
Resumen
Un chico, una fiesta, el amor de su vida, y un giro inesperado...
Relato
Era uno de esos días de primavera en lo que todo cuadra. El viento soplaba con la suficiente intensidad para sentir su frescor en el punto justo; el aire transportaba bocanadas de fragancias y sonidos wonder happy; el verde en todos sus matices penetraba mis sentidos a borbotones en un intento, creo, de saciarme en previsión de épocas peores. Así de chachi me encontraba, en pie, saboreando los recuerdos de la noche reciente terminada.
A pesar de ser unas horas tan tempraneras para la reflexión no podía dejar de pensar en ella, sentía que mi vida había cambiado. Estaba muy enamorado. Embriagado de amor sería una expresión más precisa. Me acompañaba desde hacía unas horas una sonrisa verdaderamente estúpida que se veía fortalecida por el hecho de acabar de aliviar la vejiga.
Aún no había terminado de recoger los aperos cuando por fin escuché el ronroneo del bus aproximándose a la parada. Con una mano le di el alto mientras que con la otra me subía la cremallera. Después de un sábado de poco dormir tenía que volver a Madrid. La fiesta organizada en la casa de campo de los padres de mi amigo Mauro había sido todo un éxito.
El trayecto hasta Madrid duraba algo más de una hora, no tanto por los kilómetros recorridos sino por las numerosas paradas que realizaba. Estaba cansado, así que me acomodé en la trasera del bus y no tardé en adormilarme mientras que feliz como una perdiz rememoraba cada matiz del beso de la que iba a ser la mujer de mi vida...
Lo supe en cuanto la vi, aunque no la dije nada de inmediato por no asustarla. Fui yo quien abrió la puerta, quien le sonrió cuando me dijo hola, quien siguió sonriendo cuando me pidió que me apartara para poder pasar. Qué pelo, qué ojos, qué voz tan delicada, qué cuerpo tan entallado. Y encima estudiante de ecología, con lo que me gustan a mi lo documentales de ballenas. No había duda, estaba perdidamente enamorado de cada una de sus partes por separado, y también de su conjunto, que guardaba una perfecta armonía. Hablarle de hijos en nuestro primer encuentro podría resultarle incomodo, así que fui paciente y esperé a que el alcohol facilitase nuestro acercamiento y el fluir de unas palabras que en su presencia podían confundirse con balbuceos.
A las cinco horas entendí que había llegado el momento de declararle mi amor. O ahora o nunca, me dije. Quise hablarle, pero no me brotó más que un grrrgr que tuvo que gustarle, porque antes de que me saliera el segundo grrrgr me abrazó para besarme con una cierta desmesura que por supuesto agradecí. No me importó que me llamase con la lengua algo entumecida Almando, mi visiosillo y amadiiisimo Al Al Al ...mando, ni que me dijera que me veía más bajito y moreno. Tampoco me importó que llorase desconsolada sobre mi hombro, y que me echase en cara no haber respondido a sus llamadas.
Respecto al nombre, pensé, no había problema. Carmelo nunca me había gustado, me parecía de mayor. A partir de ahora sería Almando, si tenía que cambiármelo para conseguir el amor de mi vida, así sería. En estas elucubraciones estaba cuando se desplomó inconsciente sobre mis brazos. Yo, gentil por naturaleza, la tendí en el diván, e incapaz de hacer otra cosa la observé embelesado hasta que tuve que irme. El bus pasaba temprano y no podía perderlo.
De repente un brusco parón me despertó de mi ensoñación. Aún con la sensación del beso posada en mis labios me desperecé feliz, estirándome para acomodar los huesos en el asiento. Subía gente. Una madre con dos hijos, unos abuelos, tres muchachos perjudicados por la noche y, justo antes de cerrar las puertas, una solitaria chica.
¡Joder!, parecía Lucía. Había cambiado, pero era ella, o una versión muy mejorada de mi excompañera de tercero de bachiller. Qué buena estaba. Con su pelo negro, y sus dos pechos levitando bajo aquella breve camiseta, y su carita de ángel, era lo más cerca que había estado de una diosa diosa. No podía dejar de mirarla. Ella también se fijó en mí. Tardó un rato en reconocerme, pero al final se decidió y se acercó a mi asiento. En ese preciso instante pude vislumbrar el futuro, nuestro futuro, y supe sin lugar a dudas que me encontraba frente al amor de mi vida.
Por supuesto, no le hable de hijos, no quería asustarla en nuestro primer encuentro. Solo me salió otro lacónico ggrrrrr que también esperé fuera recompensado con el beso de mi vida.