Los Autos Viejos


Autor: Alicia Doval

Fecha publicación: 19/03/2023

Certamen: II Certamen

Resumen

Unos jóvenes deciden renunciar a la vida urbana para retirarse a las montañas. Para iniciar el proyecto compran dos viejos automóviles.

Relato

LOS AUTOS VIEJOS
SR-3479 empezaba a creer que el fin era inevitable. Era una sensación muy desagradable, porque él no sólo se sentía en forma, sino que estaba seguro de que aún tenía mucho que ofrecer a los demás. Le molestaba que todo terminará de una manera tan diferente a lo que habían sido sus días gloriosos cuando era capaz de superar las pendientes más difíciles, sumergirse en aguas heladas y salir victorioso de todos los retos que se le plantearan. “Esto es la vejez”, le había comentado una amiga que no lograba ocultar los daños que una existencia larga y descuidada le habían causado. Tiempo atrás, cuando ambos vivían el apogeo de sus vidas, no sólo no se hubieran dirigido la palabra, sino que ni tan siquiera habrían cruzado una mirada si por alguna extraña casualidad, hubieran coincidido en un cruce o en una gasolinera.
Ahora, la proximidad de la destrucción final y las estracheces del lugar en el que se encontraban, habían creado entre ellos unos lazos que tal vez se prolongarán cuando los dos, convertidos en un amasijo de hierro fueran destinados a la fundición para renacer convertidos en cualquier otra cosa. A veces les preocupaba si en esa vida futura conservarían la memoria de su vida anterior. “Imagínate ser la viga de un puente con ganas de adelantar a los camiones” —comentó él en una ocasión.
A su alrededor llegaban y partían compañeros. Unos marchaban satisfechos, dispuestos a seguir prestando sus servicios al nuevo propietario. Otros conservaban el orgullo incluso cuando la grúa se preparaba para trasladarlos al definitivo desguace “Lo hice lo mejor que pude”, decían. Lo más triste eran los jóvenes destrozados en algún accidente. “Todavía no es mi hora. —afirmaban— Seguro que lo mío tiene arreglo. No merezco desaparecer tan pronto. Yo no le maté. Fue él quien aceleró. Desde luego no fue mi culpa”.
A veces algún trabajador novato preguntaba al jefe por qué no se deshacía de una vez de él. La respuesta era siempre la misma: “No tienes ni idea. Éste es un clásico, un auténtico héroe. Uno de los mejores todoterrenos que se han construido. Sólido, resistente, duro. Nada de esos SUB modernos de fibra blandengue y que te fallan por cualquier pijada del ordenador. Con éste todavía podrías dar la vuelta al mundo y, en caso de avería, un mecánico de los Andes, del Sahara o de la sabana podría repararlo con un poco de destreza. Sólo necesita al dueño apropiado que comprenda su valía. Llegará, seguro”.
Cuando le preguntaban por TZ-3246, la furgoneta lila, la respuesta era distinta. “Tiene su público. Siempre hay una casa de colonias, un jardín de infancia o una residencia de ancianos que necesita con urgencia transporte y siempre andan justos de presupuesto. Antes o después saldrá. Tampoco ocupa demasiado sitio y además así la gente se da cuenta de que tenemos de todo, lo comenta con sus amigos y llegan más clientes”.
En ocasiones SR compartía recuerdos con su compañera. Aquel día maravilloso en que el hombre con cazadora de cuero y gafas de sol, lo recogió del concesionario y después de admirar el motor, oler los asientos y toquetear por todas partes lo trasladó hasta una gran casa donde compartió alojamiento con un elegante sedán verde, un utilitario gris y un deportivo rojo. Afortunadamente para él, se prohibió al resto de los habitantes de la casa que lo manejaran. Durante esos dos primeros años tuvo poco trabajo. Un par de veces al mes alguna excursión al campo de la que a veces volvían con piezas de caza y poco más. Al llegar, un baño cuidadoso eliminaba tierra, sangre y olores y una puesta apunto impecable le mantenía en perfecta forma. El utilitario gris fue cambiado por otro azul y un día inesperado desaparecieron a la vez el deportivo y el propietario. Unas semanas más tarde fue vendido por primera vez a una persona con la que compartiría los mejores momentos.
