PALABRAS


Autor: El alkimista impaciente

Fecha publicación: 19/03/2023

Certamen: II Certamen

Resumen

Se trata de un relato corto, con un toque de humor negro, sobre la exageración llevada al extremo de la locura del noble arte de escribir.

Relato

Escribir me conforta tal efecto liberador que es algo que no puedo parar de hacer.
Como si de una gran vomitona se tratase escupo palabras y más palabras, que a veces conforman frases, algunas sin sentido, pero que provocan en mí paz y sosiego. Y calma. Mucha calma.
En muchas ocasiones antes de que me entre esa fiebre, esas ganas locas y compulsivas de escribir, intento organizar en mi mente lo que voy a dejar impreso en mi próxima catarsis. Pero la mayoría de las veces no es así y apenas puedo controlar lo que escribo.
Sólo sé que como un poseso me tiro hacia el papel en blanco o cualquier superficie donde pueda escribir, y sin remedio ni control alguno, comienzo a crear palabras y más palabras como si se me fuera la vida en ello, hasta que de repente, me siento tranquilo y reconfortado como si acabara de tener un hermoso y sublime orgasmo. Y entonces paro.
Rara vez leo lo que escribo. A veces algunas frases de aquí, otras de allá, pero rara vez lo leo del todo.
Mi pequeño apartamento atesora esta extraña conducta mía. Papeles por todos los rincones, paredes escritas, superficies manchadas… y mucho verbo.
Lejos de lo que pueda parecer esta conducta compulsiva, esta catarsis en la que sin opciones me veo envuelto, este caos sin límites ha convertido mi vida en algo bastante incómodo. Ya sea en el trabajo, por la calle, en una conversación superficial o no con alguien, incluso en el sexo, cuando sucede, cuando me entran esas ganas locas de escribir, no puedo evitarlo. Y sin importarme en absoluto la situación en la que esté o en quien esté conmigo, sólo acaparo mi atención en mis instintos, en esa hambre voraz, en ese impulso salvaje e insano, y como un depredador comienzo a escribir, escribir y escribir sin fin. Sin tregua. Hasta que llega la calma.
Tengo una vida social razonable, un trabajo aburrido pero que paga mis facturas, tengo sexo esporádico y gratuito y puedo permitirme ciertos caprichos. Y me considero una persona más o menos feliz, de esas que siempre están en la sala de espera de la felicidad. Pero esta locura mía, pues no sé de qué otro modo llamarla, a pesar de darme un gran placer a posteriori, provoca un gran desorden y confusión en quienes me rodean, ya sean de mi círculo más íntimo (apenas dos o tres personas) ya sea en cualquier escena de la vida cotidiana. Nadie me entiende y yo entiendo que no lo hagan. Y así entro en un círculo cerrado del que temo nunca poder escapar.
Casi nunca dejo que nadie entre en mi apartamento. Incluso cuando quedo con algunas de mis amigas suelo preferir hacerlo en la calle, y si luego la cosa se entona, suelo buscar algún hostal limpio y barato para intimarnos en intimidad. A veces, durante estos encuentros, algunas salen despavoridas cuando sin poder controlarme vuelvo a mis andadas y comienzo a escribir y escribir palabras en el primer sitio que encuentro. Folletos del hostal, hojas de reclamaciones, instrucciones en caso de incendio, paredes, suelo, techo o muebles son víctimas sin remedio alguno de mis ganas de verbo incontrolables. Todo esto me ocasiona muchos gastos y problemas, y en más de una ocasión he terminado en comisaria tras ser denunciado por daños y desperfectos. Ni intento dar una explicación, simplemente acato la sanción. No lo entenderían.
Sé que la gente comenta que estoy loco y que necesito ayuda urgente. Mis amigos me dicen que vaya a un especialista, que él podrá ayudarme. Les digo que lo pensaré para evitar escuchar lo insoportable que pueden llegar a ser sus consejos. Pero es inútil. Nadie puede ayudarme y yo no puedo hacer otra cosa que entregarme a este deseo irrefrenable de escribir sin control alguno.
