Justicia divina


Autor: Solipandi

Fecha publicación: 28/02/2023

Certamen: II Certamen

Resumen

Al final todos somos unos auténticos marxistas y no me refiero a las ideas de Karl, sino a las de Groucho, sobre todo cuando decía aquello de: "Estos son mis principios, si no le gustan tengo otros".

Relato

JUSTICIA DIVINA
De repente, sin saber ni cuándo ni cómo había llegado hasta aquel lugar, me sorprendí a mí misma sentada en una butaca de las últimas filas del Cine Albéniz. Conocía bien aquella sala cinematográfica, no en vano siempre fui una gran apasionada del séptimo arte y suelo acudir con asiduidad a ese emblemático lugar. Lo extraño del caso era que en ese momento no estaban proyectando ninguna película y las luces permanecían encendidas. Había varias personas sentadas delante de mí de manera dispersa y curiosamente lo hacían por parejas, precisamente fue entonces cuando me percaté de que yo también tenía sentado a mi lado a un individuo que me era totalmente desconocido. Estaba a punto de dirigirle la palabra cuando sonó con fuerza por megafonía la voz de un hombre que parecía estar llamando a una mujer.
—María Rodríguez Grau, retumbaron las cuatro paredes.
Al momento, un par de mujeres se levantaron unas cuantas filas más allá y se dirigieron hacia la parte derecha de la gran pantalla, donde flanquearon una pequeña puerta. En esto, el hombre que ocupaba la butaca contigua a la mía se dirigió a mí a la par que me entregaba una tarjeta de visita.
—Buenas noches, soy su abogado defensor.
Apenas presté atención a sus palabras y me limité a leer la tarjetita, en ella figuraba únicamente lo siguiente: “José Isbert - Isbert y Asociados - Bufete profesional de abogados”. Mi confusión era máxima y no entendía absolutamente nada de cuanto estaba pasando en el cine y menos aún qué demonios pintaba yo en todo aquello. Mi compañero debió percatarse de mi estupefacción pues me miró con gesto compasivo y esbozó una tímida sonrisa a pesar de su sombrío aspecto.
—Tranquila mujer, no se preocupe, puedo asegurarle que pronto habrá terminado todo esto, tenga fe en mí.
Nuevamente se hizo el silencio entre ambos mientras yo intentaba analizar sus últimas palabras a la búsqueda de alguna clave secreta que me diera algo de luz pero era evidente que seguía totalmente a oscuras.
—¿Sería tan amable de aclararme de qué va todo esto, por favor?
—Por supuesto, sin duda debería haber empezado por ahí, discúlpeme. Lamento tener que ser yo quien le comunique esta desagradable noticia, pero sepa usted que acaba de morir hace cinco minutos de un infarto fulminante mientras dormía y ahora nos encontramos en la antesala de su juicio final. Como le avancé anteriormente soy su abogado defensor designado de oficio, puede llamarme Pepe.
Realmente ya no sabía si seguía viva o era un fiambre como me estaba asegurando mi extraño interlocutor pero el caso es que me quedé muerta, dando de esa forma la razón a mi flamante abogado.
—¡Por todos los santos!, esto debe ser una broma macabra, ¿no?, estamos en un cine y usted me recuerda muchísimo a cierto actor español de décadas pasadas, por no decir que es clavadito a él y que su nombre es idéntico.
—Mera casualidad… entiendo su estupor y sus reticencias ante esta incómoda situación, créame que estoy habituado a estas tipo de reacciones pero cuanto antes vayamos al grano, mucho mejor para usted.
—¿Qué quiere decir con eso de ir al grano?, le pregunté entre asustada e intrigada y dando ya por buena la surrealista historia que me estaba contando de la que yo tan solo era partícipe a título involuntario.
—Mire, ¿ha visto usted a esa pareja de mujeres mayores que acaba de salir?, una de ellas es otra recién fallecida y la otra su abogada, ahora se estará celebrando su juicio final. El fiscal posee todo un amplio expediente de sus pecados y la letrada tratará de rebatirlos contraatacando con sus buenas obras terrenales, ¿me sigue? Luego, oídas las partes, San Pedro dicta su inapelable sentencia. Por tanto, comprenderá la trascendencia de la vista que vamos a celebrar en breve, ¿no? Su descanso eterno depende de los próximos minutos, lo crea o no.
—Pero… ¡Dios mío!... —balbuceé con un nudo en la garganta e iniciando unas torpes maniobras que pretendían asemejarse a la señal de la cruz—. No obstante aborté la operación al darme cuenta de que no me acordaba muy bien del intrincado proceso además de tratarse de de una auténtica humillación para una ferviente atea como yo.