Cierto que nunca supo si Andrés le aparcaba siempre en lugares protegidos porque quería mantenerlo a salvo o sólo le preocupaban sus cámaras, pero así lo hizo siempre. A veces su organismo notó la falta de aceite y nunca estuvo demasiado limpio, pero casi todos los días que vivieron juntos fueron una aventura. Subieron montañas. Corrieron por las dunas. Viajaron en barco y recorrieron el desierto interminable donde para sobrevivir sólo contaban el uno con el otro. Fueron muchos años buenos hasta que la pareja se separó. El hombre vertió lágrimas y le dijo que la pensión de jubilación no alcanzaba para mantenerlo. Intentó convencerle de que procuraría consumir menos, pero esta vez los puentes del diálogo no funcionaron. Pasó por varias manos, hasta acabar en “González, todoautos”.
Fue en uno de esos días otoñales en el que el clima y el ánimo oscilan entre la melancólica lluvia o el esperanzador sol, cuando su vida cambió. Venían en grupo. Dos chicas y tres chicos. Todos le parecieron insultantemente jóvenes y creyó que pasarían de largo, pero la chica de las apretadas trenzas rojas, se entusiasmó al verlo. “Es igual que el de mi abuelo” —exclamó.— “Justo lo que necesitamos. No nos dejará tirados en la montaña, puede con todo. Estoy segura”. Y sin esperar más opiniones empezó a discutir el precio, una revisión final, dónde contratar el seguro adecuado…
Nadie pareció atreverse a contrariarla. Ella era quien tomaba las decisiones. SR miró con tristeza a su compañera TZ. No le gustaba dejarla allí sola. Estaba claro que no iba a llevar bien la separación. Se habían habituado el uno a la otra y no volverían a verse. Entonces el muchacho con cabeza rapada y larga barba rubia, se fijó en ella. “¿Y ésta cuánto vale?” —preguntó— El comentario unánime de sus compañeros fue que para qué querían ese trasto, pero él insistió en que si el precio era asequible sería una buena compra.
—Veréis, el jeep sólo tiene cinco plazas y nosotros somos más. Ya sé que Marta traerá su Citroen Zero, pero ése no nos sirve de mucho. Ni siquiera sabemos si hay suficiente potencia eléctrica para recargarlo. En cambio en la furgoneta hay nueve plazas. Además puede servirnos para dormir al principio, mientras no tengamos arreglada alguna habitación. No me digáis que no es una preciosidad. Le pintaremos unas flores silvestres todo alrededor.
Así fue como al día siguiente SR y TZ pasaban a formar parte del colectivo de jóvenes que iniciaba el traslado hacia la montaña para inventar una nueva vida. Marta y Luis con parte de su equipaje ocupaban el Zero. Lucía por supuesto, en el todoterreno, junto con Pere, Manuel y Ramón. Habían aprovechado hasta el último hueco posible y ocuparon la vaca en su totalidad. Al volante de la furgoneta, todavía sin flores pintadas, se iban a turnar Daniel, Nico, Álex, Eva, Naiara y Sara. Los primeros cuatrocientos kilómetros fueron lentos pero sosegados. Cierto que, a excepción de los camiones, les adelantaba todo el mundo, pero como parte de su proyecto consistía en dejar atrás un mundo basado en la competición, se sintieron felices. SR y Lucía estaban convencidos por la inmediata simbiosis experimentada entre los dos, que les sería fácil acelerar y demostrar su verdadera potencia, pero no querían humillar a TZ que bastante hacía con mantener una velocidad correcta, mientras soportaba a seis personas y mucho equipaje.
Después llegaron las carreteras comarcales, en las que el asfalto era peor, las señales casi inexistentes y los cambios de rasante abundantes. Fue allí donde los veteranos demostraron de qué pasta estaban hechos. Sus neumáticos renovados se agarraban a todos los terrenos, los constantes cambios de marcha cansaban más a los conductores que a los vehículos. Las curvas movieron estómagos y obligaron a imprevistas paradas para tranquilizar digestiones. Fueron trescientos kilómetros difíciles para unos y fascinantes para otros. Por fin, cuando parecía imposible escalar otra montaña, aparecieron unas ruinosas construcciones de piedra.