He probado todo tipo de cosas como llevar siempre a mano una libreta, para así evitar saquear las inmaculadas superficies que encuentro a mi alrededor. O un portátil. O simplemente no llevar lápiz ni bolígrafo ni nada de nada, pero siempre me las ingenio. Hasta en cierta ocasión me hice sangrar a mí mismo, para con la sangre, como si de tinta se tratase, inmortalizar mi obra.
He llegado a la terrible convicción de que no hay solución posible y que cuando entro en ese estado, nada puede pararme. Ojalá pudiera conformarme sólo con escribir en un mismo sitio,pero necesito danzar y bailotear dejando mi impronta por todas partes.
Rara vez escribo números. Me gustan más las letras. Y aunque como dije no suelo leer lo que escribo, pues ahí no radica mi placer, siento especial debilidad por las vocales. Me gustan las palabras donde conviven varias vocales. Si ellas faltan o escasean, parece que no hay nada. Parece que no hay vida.
Letras pequeñas o grandes, redondas o más cuadriculadas, cursivas, toscas, finas y ligeras, verbos irregulares, palabras sonoras, silencio, manchas de color, negro, propósitos de enmienda, belleza, arrogancia, sueños perdidos, declaraciones que se perdieron en el olvido, todo tiene cabida en mis constantes catarsis de palabrería.
Es extraño pero no encuentro placer en lo que escribo sino en el hecho de hacerlo sea cual sea el resultado.
De pequeño mi madre me inculcó su amor por las letras. Por las historias. Leía a todas horas. En mis ratos libres, libros de aventuras, de desengaños, de misterios y demás géneros habidos y por haber ocupaban mis horas muertas.
Es irónico pero las letras y las palabras, ocupaban un lugar importante en mi vida pero siempre fui persona de poca conversación. No tanto por timidez sino más bien porque no tenía nada que decir. O no encontraba que decir. O simplemente no me interesaba ni apetecía decir nada. Sin embargo, escribir era otra cosa. Y no era importante para mí que alguien leyera mis escritos, de hecho no me interesaba lo más mínimo compartirlo. Simplemente al hacerlo, al escribir, todo tenía sentido. Y encontraba tal placer en ello que su efecto era como el de una droga que contoneaba y disponía a su antojo de todos mis neurotransmisores, provocándome tal estado de embriaguez, de furor, de excitación, que quedaba prendado y rendido ante esa purificación inenarrable. Y nada más importaba.
Al principio, cuando comencé a entregarme a este demonio que llevo dentro, a este no poder parar de escupir y escupir palabras y más palabras, intentaba salir despavorido hacían un lugar seguro donde nadie pudiera verme, y así poder dejarme llevar sin miedo a ser visto. Luego empezó a no importarme. O dicho de otro modo, ya no me era tan fácil poder escapar, y como el animal que sin posibilidad alguna queda a merced de su adversario, yo sucumbía a la causa.
Intenté sacar provecho de esta maldita conducta mía. La mayoría de las veces, como ya he comentado, soy incapaz de controlar lo que escribo e intentar sacar significado a toda esa palabrería, exige un esfuerzo que no siempre estoy dispuesto a pagar. Aun así, dispongo de cientos de poesías, de novelas, relatos cortos, biografías imaginadas de personajes que me invento, ensayos, artículos y toda variedad del género literario. Y luego están todos esos escritos ambiguos, confusos, desordenados e inconclusos que ciertamente no dicen nada. Desde palabras sueltas, a frases sin coherencia alguna. Pero sin duda son mis preferidos.
Amontono y amontono, sin valor para desprenderme o hacerlos desaparecer, y sin interés en mostrarlos o compartirlos.
