Resumen
Las penurias de una familia en los años 70 y el acto de un niño que salvaría a su padre.
Relato
GANAR UNA FAMILIA
Seudónimo: Auroch
Adrián sabía que las cosas estaban muy mal. A sus trece años se daba cuenta de que su padre tenía muchos problemas para mantener a su familia. Corría el año setenta y tres y el turismo de montaña aún no se había desarrollado como después lo haría. La inmigración de los habitantes de las aldeas de alrededor de Espot hacia el pueblo en busca de empleo en la incipiente industria ganadera suscitaba una gran competencia de trabajo, llegando este a escasear en muchos gremios. Estaba cansado de comer la sopa que preparaba su madre con las mismas verduras y con el mismo hueso toda la semana, hasta tal punto que al final parecía que estaban tomando agua caliente con la cuchara. Cuando le preguntaba el por qué de aquella repetición, su madre le respondía:
- Ya sabes que tu padre perdió el trabajo y ahora tiene que hacer chapuzas donde las encuentra.
Espero que traiga algo de dinero a casa pronto.
Su padre era pintor, de los que llevaban buzo blanco y pintaban paredes y puertas y no sabía hacer otra cosa. Por su parte, ella limpiaba casas y portales, pero debido a la competencia cada vez mayor de las mujeres de los recién llegados, aquello casi no les daba para subsistir.
Adrián iba a la escuela pública La Closa, en Esterri d'Àneu en un anticuado microbús, pero la mitad de las veces se juntaba con varios compañeros y hacían novillos. Acudían a La Mossada y se pasaban medio día jugando al futbolín con una peseta. Él nunca la aportaba, pero siempre había alguno que la había sisado a alguno de sus padres. Accionaban el tirador que hacía abrirse la rampa que liberaba las bolas y antes de soltarlo, colocaban otra peseta bloqueándolo, con lo que la rampa permanecía abierta dejando salir las bolas continuamente hasta que se cansaban de jugar. Después se quedaban mirando jugar a otros a las máquinas de Petaco y escuchando a ZZTop cantando “La Grange” o el “Money” de Pink Floyd en la máquina de Jukebox.
De noche, el chico se estrujaba los sesos pensando en cómo podría ayudar a sus padres en la economía familiar, pero no era nada fácil. Cuando regresaba una tarde del bar donde se reunía con los amigos, encontró entre un montón de basura un tablero de madera rectangular de medio metro de lado. Al verlo, una idea comenzó a surgir en su cabeza y se lo llevó a casa. Al día siguiente, después de que su padre saliera del domicilio en busca de trabajo y su madre a limpiar una casa, Adrián cogió varias brochas y botes de distintos colores de su padre guardados bajo una carbonera. Comenzó a pintar algo que intentaba definir como un paisaje del Pirineo, aunque con aquellas brochas tan gordas resultó más bien un dibujo abstracto. Lo llevó a su habitación en espera de que se secase la pintura. Aquel día su padre no apareció a la hora de comer.
La mañana siguiente envolvió el cuadro en unos trapos sucios y se dirigió a la puerta de la casa. Al pasar por el pasillo vio a su madre en su habitación sentada en la cama, con las manos en la cara y los hombros moviéndose al ritmo de su llanto. No se paró a decirle nada para que no le viese con su mercancía. Acudió al colegio con su paquete y cuando terminaron las clases se dirigió a la parada de ALSA para tomar el autobús que le llevó hasta Lleida.
Cuando llegó, atravesó el río Segre por el puente. Era diciembre y hacía un frío que pelaba, por lo que apresuró el paso para cruzar el puente cuanto antes. Llegó al otro lado enfilando la alameda en la que había una tienda de cuadros y souvenirs de la localidad. Dudó unos instantes, pero viendo que la tienda se encontraba vacía de clientes, se armó de valor y entró. El dueño del alargado establecimiento se encontraba al fondo tras un mostrador y miró al chico con manifiesta desconfianza.
- ¿Qué es lo que querías, joven? - preguntó.
- Buenas tardes, señor – Adrián pensó que si era educado tendría más posibilidades de conseguir
lo que quería -. Me gustaría venderle un cuadro.
El otro levantó una ceja extrañado. Adrián retiró el trapo de su obra y la puso sobre el mostrador. El dueño dejó escapar una risa sarcástica diciendo:
- ¿Acaso has venido a burlarte de mí?
- No señor, le hablo en serio. He pintado este cuadro porque necesito algo de dinero y quizás
usted podría sacarle algo de beneficio.
- ¿Pero tú has visto esto? - preguntó señalando la tabla. - Aquí los cuadros que se venden son de
autores mínimamente conocidos.
- Pero yo no le cobraría mucho. Puede usted poner la cantidad.
El hombre se quedó pensativo unos momentos y a Adrian le pareció que su mente estaba haciendo cálculos. Por fín dijo:
- Mira, le tendría que poner un marco y eso cuesta dinero. Además no es de nadie conocido. Te
podría dar... dos mil pesetas como mucho.
- Lo que a usted le parezca bien, señor – contestó Adrián pensando en que aquello era mucho
más que nada.
El chico salió loco de contento con sus dos billetes verdes en el bolsillo pensando en lo que iba a hacer con ellos teniendo la Navidad casi encima. Atravesó el puente en sentido contrario y al pasar por una administración de lotería se le ocurrió la idea. Entró y preguntó a la lotera:
- ¿Tiene el número 01932?
- ¿Tiene que ser ese?
- Es el año en que nació mi padre. Se lo quería regalar.
- Ella miró entre sus existencias y contestó:
- Has tenido suerte. Lo tengo aquí.
- ¿Cuánto vale el décimo?
