Muergo


Autor: Efendi Corvino

Fecha publicación: 10/03/2023

Certamen: II Certamen

Resumen

Un padre, divorciado y con pocos recursos, lleva a su hija a pescar por primera vez. La ilusión de compartir con ella su afición favorita se transforma poco a poco en la constatación de su ineptitud como padre.

Relato

Las cosas empezaban a irle un poco mejor a Lucio.
—Y esta será tu habitación —dijo desde el fondo del pasillo.
Su hija Tamara lo miraba todavía con el abrigo puesto, sin atreverse a entrar del todo en la casa. Era un bajo con ventanas enrejadas en uno de los edificios de protección oficial frente al pinar del camping Las Dunas. Ya desde el portal se escuchaban varias televisiones encendida formando una amalgama de cuchicheos y explosiones, unos tacones martilleando el suelo de terrazo, un grito y, seguido, el llanto de un bebé.
—En unas semanas me traen los muebles. ¿Te gusta?
La niña se encogió de hombros. El cuarto era pequeño, con una ventana asomando a un patio interior demasiado estrecho para recibir luz directa. Las paredes desnudas estaban marcadas por el recuerdo rectangular de cuadros y muebles de los antiguos inquilinos. El piso no tenía salón, o, más bien, Lucio usaría el salón como dormitorio. Cajas y bolsas se acumulaban en un lado del cuarto, junto a la puerta de la cocina. En la esquina siguiente había un colchón de matrimonio con las sábanas desordenadas. A un lado de la ventana, un par de cañas de pescar apoyadas contra la pared, una caja de herramientas, dos sillas repletas de ropa y un tenderete de tijera con una toalla colgada. La toalla tenía una quemadura de lejía. Tamara se quedó mirando la mancha durante unos segundos sin decir nada.
—Quítate el abrigo, ¿no?
—Tengo frío.
—Hoy dormirás aquí, conmigo, pero el mes que viene ya podrás dormir en tu cama.
—¿Y puedo traerme juguetes?
—¡Lo que tú quieras! A partir de ahora vas a tener dos casas. Eso no lo puede decir todo el mundo.
Pasaron el resto de la mañana en los columpios del paseo marítimo. Apenas soplaba un brisa suave de poniente que empujaba lentamente nudosas nubes blancas sobre la silueta de la ciudad de Cádiz. Mientras Lucio observaba el paisaje apacible de la bahía, sintió una alegría profunda, una erupción de orgullo de sí mismo.
—Oye, Tamara ¿Tú quieres ir a pescar con papi?
—¿A qué? —dijo Tamara.
—A pescar. En la playa.
La niña no respondió, embobada por el balanceo del columpio.
—¿Quieres o no?
—Yo no sé pescar —dijo ella sin entusiasmo.
—¡Por eso mismo! ¿Sabes que a mí me enseñó el abuelo cuando era más chico que tú?
Comieron en el Chiringuito frente al espigón una pavía de merluza y unos chocos fritos. De postre, aunque apenas salían del invierno, dejó que la niña se tomara un helado. Lucio le preguntó al camarero por la marea, que si subía o bajaba, y este, que también era pescador, se interesó por sus planes.
—Vamos a Valdelagrana, a que aprenda la niña —le dijo orgulloso—. A ver si cogemos unas Herreras o algún Borriquete.
—La última vez que estuve por ahí no saqué ni las manos de los bolsillos —se quejó el camarero. Lucio chasqueó la lengua.
—El que no va, seguro que no pesca.
En el camino de regreso, Lucio no hizo más que hablar de las partes de la caña, los tipos de carnada y anzuelos, los peces enormes que sacarían del agua. Tamara lo escuchaba a medias, más preocupada en recolectar piñones que se iba guardando en los bolsillos del pantalón.
Mientras Lucio preparaba los aparejos de la pesca, le prestó a la niña el móvil y pasó la siesta viendo dibujos animados tumbada en la cama.
Antes de salir, llamó la madre.
—Bien. Vamos a pescar a la playa —le dijo Tamara.
—...
—Ahora.
—...
—Papi, que dice mami que te pongas.
Lucio escuchó a su ex sin dejar de mirar fijamente a la niña. Sin embargo, la atravesaba como si realmente no estuviera ahí parada, ante su ceño fruncido y los labios apretados.
—¡Ya estás intentando controlarlo todo. La veo poco, y encima tengo que hacer lo que a ti te de la gana. Pues no, mira. Ahora está conmigo y es mi responsabilidad, así que déjame en paz!
Su ex le respondió también a gritos, y Lucio colgó en mitad del clamor. Sintió una bola pesada en el estómago. Le costó un buen rato quitarse esa sensación, pero al llegar a la playa y respirar el husmo del mar se sintió mejor y amainó el despecho. Incluso se arrepintió de haber colgado, de los gritos frente a la niña.
Primero fueron a por muergo. Aparcaron al final del paseo marítimo, a la sombra del último edificio de pisos frente a la marisma de los Toruños. Apenas tuvieron que caminar hacia la desembocadura del río San Pedro para encontrar los moluscos enterrados en la arena de la orilla.