—Es aquí, —anunció Lucía— Esto es el Can Trencamolls. La casa de mi bisabuela. Bueno, para ser exactos, ahora es la mía y la vuestra.
El grupo ansioso por estirar las piernas y contemplar el lugar que iba a ser su hogar en los próximos años, bajó de los coches y se diseminó por entre los viejos edificios. La casa grande todavía daba sensación de solidez, aunque cuando consiguieron abrir el candado y penetrar por el gran portalón, la situación era peor de lo que esperaban.
—¿Hace mucho que no venías? porque esto es un desastre —comentó Nico.
La desencantada propietaria intentó recordar la última vez que estuvo en el pueblo. Debió de ser el verano que cumplió ocho años porque recordaba que no pudo usar la Supernintendo que le habían regalado para la Comunión. La abuela Mariona, casi centenaria, vivía en la planta baja y en las superiores se instalaron los familiares. Todavía estaban ocupadas varias casas del pueblo. El bar del Benet estaba abierto casi a todas horas y tenía unas mesas delante, en las que tomar patatas fritas, berberechos y boquerones en vinagre. En la masía familiar trabajaba una familia extranjera que cultivaba la tierra y cuidaba de gallinas y ovejas. Vivían en una casa a la salida del pueblo. Pero ya no había ni salida ni entrada. Allí no quedaba nadie. Ni humanos, ni animales.
Le había extrañado mucho que la familia no pusiera más pegas cuando al repartir la herencia de los abuelos ella se empecinó en quedarse con la vieja masía. Ahora entendía el motivo. Ella era la única idiota que no había ido a comprobar en qué estado se encontraba. No sólo eso sino que había arrastrado al grupo de utópicos amigos a irse con ella para emprender una una vida nueva.
Como de costumbre, fue Daniel quien la rescató. Primero se acercó a ella, le pasó un pañuelo y le recomendó:
—Ni se te ocurra llorar. Me imagino que está mucho peor de lo que pensabas, pero tú eres lo más parecido a un líder que tenemos. Todos te hemos seguido hasta aquí. Ahora no te puedes derrumbar. Voy a ver qué puedo hacer.
Y con el mismo entusiasmo que utilizaba para guiar a los turistas japoneses en sus recorridos por los edificios modernistas, se dirigió a sus compañeros:
—¡Por fin hemos llegado! ¡Es justo lo que imaginaba! Queríamos apartarnos de la civilización que nos oprimía, del capitalismo salvaje, de la competencia despiadada. Soñábamos con una vida en la que nuestros conocimientos no fueran prostituidos por los que sólo piensan en acaparar más dinero. Ya lo tenemos. Ésta es nuestra tierra prometida, pero habrá que trabajar duro. En dos días es la noche de la brujas y festejos aparte, significa que pronto llegarán las nieves y el frío será intenso. No es que no haya calefacción, es que faltan muchos tejados. Vamos a dividirnos en parejas y a recorrer toda la zona a ver qué es aprovechable y dónde podemos instalarnos. ¡Venga moveros!
SR y TZ intercambiaron algo parecido a una sonrisa. El viaje había sido largo y pesado. Casi por encima de sus fuerzas pero lo habían conseguido. Miraron con curiosidad al benjamín que resoplaba incómodo. LXR que les había despreciado al principio de la aventura, buscaba consuelo en los veteranos. “No te preocupes. —le dijeron— Están un poco locos, pero según nuestra experiencia, esos son los mejores propietarios. Sí, parecen asustados, pero al menos lo intentaran por un tiempo y después quién sabe. A lo mejor algunos se marchan, pero está claro que Lucía y Daniel se quedarán y sabes qué, me parece que tu dueña la ecologista también apostará por seguir con el experimento. Seguro que ya tiene prevista una fórmula mágica para alimentarte. No me digas que esto no es mejor que las calles abarrotadas en las que cualquiera puede darte un golpe. La aventura siempre resulta atractiva y ellos, como nosotros, son más duros de lo que creen”.