—Calma, por favor. He ojeado su historial y le garantizo que su caso no pinta mal del todo, tenemos al menos el purgatorio como mínimo. Incluso me atrevería a decir que con un poco de suerte pueda alcanzar el paraíso, aunque le aconsejo que tampoco se haga demasiadas ilusiones porque desgraciadamente nos ha tocado como fiscal un duro hueso de roer.
—¡Ay Virgencita!, ¿Al purgatorio?, pero eso tiene toda la pinta de ser un verdadero coñazo, ¿no? Nunca fui una santa pero tampoco una mala persona.
—Ni tan buena oiga, seamos sinceros. Mejor eso que el infierno y le aseguro que no es fácil llegar a acuerdos con el fiscal Villarejo, el tío se lo curra de maravilla, ya verá las grabaciones que le saca a relucir ahí dentro, de muchas cosas usted ni se acordará pero Villarejo lleva la cuenta de todo y de todos, menudo pájaro está hecho.
¿Villarejo?, ¿en serio?, yo estaba alucinando con el relato del señor Isbert pero en ese instante, por otra puerta de la sala, salió un hombre vestido de cura al que llevaban firmemente sujeto dos diablillos encarnados y caracterizados con la típica parafernalia que los identificaba inequívocamente como agentes de seguridad del Infierno al servicio de Satanás.
—Fíjese, otro que ha resultado culpable, me susurró Pepe. Es que no se puede uno fiar ya de nadie.
—¡Válgame el Señor, pero si es un sacerdote!, exclamé escandalizada mientras el acusado rogaba clemencia a grito pelado ante la total indiferencia de la pareja de seguratas satánicos.
—Para que vea, aquí no hay enchufes ni prevaricación, ya se lo advertí. Las cosas se han puesto muy chungas para conseguir una buena sentencia últimamente.
—Vicenta Clares López, rugió el altavoz y sentí que me faltaba el aire al oír mi nombre. Intenté moverme pero fue inútil y mi abogado empezó a impacientarse ante mi falta de reacción.
—Vamos Vicenta, no sea remolona que la eternidad nos espera y no tenemos todo el día, me dijo a la vez que me daba un pequeño codazo en el costado.
En esa angustiosa tesitura, desperté sobresaltada y sudorosa comprobando con alivio que seguía vivita y coleando. Prueba evidente de ello era que mi marido se encontraba en la cama junto a mí.
—Espabila Vicenta… estabas como un tronco y te he tenido que dar un par de codazos para que despertaras, vas a llegar tarde a la oficina.
—Pufff… es que estaba en mitad de una pesadilla súper rara, era horrible. No sé cómo he podido tener yo un sueño semejante, por los clavos de Cristo, qué calvario he sufrido…
Me preparé en un santiamén y milagrosamente cogí mi autobús habitual para ir al trabajo. Durante el trayecto hice un somero y rápido balance de mi vida, ¿sería yo candidata para subir al cielo suponiendo que existiese, cosa que al ser profundamente atea sabía que era un gran engaño?
No tardé mucho en sufrir un bajonazo al comprobar el montón de pecados, entiéndase este concepto desprovisto de su carácter religioso, que había cometido a lo largo de mi vida. Lo cierto era que en muchos casos se trataba de simples menudencias pero cuantitativamente pesaban lo suyo. En cambio, me costó encontrar buenas obras de las que pudiese echar mano un hipotético José Isbert llegado el caso, que obviamente nunca llegaría porque todo aquella disquisición era fruto de una patraña orquestada por todas y cada una de las religiones habidas y por haber a lo largo de la historia de la Humanidad para embaucar a la gente confiada e inocente, pero a mí no me la iban a colar.
Pero, ¿y si estaba equivocada?, yo era una mujer ante todo pragmática y tras sopesar toda la información tomé una decisión que estimé era la más sensata y prudente para la protección de mis legítimos intereses futuros, una especie de seguro de vida eterna si me permiten denominarlo así.
Esa noche, me di de alta a través del móvil en UNICEF y Médicos sin Fronteras. Por una parte me sentiría mejor conmigo misma colaborando con dos ONGS de prestigio y por otra, tendría más argumentos a mi favor llegado el caso de un supuesto juicio final, que como he repetido hasta la saciedad, nunca iba a tener lugar de acuerdo a mis sólidas e inamovibles convicciones ateas a prueba de bombas. Yo siempre fui una persona de principios y el ateísmo para mí siempre fue quizás el más sagrado de todos, una especie de Santo Grial, si me permiten el símil. Pero como dice José Mota, ¿y si sí...?