—Busca los agujeros cuando se vaya el agua —le explicó a Tamara—. Entonces metes la varilla así, muy recta, y tiras. La navaja se agarra sola al cerrarse. ¿Ves?
—¡Qué asco! —dijo la niña al tocar la carne viscosa.
—¿No te gustan a ti las cañaíllas? Pues esto es igual.
—No es igual.
—Parecido. Y está muy bueno. Pero lo vamos a usar de cebo. Con esto pican, seguro.
Tamara lo intentó varias veces sin éxito, y pronto perdió el interés y se puso a dibujar en la arena con el gancho de la varilla.
—¡La muerguera, que me la doblas! —Lucio se acercó a la niña y le quitó la herramienta.
—Me aburro.
—¿Ya? ¡Pero si ni hemos empezado!
—Me quiero ir a casa.
—Un poquito de paciencia, Tamara, y ya verás los pescados que sacamos. ¿Por qué no buscas unas conchas bonitas para llevárselas a tu madre?
Cuando tuvo el cubo lleno de navajas, le enseñó a la niña cómo preparar el anzuelo.
—Le ponemos dentro los dos anzuelos en línea, y luego lo enroscamos con el hilo para que no se abra. ¿Lo quieres intentar tú?
Tamara dijo que no con repugnancia.
—Échate a un lado, que lo voy a lanzar. Ya verás lo lejos que llega la carnada. Cuanto más al fondo, más grandes son los peces.
La noche se tragaba el horizonte al tiempo que regresaba de faenar la flotilla de pesqueros, custodiada por una nube de gaviotas. Lucio permanecía de pie junto a la caña, puesta la atención en el luminoso de la boya, los ojos tan abiertos que resaltaban en la oscuridad creciente como la espuma de las olas.
—¿Me abres los piñones, papi?
Lucio se sobresaltó al descubrirla tan cerca. Se agachó para coger los piñones de las manos de la niña y sonrió.
—Me tienes que buscar dos piedras grandes para que pueda abrirlos. Me las traes y te lo abro.
La dos primeras picadas fallaron. Después de lanzar la tercera carnada cenaron unos sandwiches de jamón y queso sentados en las toallas a la luz de una linterna de leds con forma de quinqué.
—¿Has encontrado las piedras?
—No sé.
—¿No sé, qué?
—No hay piedras grandes. Solo hay conchas y caracolas.
—Eso no vale.
—Ya.
—Abrimos los piñones en casa. No te preocupes.
—¿Ya nos vamos?
—Cuando piquen. No nos vamos a ir sin nada, ¿no?
—¿Y cuándo van a picar?
—Eso no se puede saber. Pero ya verás que dentro de poco.
El sol acababa de desaparecer por completo tras el perfil oscuro de la ciudad de Rota cuando llamaron a la madre. Lucio no quiso ponerse al teléfono, pero se mantuvo cerca de Tamara, atento a la conversación.
—Dile que ya casi nos vamos.
—Que me abrigue bien —repitió Tamara.
—Que sí —respondió Lucio.
—Que sí, mami.
Cada vez que recogía el sedal sin la carnada, Lucio evitaba mirar a la niña. Disimulaba la decepción con un silbido sin melodía, y si la niña preguntaba, Lucio respondía con naturalidad, como si aquel fracaso fuera lo esperado.
—Primero hay que darles algo gratis para que se confíen. Así luego pican del tirón.
Pasada la medianoche, le preparó una cama con las toallas y una manta.
—¿Quieres que te despierte cuando piquen?
La niña afirmó seguido de un bostezo.
—¿Y luego nos vamos?
—En cuanto saquemos un pez más grande que tu cabeza.
La humedad había penetrado su ropa y le aguijoneaba las articulaciones. Para combatir el frío, Lucio caminaba alrededor de la caña sin perder de vista el vaivén ondulante de la boya. De vez en cuando se asomaba sobre su hija para comprobar que seguía dormida. Su mueca distendida le hizo recordar el gozo de las noches que había pasado a la intemperie en esa misma playa, primero con su padre, luego con los amigos, tantas veces solo.
El cielo palidecía cuando Lucio sintió el primer tirón.
—¡Ya pican, ya pican! ¡Ven aquí, Tamara!
Había dejado correr el sedal unos segundos hasta que el pez, fatigado, se detuvo a descansar. Entonces bajó el seguro y comenzó la recogida lentamente, sin tirones, pero constante.
—¡Una dorada, Tamara. Es enorme!
Cuando tuvo al pez sobre la arena, dejó que se asfixiara unos segundos y sus sacudidas perdieran vigor.
—¡Tamara!
Extrajo con cuidado los dos anzuelos del labio inferior y el mentón de la dorada, y levantó la pieza agarrándola por las agallas. Calculó unos tres kilos de animal. Sentía el frío del mar en sus dedos, la gelatina de la garganta todavía palpitando. Con el trofeo en alto se acercó al bulto de ropa que era su hija.
—Tamara, despierta. Una Dorada.
La niña no se inmutó.
Después de unos segundos manteniendo el pez sobre la niña, Lucio lo lanzó al cubo del muergo. Quedaban tres navajas, dos de ellas con la cabeza fuera. Agarró la más grande y preparó el doble anzuelo. Mientras terminaba de encarnar, Tamara asomó su cabeza despeinada.
—Vuelve a dormir, que aún es pronto.
—Tengo frío —dijo Tamara.
Lucio se incorporó con la ayuda de la caña de pescar. Se quitó el abrigo y lo extendió sobre la niña.
—La última carnada y nos vamos.