Desde hace varios días me siento vacío. Me cuesta trabajo acordarme de cuándo fue la última vez. Hace una semana, quizás tres, o quizás menos. No logro acordarme. Pero me siento perdido y con un mono enorme de sufrir de nuevo mi locura. Continúo escribiendo. Ahora mismo lo estoy haciendo. En este jodido momento. Pero hay orden. Y equilibrio. Y añoro enormemente mis vomitonas, mi deseo incontenible, mi no poder parar. El caos. El sin control. La catarsis. Y voy perdiendo placer. Ya no siento ese estímulo indómito en mi interior. Esa aberración de energía que debe salir, que debo sacar, a la que debo dar rienda suelta a su antojo pero que provoca tal goce en mí que todo merece la pena.
Anhelo tantas sensaciones que el desconsuelo se ha apoderado de mí. Sigo escribiendo sí, pero el deleite, la satisfacción en lo que hago, no llega.
Mi escritura se ha vuelto pausada, tranquila y con coherencia. Como si midiera cada palabra. Como si supiera exactamente lo que quiero escribir. Esto me abruma tanto que me aterra.
Me sigo dejando llevar por un miedo pavoroso a que dejar de hacerlo, tenga consecuencias apocalípticas en mi ser. Por eso continúo escribiendo aunque no responda a uno de mis ataques salvajes de verbo. De dejar mi señal.
Desde el principio de los tiempos, el ser humano siempre ha temido a lo desconocido, a aquello para lo que no encuentra una explicación racional. Yo siempre me he entregado al desorden, al enredo, a la confusión, al trastorno. Bendito trastorno. Y nunca me ha importado.
Volver a la escritura metódica, a la armonía. Volver al método y a la disciplina me produce asco.
Esa hermandad de palabras unidas entre sí, formando frases perfectamente entrelazadas, con significados congruentes y comprensibles, que a su vez forman una historia que previamente ha sido desarrollada en la mente del escritor, me irritan tanto, me provocan tanta repulsión, que siento como mis entrañas se resquebrajan.
Pero ya no siento ese aliento.
Lo espero, como el compositor espera la inspiración, pero con una certeza terrible de que no llegará. Y la pesadumbre y el desamparo se han instalado de forma permanente en mi interior.
No sé qué hacer. Ya nada me importa. Y escribir, tal como lo hago ahora, lejos de consolarme, me hacen cada palabra más desdichado.
Necesito escapar de este aura de tranquilidad y de orden. Que mi cabeza sólo responda a ese aliento, a ese estímulo primitivo donde el raciocinio no tiene hueco. Donde es el cómo y no el qué lo que importa. Donde el contenido es basura y unicamente el acto en sí de escribir es lo que prima. Es lo que existe.
No quiero escribir como hacen todos esos escritores de pacotilla que viven de contar historias y luego venderlas. Que quieren lectores. Que necesitan de los demás para sentirse realizados.
No necesito a nadie ni quiero que nadie lea lo que escribo. Sólo quiero escribir como siempre lo he hecho. Como un salvaje, entregándome a la perturbación, a la anarquía,dejándome mancillar por ese torbellino de química que me devora mientras lo hago.
Pero ya no siento ese aliento. Y me voy consumiendo mientras escribo estas palabras.
Acabo de darme cuenta que aún queda un hueco en el techo totalmente virgen. Todo un mundo en blanco. Sin manchas, sin tinta, sin nada escrito. Sin recibir castigo alguno. Impune a mis delirios de palabras.
Y como un reo sin posibilidad alguna de escapar de su condena, apresuro el paso hacia una vieja silla justo al lado de mí cama. Me pongo de pie. Esbozo una pequeña sonrisa. Fue un placer mientras duro. Y escribo. Y siento de nuevo ese orgasmo sublime mientras pierdo el equilibrio y caigo contra el suelo. Y siento la sangre, la tinta, detrás de mi cabeza. Y mucho mareo. Y mientras todo se apaga echo un último vistazo a ese trozo en el techo que acabo de ultrajar. Tres letras maravillosas en negrita y cursiva. Y entonces leo. Fin.