Resumen
El relato trata del atentado en el teatro de Moscú
Relato
EL ÚLTIMO ACTO
La dama del Sur
Nadie sabe de qué material está hecho hasta que no se enfrenta a una situación extrema.
Hoy es un día especial. Hace tres años que me casé con el amor de mi vida y para celebrarlo he reservado unas entradas de palco de la obra Nord-Ost. Sé que una función acerca de la actuación de los soldados rusos en la Segunda Guerra Mundial no es lo más romántico del mundo, pero con salir de casa y pasar tiempo juntos, Rihanna y yo, nos conformamos. Debemos aprovechar puesto que, en dos meses, nacerá nuestra hija y apenas saldremos de casa. Los inviernos en Rusia son demasiado duros para un bebé.
La veo sentada, a mi lado, con sus mejillas rosadas por el frío y no puedo hacer otra cosa que dar gracias a la vida por el regalo que me ha brindado. Cuando me descubre observándola puedo comprobar por el brillo de su mirada, que siente lo mismo. Aprieta fuerte su mano contra la mía en una promesa de compañía eterna.
Está a punto de comenzar el segundo acto cuando, entre las filas del patio central, oigo algo extraño. Primero es un rumor, gente alterada moviéndose de un lado hacia otro, sin que, desde mi butaca, pueda interpretar lo que está ocurriendo. Hasta que siento algo frio y duro sobre mi coronilla. Es un rifle de asalto.
—¡Arriba!¡Vamos!
La amenazante voz de un hombre de origen extranjero, quizás checheno o uzbeco, me obliga a ponerme de pie, con los brazos en alto en son de paz, y seguir con obediencia sus órdenes. Al volverme, compruebo que el chico no tiene más de veinte años y está más asustado que yo. Completamente cubierto de negro, sobre el torso descansa un chaleco también oscuro del que destacan varios paquetes rectangulares colocados de forma ordenada. Al menos seis granadas de mano penden también de su cinturón. Siento el pánico en los ojos de mi mujer. Rihanna se da cuenta enseguida de la situación de peligro. Se agarra la barriga con ambas manos como si de esa forma pudiera proteger a nuestro bebé de una muerte segura.
—Por favor, a ella no. Está embarazada —suplico mientras le señalo el vientre.
—¡Andando! Vamos a bajar con los demás. No le pasará nada.
No sé por qué, pero le creo. Necesito hacerlo. No puedo cogerla de la mano, debemos caminar en fila, pero intento mostrar un semblante de calma, para así poder trasmitirle la serenidad que necesita.
Cuando llegamos abajo y miro a mi alrededor, compruebo que somos unas setecientas personas las allí retenidas. Niños, ancianos, mujeres embarazadas, hombres de diferentes edades, extranjeros, locales. Hay gente de todo tipo, como diferentes son también sus reacciones. La mayor parte de ellos presentan una actitud de excesiva calma, como si se encontraran en cualquier otra parte en lugar de estar en el escenario de un ataque terrorista. Un grupo de mujeres está abanicando a otras dos que han caído fulminadas por la impresión y el miedo. Otras tantas, lloran y gritan presas del pánico mientras sus acompañantes intentan calmarlas. También veo, adosados a algunas butacas, paquetes del tamaño de una caja de zapatos.
Intento contar a los asaltantes, pero no paran de moverse, nerviosos. Calculo que serán unos cuarenta o cincuenta entre mujeres y hombres. Seis llevan la voz cantante. Son los más estresados, no paran de hacer aspavientos y gritar, pero no entiendo sus palabras. Incluso han pegado algunos tiros al aire. Están pasando las horas y los ánimos empiezan a flaquear.
De repente, desde la puerta principal, salida de la nada, entra una chica rubia y gorda que, a gritos, nos anima a atacar a los asaltantes puesto que somos clara mayoría. Nos miramos los unos a los otros. Por un instante sentimos la responsabilidad de actuar, pero el peso de la indecisión es mayor. Nadie reúne el valor para dar el primer paso y, en segundos, la chica cae abatida y con ella se esfuma cualquier posibilidad de rebelión. Yo no soy capaz de reaccionar, mis ojos se han clavado en los agujeros sangrantes de su pecho, sin embargo, la fuerza de los llantos de mis compañeros se acrecienta en mis oídos.
Pasan las horas. Tenemos hambre, frío y sueño. Para colmo, se ha roto una tubería en el teatro y el patio central de butacas se está inundando. Espero que el agua no llegue al hueco de la orquesta, improvisado retrete de este lugar de pesadilla.
—¡Escuchadme todos con atención! Mujeres y niños de hasta siete años, colocaos en este lado—gritó uno de los responsables señalando a las inmediaciones de la puerta de acceso.
Un ápice de esperanza recorre mi cuerpo y la ilusión de apodera de mi rostro. Parece que van a liberarlos, pero no me relajaré hasta verla cruzar la puerta. Rihanna me abraza fuerte, siento con su contacto la angustia de una despedida. Estoy seguro de que no quiere marchar, pero debe proteger a nuestra hija.
—Tranquila, mi vida. Esto va a acabar en unas horas —ella me responde con incredulidad en la cara —¿Lo ves? Han empezado a liberarnos poco a poco. Espérame en casa.
Cuando se aleja, doy libertad a las lágrimas para resbalar por mis mejillas y, con el suave movimiento de unos labios que ya añoran los suyos, le mando un te quiero.
Las horas pasan más lentas que antes. Llevamos cuatro días aquí metidos y la situación no parece mejorar. Nos han traído ropa y comida caliente, pero el desengaño se empieza a reflejar en las caras de los terroristas y las peleas entre ellos son demasiado frecuentes. En cualquier momento saltaremos por los aires, no me cabe duda.
Dentro de la maldad que reina en ellos, existe un pequeño recodo para la empatía y nos han permitido contactar con nuestros familiares. La mayoría de los móviles se encuentran sin batería, pero he podido hacer una breve llamada de despedida. Espero que mis palabras acompañen a mi mujer el resto de sus días, y puedan proporcionarle paz para afrontarlos con entereza.
Son las cinco de la mañana, en breve volverá a salir el sol con la promesa de un nuevo día. El revuelo me ha despertado. La gente grita buscando algo con lo que taparse la boca. Aspiro. Noto ese toque dulzón en la boca. Las mujeres terroristas, reacias a la idea de morir para entrar en el paraíso, corren hacia el balcón, pero no consigo verlas llegar. Mis párpados pesan cada vez más.