- Dos mil pesetas.
Adrián sacó sus dos billetes del bolsillo y se quedó pensando unos momentos. Calculó toda la comida que se podía comprar con aquello y al fin, dijo:
- Perdone, otra vez será.
Se dio la vuelta y salió del establecimiento.
Detrás del joven estaba esperando un caballero con un periódico en una mano y un paraguas enrollado con su tira de tela en la otra, con lo que más parecía un bastón que un paraguas. Se adelantó hacia la lotera y le dijo:
- Deme por favor el número que le ha pedido el chico. Creo que me va a dar suerte.
- De momento ya la ha tenido, porque solo me quedaban dos décimos – contestó la mujer.
El del paraguas se quedó pensando unos instantes y sacando otras dos mil pesetas pidió:
- Deme los dos, por favor.
Adrián esperaba darle a su madre las dos mil pesetas la víspera de Navidad para que comprase algo especial. Últimamente no celebraban nada. Habían pasado varios días desde que había vendido el cuadro en la tienda y la curiosidad le llevó a bajar de nuevo a Lleida para ver si alguien lo había comprado. Entró en el establecimiento y preguntó al propietario:
- ¿Ha vendido ya mi cuadro?
- ¿Tu cuadro? Ese me parece que se va a quedar aquí hasta que yo me jubile.
Un tanto desilusionado, se dirigió hacia la salida y a mitad de camino miró a su derecha. Allí estaba, en lo más alto y difícil de apreciar. Pero se fijó en dos cosas. En la esquina inferior derecha le habían pintado algo que parecía una firma que, por supuesto, no era la suya. Y en la esquina contraria una pequeña tarjeta marcaba su precio: 50.000 pesetas. Adrián miró hacia el dueño de la tienda pero este ya estaba ojeando sus libros de cuentas. No le extrañó que no se hubiese vendido.
Para volver decidió cambiar de ruta y siguió por otra calle diferente para salir por una zona más transitada, con oficinas y negocios de todo tipo. Había comenzado a caer una fina llovizna que se metía hasta los huesos. Al dirigirse por allí de nuevo hacia el puente vio algo que le llamó la atención. Un hombre abrigado con una raída gabardina permanecía sentado en el suelo con la mano extendida, la palma hacia arriba y la cabeza baja. Pero lo que verdaderamente llamó la atención de Adrián fueron los pantalones blancos que asomaban por debajo de la gabardina, como los del buzo de pintor de su padre. Al pasar frente a él se paró y el hombre alzó la vista hacia el chico. Su padre lo miró y su rostro mudó a una expresión desconsolada, bajó la cabeza avergonzado y la escondió entre las manos. Totalmente impresionado, el joven continuó su camino sin mirar atrás al hombre que parecía haberse encogido aún más dentro de su gabardina. Cuando llegó a Espot acudió a La Mossada pero no quiso jugar al futbolín y la música de la Jukebox le pareció estridente y desafinada.
Aquella misma noche del 21 de diciembre el padre de Adrián no acudió a dormir a su casa. A media mañana del día siguiente se encontraba frente al remanso que formaba el río Escrita cerca del pueblo. El río bajaba crecido tras las lluvias caídas los últimos días y la corriente se veía impetuosa, formando amenazantes remolinos. Él no sabía nadar y miraba hacia abajo con la cara empapada de lágrimas. Pronto terminaría todo. No le daba miedo morir. Lo único que sentía era dejar solos a su mujer y a su hijo, pero al menos, la pensión de viudedad les daría para comer. No se había sentido tan mal en toda su vida, pero era algo que se sentía obligado a hacer.
Repentinamente sintió unas palmaditas en un hombro. No había visto acercarse a nadie. Un hombre con un paraguas enrollado como si fuese un bastón se encontraba a su espalda. Cuando se volvió para mirarlo, el hombre le dijo:
- Esto pertenece a su hijo.
Y le entregó un sobre sin cerrar la solapa. Seguidamente, sin esperar respuesta, continuó su camino hacia el centro del pueblo. Intrigado, el padre de Adrián abrió el sobre y dentro se encontró un décimo de lotería del número 01932, su año de nacimiento. Aquello trastocó todos sus planes. Se alejó del río y tomó la misma dirección que había tomado el hombre del paraguas, pero no consiguió verlo de nuevo y se dirigió hacia su casa. Tenía más ganas que nunca de abrazar a su mujer y a su hijo.
En la manzana anterior a su domicilio estaba ubicado en sus bajos el restaurante La Llúpia, cuyo dueño era conocido suyo y al que antes siempre acudía a tomar un café o una caña con los amigos. Hacía siglos de aquello. Al pasar por delante de la puerta vio que en la pared de enfrente el televisor estaba emitiendo las noticias de mediodía. Desvió la vista del aparato siguiendo su camino y en ese momento escuchó por el altavoz:
- ¡Mil novecientos treinta y dooooos! ¡Veinte milloneeees de pesetaaaas!
Se paró en seco. No era posible. Debía estar soñando. El locutor apareció en pantalla diciendo:
- El número mil novecientos treinta y dos ha sido agraciado en la lotería de Navidad con el premio gordo de veinte millones de pesetas, muy repartido por todo el territorio nacional.
El hombre sintió un mareo y tuvo que sentarse en el escalón de entrada al restaurante. Al percatarse, el dueño salió preocupado y al verle llorar le preguntó:
- ¿Te encuentras bien? ¿Qué te ha pasado?
- Ha sido un mareo, no te preocupes.
- Parecía como te hubiesen dicho de repente que habías ganado la lotería.
Ya mas tranquilo, el otro respondió:
- Mejor que eso. Se me ha aparecido un ángel y acabo de ganar una familia.