi estulticia corporal. No para ir hacia ella, aunque una parte de mi ser lo chilla. Ha sido para esconderme detrás de tres mujeres detenidas al lado, en plena conversación alegre tras haberse encontrado medio minuto antes. Desde mi refugio, incluso achicándome un poco, asomando apenas media cabeza, radiografío cada uno de los movimientos de Rosa. Debe llevar prisa, pues corretea y esquiva a la gente, zigzagueando entre ella. No me ve. No ha llegado a mirar en mi dirección en ningún momento. Pasa a mi altura. Me encojo aún más. No me ve. Ya le veo la espalda. Suspiro. Mentalmente le digo adiós.
Hacía cuatro años y meses que no venía al pueblo. Desde el mediodía vengo recorriendo las calles del centro. Revisando cuánto han cambiado. Poco. Apenas algunas ocupaciones y letreros de las tiendas. Por ejemplo, ahora, frente a mí, hay una franquicia de comida rápida cuando antes había una bodega.
Rosa. Está casi igual que el recuerdo guardado de ella. Casi. Lo único, a simple vista, quizás, dos o tres kilos más. Sigue igual de desgarbada, aunque a mí siempre me gustó así. Como amiga. Era ¬-supongo seguirá igual- muy genial. Divertida, inteligente, temperamental, bondadosa. Un encanto de mujer. No me explico que ni ella ni yo, durante estos años de no vivir en la misma ciudad, ni nos hallamos llamado una vez por teléfono. Inexplicable.
¿Por qué la he rehuido ahora? Confieso: por miedo a llevarme un desengaño. Prefiero quedarme con su recuerdo de cuando marché del pueblo a conocer si algo de su vida ha cambiado, pues por fuerza sería para peor, pues mejor es imposible. Me da horror que el cuento de hadas que protagonizó haya caído por un precipicio y esté muerto. Lo suyo fue absolutamente maravilloso. Genial como era ella, no sé ahora. Insisto: prefiero no saber más allá de cuanto recuerdo.
La conocí al poco de llegar a vivir al pueblo. Fue a través de quien por entonces era mi pareja. Durante unos meses trabajaron juntas y enseguida trabaron amistad. De rebote, tuve el premio de conocerla e incluso participar en alguna que otra reunión y muchas cervezas al acabar la jornada laboral. No exageraré diciendo que trabamos amistad, pues para mí este concepto es muy exigente y requiere muchos compromisos, garantías y pruebas de efectividad. De no haber estado de por medio mi por entonces pareja, seguro que sí habríamos alcanzado la cumbre. Candela era muy celosa. Seguro que no preciso decir más.
Ahora bien, cuanto no conocí de Rosa por su boca, lo hice a través de la de Candela. Ellas sí estrecharon lazos íntimos. Las dos eran muy abiertas, sinceras y comunicativas. Estoy convencido que alguna que otra mirada negativa leída en los ojos de Rosa hacia mí tenía la fuente de comentarios nocivos de Candela. Por entonces, al llegar a vivir al pueblo, nuestra relación de pareja comenzaba a naufragar. Haría agua solo nueve meses después. Después hui del pueblo. Necesitaba tierra nueva para tratar de rebrotar.
A lo importante. Cuando conocí a Rosa tenía 46 años y cumplió 47 solo unos días antes de mi partida. Fue la última ocasión en vernos, pues creó un apéndice de su celebración de cumpleaños exclusivamente para mí, invitándome a una copa cuando ya el resto de celebrantes habían culminado y abandonado la fiesta. Y recuerdo como si fuera hoy las últimas de sus palabras: “Perdona que no sepa disimular mi felicidad mientras tú estás tan triste”. Era -supongo seguirá igual- siendo muy buena gente.
Ella, por entonces, estaba dichosa. Viviendo un cuento inverosímil, pero cierto. Maravilloso. Único. Por eso hoy no he tenido el valor de enfrentarme a la posibilidad de que haya podido ser solo temporal, no eterno, que es cuanto merece.
Voy. Perdona las digresiones.
Sabía, por boca de Candela, que Rosa estuvo durante bastantes años, hasta unos pocos antes de llegar nosotros al pueblo, atrapada en una relación íntima muy frustrante. Era la amante de un hombre casado. Un hombre de esos que siempre llevan gafas de cristales que hacia fuera son de espejo, sin dejar traslucir su mirada. Por eso, cuando Rosa miraba al hombre, lo que veía era su reflejo. Ella sí era capaz de amar. Él, no. Él no quería a Rosa, tampoco a su esposa. Rosa solo era una distracción. Y la otra, solo la madre de sus hijos.
