Un relato por terminar.


Autor: Sabel Gante

Fecha publicación: 13/03/2023

Certamen: II Certamen

Resumen

En ocasiones la vida no nos permite terminar lo que hemos empezado. Dejar un relato sin cerrar es condenar a sus protagonistas a vagar eternamente. Como nuestros protagonistas

Relato

Un relato por terminar.
Acostumbro a tomar café siempre en el mismo bar. Realmente no sabría cómo llamarlo. Dudé un poco al escribir "bar". Tampoco me gusta llamarle “cafetería”, como aquellas de los setenta, con mesas y sillas de formica. Es, más bien, como los locales de los cincuenta o sesenta. Sí, eso es. Mesas de mármol con las patas de madera, y sillas de madera barnizada y desgastada por el tiempo. Se parece a aquellos famosos “cafés” en los que se reunían los bohemios.

Siempre paro allí a media tarde. Parada obligada después del paseo medicinal, también obligado, todo hay que decirlo. Los médicos, cuando no saben bien que recetar, siempre acaban prescribiendo paseos. Camine usted, señora mía, suele decir mi médica. En realidad, me he tomado esta "tarea" de caminar como un ejercicio para el alma, más que para el cuerpo. Me convencí de que envejecer caminando es un lujo barato. Y no está la cosa como para derrochar.

Las mismas calles, los mismos edificios, los mismos árboles, las montañas, el río… nunca son los mismos. Incluso los caminantes habituales, o los vecinos del barrio, son diferentes aunque sean los mismos. Forman parte del paisaje del pueblo, pero dotando al mismo de ese dinamismo que el buen pintor da a sus cuadros. Yo mismo me encuentro dentro de ese cuadro que, sin la presencia de la gente, sería gris.

Y, cada tarde, salgo de ese escenario para entrar en otro, igual de rígido en el fondo, pero totalmente dinámico en las formas. Es el café de Jordi. Lo conocemos así por el dueño, porque no hay ningún rótulo en la fachada. Lo "heredó" del padre, un andaluz muy alegre que se volvió a su tierra en cuanto se sintió mayor. Heredó, así mismo, su filosofía de vida y su trato a los clientes, que también le hemos sido heredados.

Hace unos días entré en este particular refugio vespertino, pensando en que las clientas habituales hacemos juego con el mobiliario. La mayoría pintamos canas, pero todavía nos queda mucho que ofrecer. Al fondo, las dos parejas que juegan al "tute" cada tarde, con sus señas, sus trampas, sus risas y sus cañas. Jubilados en jubilosos momentos. Carmen, la del pañuelo al cuello, leyendo la prensa del día anterior (solo las esquelas y el horóscopo) y Marc, el cuarentón, todavía esperando a que su princesa azul entre por la puerta, en cualquier momento. Todas lo esperamos.

En un primer momento no me fijé en él. Estaba en la mesa que se encuentra delante de la única ventana del local. Fue, durante muchos años, nuestra mesa. Él se sentaba en la silla desde la que podía ver la calle. Y comenzaba nuestro juego favorito: me describía una persona que pasaba por la acera, y yo inventaba un nombre y comenzaba un relato, que terminábamos a medias. El último era sobre un hombre que arrastraba una pesada maleta. Le puse de nombre Evencio, y dije que llevaba una persona dentro.

Nunca lo llegamos a terminar. Él se fue. Nunca volví a sentarme en esa mesa. Ya no es nuestra mesa. Ya no hay relatos que inventar. Ya no.

Aquel hombre me hizo una indicación con la mano, para que me acercase a él. Me desconcertó. Miré a uno y otro lado. ¿Es a mí?, le pregunté, señalándome con el dedo. Sí, asintió con la cabeza. Bueno, pues tendré que acercarme, me dije, aunque solo sea por cortesía.

Lucía una incipiente calva y, el cabello que le quedaba, bastante desaliñado, como si hiciese mucho tiempo que no “saludaba” a un peluquero. El rostro parecía el de una persona de unos setenta años o más, por lo envejecido de su piel. Sin embargo, su mirada y sus gestos eran, más bien, el de un hombre de no más de cincuenta.

Vestía con un traje gris, de corte antiguo, arrugado por el tiempo. Parecía haber padecido, igual que su dueño, los rigores del sol y la lluvia. De las gastadas mangas sobresalían sus manos delgadas, huesudas y con las uñas largas, aunque limpias.

—Buenas tardes. Por favor, siéntese.
—Gracias. Buenas tardes…
—Espero que sepa disculpar mi atrevimiento.

En ese momento se acercó Jordi. Noté que mi interlocutor agradecía su involuntaria interrupción, como si aprovechase para tomar aire y recomponer, de alguna forma, aquellos primeros momentos.

—Tomaré un té rojo, por favor. Con una pastita, si puede ser —dijo el hombre.
—Yo tomaré lo de siempre, gracias, Jordi.

Mientras tomaba el té, a pequeños sorbos, se mantuvo en silencio. Saboreó, al final, la pasta. Fue entonces cuando pareció estar preparado para soltarse.

—Me encanta el té rojo. Es el único que tomo. Y la pastita, siempre al final. Manías. Usted, por ejemplo, toma la tónica sin hielos. Fría, pero sin hielos. La echa poco a poco, dejando que las burbujas rompan sobre el limón. Y bebe tragos cortos. Todo un ritual…
—Manías, costumbres, usanzas… Rutinas.
—…además, igual que a mí, no le gusta conversar mientras tiene un plato en la mesa, o está degustando una bebida. Son distintos placeres que duran más si no se mezclan.

Hasta ahora no me había fijado, pero detrás de la silla asomaba una gran maleta marrón. De corte antiguo, acartonado, con el asa rígida. Pero sin etiquetas. Como si sus viajes fueran siempre interiores. Y, sin embargo, su deterioro dejaba clara una larga vida y, aunque sé que es un comentario de persona poco piadosa, hacía juego con su dueño.

—Verá, llevo mucho tiempo paseando por estas calles. Las conozco de memoria. Cada rincón, cada árbol, cada charco… Al fin me he decidido a entrar aquí. Sabía que usted vendría, como cada tarde, siempre a la misma hora.
—Es cierto. Me gusta salir a la calle Cada día encuentro algo nuevo que despierta mi curiosidad. Aunque también puede ser que esté perdiendo la memoria. Y aquí hago siempre la última parada, antes de volver a casa.
—Sé que se ha fijado en la maleta. Me encuentro muy cansado ya para seguir con este pesada carga. Los días se me hacen interminables. Cada día, todos los días, paraba delante del río. Esperaba que sus frías aguas, procedentes de las montañas, trajesen lo que yo necesitaba. Pero solo me regalaba sonidos. Los ríos nos traen los sonidos de la vida. Sin ríos no hay vida. Pero no me dan los que necesito. No me dan las letras, no me dan las palabras. Por eso estoy aquí. Quiero pedirle un favor, que espero me conceda: hace mucho tiempo usted comenzó un relato, y le ruego que lo termine. No podré descansar hasta que lo haga.

Nos miramos. Estuvimos callados durante varios segundos. Creo que se dio cuenta de mi desconcierto. Bajó la mirada. De sus ojos salieron un par de lágrimas. Le acerqué una servilleta de papel, que tomó con agradecimiento. Su mano temblaba. Intentó sonreír, o al menos eso me pareció. Al final, recobró el ánimo para seguir hablando.

— ¡Oh, disculpe, no me he presentado! Me llamo Evencio, y en la maleta llevo una persona…