Rosa solo despertó cuando fue sustituida por otra mujer. Sobra decir que más joven y guapa. Se quedó en la cuneta atropellada, conmocionada. Enseguida enferma de tristeza y desolación. Cayó en una depresión. Bendita enfermedad. En su caso, se entiende. Bendita porque solo le admitía dos posibilidades: hundirse o flotar. Nuestro cuerpo no está hecho para bucear demasiado tiempo. Y eligió salir a flote. ¿Cómo?: concibiendo un cuento. El cuento más bonito -a la par de inverosímil- que nunca he conocido. Un cuento que te mereces conocer. Por eso te lo voy a contar.
Rosa se inventó a un hombre con el cual iba a fundar una historia de amor rotunda, ideal. Recuerdo al milímetro sus palabras, pues eso sí tuvo la magnanimidad de contárnoslo a la vez a Candela y a mí.
-Voy a conocer, aunque no sé cuánto tiempo tardaré, a mi alma gemela. Se llamará Paco. Será más bien bajito, regordete, calvo y muy parlanchín. Cuando llegue el momento, ya estará divorciado y con dos hijos, ambos independientes. Creo, aunque es lo único de lo que no estoy segura al cien por cien, que será abogado. Nos conoceremos y enseguida nos enamoraremos, viviendo juntos al muy poco.
Como tú ahora, igual yo entonces. Debí sonreír al escucharla. No porque soñara encontrar al amor de su vida. Eso todos lo hemos hecho en uno u otro momento. Ya te imaginas: porque lo dibujara de arriba abajo, por fuera y por dentro, de una manera determinada y determinante, excluyente. Lo cual eliminaba de antemano a millones de hombres con los cuales Rosa pudiera cruzarse en algún momento de su vida.
Recuerdo mi atrevimiento al contestarle una vez postergó las seguras mil palabras más latiéndole en el corazón. “¿Lo has soñado?” Y ella: “No. Lo sé. Simplemente lo sé”. Y yo: “¿Desde cuándo?”. Ella: “Va para tres años. Ya debe faltar poco para hacerse realidad”.
Me maravilló su convicción. Sobre todo, cuando unos días después nos invitó a cenar en su casa. Casa parecida a un bazar de souvenirs, pues por doquier había figuritas, platos decorados, reproducciones de antigüedades, cuadros de origen indígena, tapices coloristas, relieves de madera y de metal de mil procedencias, etcétera, etcétera. Entiéndelo: para Rosa no existía mejor actividad, distracción y apetencia que el viajar por todo el mundo lo más habitualmente que podía, y podía; sobre todo a los continentes más alejados. Pues bien, después de llevarnos de excursión por el comedor de la casa, vistazo a la cocina y al lavabo, otro buen tiempo admirando la habitación de invitados -en todo momento comentando cada uno de los adornos dispares de cuanto dijo procedía de no menos de quince viajes al extranjero y el doble dentro del país-, recabamos en su habitación. Allí, lo mismo que en el resto del piso. Pero con una particularidad. Como si estuviera fuera de sitio, en un extremo, tenía un mueble aparador, casi todo él, cristalera, pues solo tenía dos cajones en la parte baja y el resto profusión de estantes con una ingente multitud de souvenirs.
Debí preguntarle. Soy muy curioso. Si callo, reviento. “¿Y esto?”, señalé al mueble. “Son todas las cosas que le he ido comprando a mi Paco en cada uno de los viajes de los últimos años. Cuando nos conozcamos, se lo daré”.
Creme: el cuento se hizo realidad. Tres meses antes de mí deserción del pueblo, Rosa conoció a su amor soñado. Y sí, se llamaba Paco. Y sí, era más bien bajito, calvo, grueso a régimen -con lo cual quedaba en regordete- y muy extrovertido. Y sí, estaba divorciado y con dos hijos. El colmo: era abogado.
Estaría de más por ocioso más explicaciones, salvo que el milagro, pues así mi ser entero calificó el suceso, lo exige: se enamoraron de un día para otro y, al mes, Rosa llevó a su Paco a vivir con ella, haciéndole entrega de cuanto presente le había ido comprando en sus viajes. Daría varias mensualidades de mi sueldo por haber podido ver la cara de Paco.
Maravilloso. Sí. Supongo que ahora entiendes el por qué he rehuido hoy hablar con Rosa ¿Y si me dice que ya no están juntos? Me muero. O sin exagerar: desfallezco de pena. Quiero mi cuento, -es el suyo, pero también el mío- con final feliz, sin desengaños Tú, ¿no?